La conciencia sobre la imposibilidad del lenguaje ante la eternidad y la visión de toda la inmensidad en un solo punto pequeño son los conceptos que simbolizan las claves estéticas y artísticas del cuento escrito y publicado por el autor argentino Jorge Luis Borges en 1949, y al cual el narrador reeditó en 1974.
Por Juan Pablo Espinosa Arce
Publicado el 4.3.2022
El texto y sus diversas puertas
La escritura de Borges es en sí misma un laberinto. Tiene recovecos, subidas, descensos, intersticios. De alguna manera son estos vaivenes de la escritura lo que hace de ella una experiencia mágica, mística y profunda. Al texto se entra por diversas puertas y el texto mismo posee diversidad de interpretaciones.
En sus conocidas Siete noches, Borges dice a propósito de la cábala hebrea: «la idea de un texto capaz de múltiples lecturas es características de la Edad Media (…) los cabalistas hebreos sostuvieron que la Escritura ha sido escrita para cada uno de los fieles».
Y, en otro momento, Borges dice que es necesario acercarse a un texto con lo que él llama «fe de niño»: «abandonarnos a él (al libro); después nos acompañará hasta el fin». Esta fe infantil, abierta a la sorpresa y a la imaginación, son elementos que son fundamentales al momento de profundizar en las diversas puertas del texto.
Este sentido cabalístico, judío, bíblico, teo-poético de Borges es algo ampliamente conocido. Borges llama al idioma hebreo como «la lengua sagrada», y es sagrado en cuanto las letras hebras poseen un poder creador propio. Los cabalistas indican que desde antes de la creación del mundo ya existían junto a Dios las veintidós letras del alfabeto hebreo y que, con la suma de ellas y entre ellas Dios creó el mundo. El mundo, por tanto, es lingüístico.
Así lo dice Borges: «en un libro sagrado (el texto bíblico) son sagradas no sólo sus palabras sino las letras con que fueron escritas. Ese concepto lo aplicaron los cabalistas al estudio de la Escritura». Esto aparece también en la poesía borgiana.
En El Golem, por ejemplo, se lee: «Si (como el griego afirma en el Cratilo)/ el nombre es arquetipo de la cosa/, en las letras de rosa está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo./ Y, hecho de consonantes y vocales, / habrá un terrible Nombre, que la esencia/ cifre de Dios y que la Omnipotencia/ guarde en letras y sílabas cabales».
La letra como el principio
Dentro de estas letras y sílabas cabales, el judaísmo reconoce el Aleph como la primera de las veintidós letras de su alfabeto. Esta letra tiene el valor numérico de 1, y por tanto está vinculada con el origen de la creación. En el libro del Zohar, texto fundamental de la Cábala, se lee la presentación de cada letra ante el Dios creador. Al llegar el turno de la Aleph, el Zohar indica:
«El Santo, bendito sea, le dijo: Alef, Alef, ¿por qué no te has presentado ante mí como las demás letras? Respondió: Maestro del Universo al ver que todas las letras se presentaban ante Ti inútilmente, ¿por qué tendría que presentarme? (…) El Santo, bendito sea, le respondió: Oh Alef, Alef, (…) tú serás la primera de todas las letras y en ti tendré Yo unidad. Serás la base de todos los cálculos y de todos los actos producidos en el mundo, y nadie podrá encontrar la unidad de nada sino no es en la letra Alef».
Por su parte, en el Séfer ha-temuná o «Libro de la figura», libro cabalístico que trata de cada una de las letras del alfabeto hebreo, se dan características fundamentales de la primera letra: es el símbolo de la suprema Corona (parte más alta del árbol sefirótico de la Cábala); revela la Sabiduría, el Entendimiento y la Belleza; la letra además está contenida en el nombre Sagrado de Dios (Ex 3,14).
Un mundo en el sótano
Borges conocía estos elementos místicos y cabalísticos del idioma hebreo y los fue utilizando en su escritura. Quizás el texto más explícito es el libro de cuentos El Aleph, libro que pertenece al género fantástico y que contiene un cuento en particular llamado de tal modo.
Un elemento que quisiera relevar es el lugar en donde Borges encontró al Aleph. El cómo del descenso al sótano de la casa de Beatriz Viterbo, el mismo descenso y la oscuridad que le permite a Borges ver el Infinito, son elementos que están fecundados de metáforas, símbolos y espacios de pensamiento.
El Aleph de Borges está marcado por los cambios que va experimentando el protagonista, que al comienzo está indicado por los cambios en las carteleras de los cigarros rubios de la Plaza Constitución, luego por la posible venta de la casa de Carlos Argentino y hacia el final el temor que el protagonista tiene de que ya nada le llame la atención.
El trayecto para encontrar el Aleph se va surcando con estas claves espirituales y humanas. Pienso que la mística, en razón del carácter cabalístico de la escritura de Borges, se va desenvolviendo en cuanto experiencia de movimiento. No hay mística sin cambio y el cambio es parte integrante de la mística.
Por este camino de cambios, Borges va entrando en la dinámica del Aleph. Carlos Argentino es quien le ayuda a entrar en ese punto, el Aleph, que contiene todos los puntos del espacio. Por ello Borges escribe que: «había un mundo en el sótano».
El sótano, ese espacio oscuro, medio inmóvil, con roedores e insectos es el lugar en donde Borges dice que se puede tener una experiencia de lo Infinito. El microcosmos en el cosmos, el espacio en el espacio, el mundo en el mundo.
Desde estas perspectivas el trabajo escritural y cabalístico en la comprensión del Aleph y de la fuerza que en él se contiene se va desplegando en las perspectivas de comprensión de las cosas.
Ese alfabeto de símbolos
Pero es justamente en esa visión del Aleph es en donde Borges entiende que es imposible explicarlo a través del lenguaje y por esa razón Borges reconoce que comienza a entrar en la «desesperación de escritor». Por ello el único medio del cual dispone para entrar en la comprensión y comunicación del Aleph es a través de los símbolos.
Los colores, los sonidos, las formas, los movimientos son ese alfabeto de símbolos en el cual Borges busca herramientas para comprender lo asombroso. Desde ello se puede entender el verso de Borges en su poema Laberinto: «no habrá nunca una puerta. Estás adentro/ y el alcázar abarca el universo y no tiene ni anverso ni reverso/ ni extremo mundo ni secreto centro».
El misterio envuelve al Aleph: el sótano oscuro pero hospitalario, como lo destaca el mismo Borges («agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano»), la conciencia de la imposibilidad del lenguaje ante el Infinito, la visión de todo en un solo pequeño punto.
El Borges que encontró el Aleph en el sótano es consciente de ello y de su consecuente desesperación. Por ello hacia el final del cuento Borges se pregunta: «¿existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra?, ¿lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado?».
Las preguntas del que entra en el sótano son elementos que acompañan tanto su descenso como su ascenso, elementos que son marcadamente místicos y cabalísticos (el ascenso a los palacios celestiales de Dios, por ejemplo). Una mística sin preguntas, sin sótano, sin la oscuridad y la desesperación, sin un lenguaje simbólico no es mística y tampoco es escritura.
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Juan Pablo Espinosa Arce es licenciado en educación y profesor de religión y filosofía titulado en la Universidad Católica del Maule, magíster en teología fundamental de la Pontificia Universidad Católica de Chile y candidato a doctor en teología por esta última Casa de Estudios.
Es académico instructor adjunto de la Facultad de Teología de la PUC de Santiago y académico de la Universidad Alberto Hurtado.
También es autor del libro Pequeña teología de la incertidumbre (2021) y de los poemarios Miradas desde la ventana (2021) y Cantos de la fuente nororiente (2022).
Imagen destacada: Jorge Luis Borges (1899 – 1986).