Tanto el mítico cineasta japonés como el famoso explorador y escritor ruso concibieron un filme y un libro de viajes, respectivamente —el primero inspirado en el segundo, eso sí— que retrata a un personaje entrañable del extremo oriental de Asia, cuya esencia se encuentra tañida por un profundo mensaje existencialista.
Por Horacio Ramírez
Publicado el 4.10.2021
«Mantén tu amor hacia la naturaleza, porque es la verdadera forma de entender el arte más y más».
Vincent Van Gogh
Mi papá me llevó tres veces a verla cuando yo tenía 17 años. La llevó a mi mamá a verla una vez más y, finalmente, fue él sólo… descuento que esa quinta oportunidad fue para poder llorar sin sentir vergüenza.
Siempre que puedo ver Dersú Uzalá (Akira Kurosawa de 1975) se despiertan en mi aquellos ahora viejos sentimientos de la adolescencia y primera juventud, con padres que envejecían mientras uno crecía y se elevaba hacia las fortalezas de la vida.
El tiempo es maestro de maestros y va poniendo todo en su lugar, en su valor y en su precio… y así, con el libro de Vladimir Arseniev sobre el escritorio y habiendo visto la película de madrugada y solo, pude llorar como imagino habrá llorado mi padre: sin sentir vergüenza por ser vulnerable.
Quizás sea que vi, con el paso de los años, historias parecidas en su esencia a las que viera y viviera mi padre y por eso terminamos conmovidos a edades parecidas y de modos también parecidos.
La pregunta es: ¿qué valores se pulsan como tensas cuerdas de la memoria —que no otra cosa es la vida que recordar— en esta historia de un cazador de la etnia hezhen de los goldos? Sin dudas, son las mismas cuerdas las pulsadas, pero las melodías se vuelven otras. Aunque, como se sabe, las manzanas nunca caen muy lejos del tronco.
Con el libro Dersú Uzalá de Arseniev (1921), sin embargo, podemos desligarnos un poco de las emociones que despierta el filme de Kurosawa, porque, si bien fue un gran escritor, también tuvo la rigidez marcial de la observación rigurosa.
Arseniev fue un militar de carrera y un intelectual geógrafo, topógrafo y etnógrafo y en los registros de sus diarios de campaña siempre cuenta lo que ve y prácticamente no se incluye a él mismo en los relatos.
Fue para la Rusia zarista en la que trabajó, un verdadero héroe y patriota: realizó importantes aportes geográficos y grandes descubrimientos y ayudó a las autoridades rusas a definir los límites con China en zonas antes desconocidas por todo el mundo, excepto por delincuentes prófugos, contrabandistas y cazadores que aprovechaban para ocultarse y vivir en la espesura de la taiga.
La misión de Arseniev fue muy similar a la que muchos audaces expedicionarios realizaban en la época como se recuerda, en el ámbito local, la expedición del perito argentino Benito Pascasio Moreno, bajo la mediación británica —representada la Corona por Sir Thomas Holdich— y quien pudo acabar con la disputa fronteriza entre la Argentina y Chile, realizando, paralelamente, grandes descubrimientos.
No obstante el reconocimiento histórico que tuviera aún en vida de Arseniev, éste nunca quiso que ninguno de los hitos por él descubiertos llevara su nombre. Pero como su fama trascendió los límites políticos, existen hoy calles Arseniev, un Museo Arseniev en Vladivostok y hasta una pequeña y pintoresca ciudad Arseniev en el extremo oriental ruso, en territorio Primorye.
También se levantó un gran monumento en su memoria cerca de esta ciudad, sobre el monte Uvalnaya, en el que se erige la figura del que llegara a ser Teniente Coronel junto a un enorme bloque de roca desde donde parece emerger un rostro mongol, como estilización simbólica del personaje de Dersú Uzalá a quien Arseniev le dedicara uno de sus tres principales libros.
El regreso de Kurosawa
Yuri Solomin (V. Arseniev) y el ruso tuvano Maksim Monguzhukovich Munzuk (como Dersú), protagonizaron el reencuentro de Kurosawa con el cine tras una situación personal muy trágica a comienzos de los años 70.
En 1970, Kurosawa filma su primer filme en color: Dodesukaden. La película tuvo una tibia acogida en Japón —a pesar de los premios internacionales obtenidos— a lo que se le sumó la cancelación de todos los proyectos por parte de la productora Yonki No Kai por las deudas acumuladas.
Kurosawa cae en un estado depresivo que lo llevó a un intento de suicido y, una vez recuperado, se dedicó a la vida familiar evaluando las posibilidades de retomar su actividad en el cine. Hasta que en 1973 le llegó una oferta de Mosfilm para encarar el proyecto de la que sería su primera y única película rodada fuera del Japón, en tamaño “Scope”, cuya apertura le permitía encarar hasta tres escenas al mismo tiempo.
En cuanto a su actuación, Solomin reconoció que articuló su óptica desde las formas que el personaje del militar tenía en su propio texto. Este perspectiva consistía en mantenerse siempre en un segundo plano para que tanto sus compañeros de expedición por momentos, como la figura de Dersú, siempre, fueran los verdaderos protagonistas.
De esta manera, aunque el personaje de Arseniev está siempre presente, la acción se vuelca tanto para los soldados como para los espectadores, hacia cada gesto de Dersú.
En efecto: ante cada problema, percance o incógnita que surgiera en lo profundo del bosque, todos ponemos los ojos sobre la mirada y atención de Dersú: él lo sabrá; él resolverá el misterio: Dersú conoce cada indicio, el significado de cada huella, el destino de cada señal y desencadena, por un detalle insignificante, toda una serie de deducciones certeras que ya quisieran para sí Holmes, Poirot o Dupin.
¿Quén es Dersú?
Tanto en el libro como en el filme, el relato prácticamente se inicia con la oscuridad nocturna del bosque: primero es un sonido en la tiniebla. ¿Un oso? Luego es una voz invisible que grita: “¡No tire! ¡Es un hombre!”. Finalmente, a la luz de la fogata, aparece la figura humana. Su materialización, que permite la intuición de un alto contenido simbólico, no tiene ninguna ostentación.
Es Dersú: un goldo bajo, de cuerpo rechoncho y pómulos salientes que avanza decidido, se sienta junto al fuego y enciende su pipa. Las miradas se posan sobre el hombrecito decidido y confiado, su mochila y carabina de cazador descansan a un lado. Arseniev —a la sazón, capitán— le ofrece comida y el goldo contesta afirmativamente: “Gracias, capitán: tengo hambre porque no he comido en todo el día…”.
Estaba calzado con sus “untes” (sandalias siberianas de piel de alce); una abultada mochila, una vincha, su carabina y una estaca con una horqueta que usaba para apoyar el arma y tomar puntería. Nada más que eso era Dersú. Sin casa, vivía solo en el bosque.
Dersú es poca cosa en sí mismo y ya hasta es lícito preguntarse acerca de la necesidad de volver sobre este filme de más de treinta años, seguramente ya visto por cualquier cinéfilo medianamente preparado y tras una primera versión dirigida por Agasi Babayan, quince temporadas antes.
Sin embargo, consideramos que lo que sí es lícito, es volver para refrescar el modo en que Kurosawa encara la médula moral del Hombre universal… y esto porque siempre —todos los días— debemos volver sobre nuestros pasos morales y evaluar nuestras acciones, tal como Dersú examina los indicios que hombres y animales van dejando en el bosque siberiano.
Arseniev y sus soldados son hombres más occidentales, más “normales”, de familias que los esperan y que se están ganando el pan tras un mandato del gobierno zarista. Dersú, es también un ser pequeñito y gris. Nada sobresale en ellos.
Pero Dersú no sólo sabe ver, además entiende lo que ve más allá de los límites del hombre occidental: “¡Ustedes mirar y no ver!” refunfuña. Y ahí, allende los límites del Hombre domesticado, y que algunos llaman civilizados, surge la necesidad de Kurosawa.
Para Solomin, trabajar con el director japonés significó enfrentar “a una universidad de cine en sí mismo y a alguien muy humano… alguien que era más humano que director de cine”. Y es de notar que ni Kurosawa ni Dersú ignoraban el peligro de la existencia, pero que sí se apartaban del mal, del egoísmo, del desamor.
La amistad entre Solomin y Kurosawa, por ejemplo, tras los largos meses de filmación bajo las más ingratas condiciones climáticas —la mayor parte se filmó en la misma taiga— terminó siendo muy parecida a la que supieron construir los personajes del libro de Arseniev donde se predicen los valores más elevados de lealtad, desinterés y afecto que el director nipón supo extraer y presentar en la cinta.
El dolor golpea a las puertas del amor
Como el flâneur de Baudelaire, un experto en moverse entre los rincones y vastedades misteriosas de las calles de París, Dersú está plenamente integrado, consustanciado con su ambiente y parece desprenderse y al mismo tiempo integrarse a cada paso que da en el misterio del bosque.
Su bonhomía lo lleva a no poder distinguir lo natural de lo humano. Arseniev, en su texto, observa con sumo interés las explicaciones que Dersú le brinda acerca de cómo está organizado el mundo. Mientras todos se sonríen de su ingenuidad, cuando afirma que el agua, el viento o el fuego se vuelven peligrosos si tienen “hambre”, una inusitada ventisca termina dándole una misteriosa razón.
Arseniev repara entonces en lo que él califica como animismo, atendiendo a sus referencias al sol y a la luna como “hombres buenos”… y en especial su respeto a los “amba”, los tigres. Kanga —una suerte de espíritu superior del bosque— es quien juzga, a modo de un administrador de karma, la relación entre las acciones de los seres humanos y el mundo que nos rodea.
Pero este respeto por lo natural no lo separa del Hombre mismo: Dersú despliega ante los soldados, la compasión con aquellos a quienes nunca verá, pidiendo sal, fósforos y arroz que protegerá de la humedad con cortezas para dejarlos en una choza abandonada en espera de quien, quizás algún día, los necesite.
La compasión desinteresada para con su propia debilidad junto a la relación respetuosa con el entorno. Y así como Baudelaire necesitaba de las calles para vivir su poesía, el cazador necesitaba de la taiga para encontrar felicidad en el vivir.
Felicidad que lo ciega ante el mal:
—¿Ganaste dinero cazando martas”, le pregunta el capitán.
—Mucho… —responde el goldo— pero éste pronto se esfumó… un hombre me convidó con mucho vodka y le dejé el dinero para que me lo cuidara. Por la mañana él y sus hombres desaparecieron. ¿Y eso por qué? No entender…
No es ingenuo. No es tonto… simplemente es bueno. Vive del lado que sabe no debe abandonar, porque su moral está llena de bondad y no de ingenuidad. Y la amistad forma parte de esa sustancia ética.
Así, su empatía con el otro es ejemplar: ante un chino anciano sentado en el umbral de una cabaña —que Dersú conocía, contando su historia—, el goldo reconoce lo que el anciano está viendo mientras mira al vacío: otro mundo puede coexistir con el que vivimos todo el día cuando el dolor golpea a las puertas del amor.
Pero está Kanga y están los tigres. Está el tiempo y la vejez que avanza. En un momento, un “amba” los persigue, entremezclando sus rayas con el follaje. Dersú lo detecta y lo vigila, carabina en mano. Le habla, lo quiere convencer, pero el tigre no ceja y finalmente Dersú dispara. No sabemos si le acierta o no, pero el tigre se va.
—Lo maté —certifica Dersú.
—Pero está ileso… —comenta a modo de consuelo Arseniev.
Dersú lo niega:
—Siempre corre antes de morir.
A partir de allí comienza la declinación de Dersú. Se vuelve huraño y triste: el espíritu de Kanga lo castigará por haber, supuestamente, matado al “amba” y no lo quiere más en el bosque. Su anclaje moral, sin embargo, seguirá intacto del lado correcto: un soldado tira un trozo de carne y Dersú, furioso, mete la mano en el fuego y salva el pedazo, arrojándolo entre los pastos:
—¿Porqué tiras la carne?… Nosotros nos vamos mañana, pero otros hombres vendrán y querrán comer. La carne tirada al fuego se pierde.
—¿Y quién va a venir por aquí? —preguntó Arseniev.
A lo que el goldo le responde, enojado:
—¡Pero, caramba!… vendrá una rata, un tejón o una corneja; si no hay cornejas, un ratoncito ¡hasta una hormiga! ¡La taiga está llena de hombres!
Arseniev reconoce que, además de animismo, había en él una dulzura de espíritu que enseñó (y nos enseñó a todos) el respeto por la vida.
Finalmente, a su declinación espiritual se le suma la física: tras ver —en una larga y dramática escena— que había perdido su agudeza visual, se desataba lo que era en su vida toda una catástrofe: ya no podría cazar.
Aunque es amparado por Arseniev en su propia casa en la ciudad, con el tiempo la situación se le fue volviendo insoportable: No podía limpiar su carabina con disparos al aire o se enojaba con el aguatero que cobraba por algo que corría libremente en el río…
—Aquí no puedo respirar… —terminó confesando.
Esperanzas, frustraciones y anhelos
Finalmente, Dersú se va de la casa. Arseniev le había regalado un arma nueva para que pudiera cazar aun viendo poco… pero no sabía que con esa arma también le estaba entregando su muerte.
A los pocos meses, por una tarjeta que guardaba entre sus pertenencias, contacta la policía con Arseniev: lo habían matado en la taiga para robarle el fusil.
Kurosawa no lo muestra: sólo presenta su cuerpo cubierto por una manta ante la indiferencia de los sepultureros y el policía a cargo. En el relato escrito, en cambio, Arseniev relata que pudo ver su cara, y que por un momento el sol da sobre ella y lo ve con los ojos abiertos como “si hubiera olvidado algo de lo que quería acordarse…”.
El militar lo despide:
—Adiós Dersú —dije dulcemente— Nacido en el bosque, es en el bosque donde has arreglado tus cuentas con la vida.
Y así fue que volvimos por unos momentos sobre una película ya legendaria y que los años no lograron desvanecer en sus méritos artísticos, siendo, además, fácil de rescatar en Internet.
No sé al lector, pero a mí me sirvió recordarla porque volvieron las luminosas sombras de aquellos amores que se buscan a los 17 años, dentro y fuera de los cines. Amores, esperanzas, frustraciones y anhelos. El Bien. El Mal…
Me sirvió para recordar mis andanzas de largas tardes vagando como otro flâneur solitario y extraviado por entre las librerías de Buenos Aires, o con mi papá, viendo tres veces este raro milagro de Kurosawa o aquella fantástica Flauta mágica de Bergman… y tantas otras… y de más esté, quizás, el señalar que los párrafos citados en este texto son los que mi padre marcara en las páginas del libro con su lapicera azul hace tantos años ya, y que ahora tengo sobre el escritorio…
Es el tiempo que lo acomoda todo y que le da su justo valor y precio en la vida, a todas las cosas.
***
Tráiler:
Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:
“Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban”.
“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.
“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.
Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.
*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Dersu Uzala (1975).