La invitación es a sumergirse con renovado vigor en su literatura, a olvidarnos del confinamiento cabalgando la estepa fueguina, a dilatar el horizonte imaginario con estas aventuras en las que el hombre es desintegrado por la naturaleza, algunas veces hasta volver al polvo, otras para redimirse y reconocerse en su debida proporción.
Por Alfonso Matus Santa Cruz
Publicado el 20.1.2021
Un par de días han transcurrido desde que acabé la lectura de este volumen —editado por el sello Alfaguara, 2020— y el cual recoge la obra del gran narrador de la Patagonia chilena.
Atravieso en ferry el estrecho de Magallanes, de retorno a Punta Arenas, tramo que Coloane habrá surcado en innumerables ocasiones, con embarcaciones menos guarecidas ante los embates de esta bestia magnánima y volátil que es el mar austral, por lo que es un buen momento para apuntar algunas de las virtudes y marcas entrañables que mantienen la vigencia de sus relatos.
Se ha dicho hasta el hartazgo que este robusto chilote, con rostro tan afable como curtido por las vicisitudes de sus trabajos reales e imaginarios, es el narrador por antonomasia de la Patagonia y los mares sureños.
Pero repetir las lecturas abunda en el fetiche del lector que cree leer antes de comenzar a releer, a sumergirse en los vaivenes con que el alma humana dialoga con la geografía; con que los hombres solitarios de sus cuentos son víctimas y agentes de sus aventuras en la desolación de la pampa, en las embravecidas estrecheces de los fiordos, cuyas marejadas son capaces de hacer naufragar a los marinos más avezados.
Hay más matices por espigar en estos párrafos que los contenidos en cuentos más urbanos o cerebrales; el oficio ejemplar, el sudor de la experiencia, se retrata con esa llaneza que provoca las ganas de la relectura.
La pericia narrativa de Coloane alcanza sus cotas más depuradas cuando trasviste las tonalidades terrosas de la pampa en el rostro de un prófugo de la armada de cazadores de oro de Julio Popper, cuando da al viento la potestad sobre las mentes vaciadas de algo más que una memoria ancha y tormentosa; es decir, cuando el paisaje se torna tan sinuoso como la meteorología anímica de sus habitantes.
Cuando éstos son atravesados por la borrasca, por la inminencia de las nevazones, por la anchura dilatada de los horizontes que nunca acaban por cumplir sus promesas. Sus protagonistas son los hermanos de la tercera clase, como declara con un romanticismo feraz:
“Todos formamos una especie de frontera de la humanidad; eso que es como la costra de la tierra, la que se queda afuera, sobresalida, recibiendo en la superficie el roce de la intemperie, el hálito de los astros, mientras la bola opaca rueda y rueda para sostenerse en la noche de los abismos.”
En más de una ocasión los diálogos entre domadores de caballos alazanes, recolectores de pieles de zorros o lobos marinos, indagan en el magnetismo de la isla de Tierra del Fuego, en los cambios indelebles que ésta imprime en los hombres con el ímpetu y la desesperanza suficiente como para pasar temporadas trabajando lejos de los bares urbanos, el seno cálido de una mujer y los gritos de los niños.
Nunca es el mismo quien aquí se aventura. Ya sea el que parte a trabajar con un hombre demasiado silencioso en un recodo de la isla Navarino, como en Témpano sumergido, o a Novak, el alemán que, persuadido por la locuacidad de Popper, para comandar sus fuerzas en ese territorio sin dios ni ley, luego se volvería prófugo desengañado, en el relato homónimo al territorio que propicia experiencias límites, desafiando a los hombres a expresar sus demonios y pocas virtudes.
Están los ya clásicos como El témpano de Kanasaka, en que la mitología se encarna en un espectro yagán que vaga por los mares, vindicando a su pueblo que sufre el azote del hombre blanco —vejámenes también impuestos a los selk’nam, sobre los que Coloane también registra algunos hechos infames con su pluma reacia a apatía alguna—, y De cómo murió el chilote Otey, una elegía al coraje picaresco de un rebelde, durante la matanza en el levantamiento obrero de la Patagonia.
La comunicación con los animales se aborda en El Flamenco; y nos hace llegar un testimonio con vetas periodísticas de la industria ballenera en Balleneros de Quintay.
Las soledades que ponen en jaque al temple de los hombres, que trabajan en algún recodo de los fiordos, se nos exponen en La gallina de los huevos de luz y en El constructor del faro, uno de los pocos en que una mujer acompaña a su esposo mientras el resto de los machos la miran como otro pedazo de carne.
No pocas traiciones en altamar y asesinatos a sangre fría, pero también la hospitalidad de quienes rara vez reciben visita en alguna isla de la península antártica. Incluso se premia al lector que persevera con un relato inédito hasta ahora, Galope en la Patagonia, con el cual concluye el libro.
Pasa con Coloane que, al concluir sus relatos, uno queda con el aroma a mar en las sienes, con la pampa inoculada en cualquier paisaje, con las pulsaciones acompasadas al destino de sus personajes.
Si bien, a veces sus fraseos pueden parecer largos para lectores acostumbrados al fraseo punzante de la narrativa contemporánea, es difícil que cualquier relato de los últimos veinte años de narrativa chilena genere tanta empatía, remueva tanta escarcha bajo los pechos, como algunas de sus obras más intensas.
Otro motivo para celebrar esta edición, entre tanto revisionismo y enfoque territorial, refiere a su capacidad de poblar con ficciones un territorio que, hasta su aparición, era más bien potestad de testimonios de exploradores y antropólogos como Gusinde.
Estando la narrativa chilena del siglo pasado tan anclada al centralismo santiaguino, a señoritos más acostumbrados a limarse las uñas que a dormir a la intemperie (y empaparse en términos nada metafóricos), con algunas excepciones por supuesto, la prosa de Coloane sitúa a la región austral, sus aldeas, caletas, bosques y fiordos, refrescando el exiguo panorama literario local.
En un par de párrafos nos saca de la urbe para clavarnos en el promontorio más lejano, en el paisaje menos complaciente y más asombroso.
La invitación es a sumergirse con renovado vigor en su literatura, a olvidarnos del confinamiento cabalgando la estepa fueguina, a dilatar el horizonte imaginario con estas aventuras en las que el hombre es desintegrado por la naturaleza; algunas veces hasta volver al polvo, otras para redimirse y reconocerse en su debida proporción.
Cualquiera reconocerá el legado de London, Conrad y Hemingway incrustado en la prosodia, pero lo cierto es que el fondo de los relatos nace desde una experiencia profunda y compasiva; un oleaje que arribará oído adentro, como el rumor del mar en una tarde que vuelve a preñar la atmósfera con el riesgo de las interrogantes fundamentales, de las historias antiguas y salobres que calan los huesos.
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Alfonso Matus Santa Cruz (1995) es un poeta y escritor autodidacta, que después de egresar de la Scuola Italiana Vittorio Montiglio de Santiago incursionó en las carreras de sociología y de filosofía en la Universidad de Chile, para luego viajar por el cono sur desempeñando diversos oficios, entre los cuales destacan el de garzón, barista y brigadista forestal.
Actualmente reside en Punta Arenas, cuenta con un poemario inédito y participa en los talleres y recitales literarios de la ciudad. Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Francisco Coloane (1910 – 2002).