La filmografía del realizador vasco constituye una experiencia audiovisual e histórica que se caracteriza por la acumulación de preguntas en vez de respuestas, y la cual se resiste a la explicación de sus obras, en una actitud artística que se repite en sus propios personajes —construidos por una estética de lo no-dicho—, y con roles que privilegian las miradas y el silencio, en superposición a la gratuidad de las palabras, como medio esencial de una expresión vital.
Por Matilde Larraín
Publicado el 25.8.2022
«El problema no consiste en conseguir que la gente se exprese, sino en poner a su disposición vacuolas de soledad y de silencio a partir de las cuales podrían llegar a tener algo que decir».
Gilles Deleuze
Ponerse a escribir de la autoría de un obra cinematográfica como la que representa Víctor Erice (Vizcaya, 1940) se siente como caminar a pies descalzos sobre un entramado de experiencias compartidas.
Lo interesante es que podría decirse que no es un tipo de universalidad mercantilizable por la industria cinematográfica, sino más bien por el contrario, una experiencia existencial que navega contra hegemónicamente respecto a lo que demanda esa industria autoral y la distribución audiovisual contemporánea, teniendo que situarse en las periferias, desde un cine que lucha contra la complicidad de las modas, que resiste como forma de expresión artística, y por tanto que se lamenta por una disposición material financiera insuficiente para llevar a cabo una mayor cantidad de obras.
En una vereda paralela respecto a la radiografía que realiza Adrián Martin (2008) de la era del autor a modo de mercancía, nos encontramos con un director de intenciones autorales en las que se respira una sinceridad y una genuinidad valiosa para nuestra era contemporánea.
Con una visión más apegada a las artes cinematográficas, el director ha dado pocas y contadas entrevistas al público, desde ese desinterés por la «propaganda autoral» del cual se desenmarca:
«Yo pertenezco a una generación para la que el cine fue sobre todo el testimonio de la vida y también un elemento de resistencia. Esa ha sido mi cultura, y sigo en ella. Hoy día quizás sea minoritaria, pero minoritaria no por la voluntad de los autores sino por cómo está organizado todo el negocio del cinematógrafo» (Hernández, 2012).
Víctor Erice es de los cineastas vascos más reconocidos por los críticos y cinéfilos, a pesar de su breve producción de obras. Nacido en el valle de Carranza en 1940, migra a Madrid a realizar sus estudios iniciales en ciencias políticas y derecho, pero termina en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, donde en 1963 se titula en dirección con un cortometraje llamado Los días perdidos.
Ya titulado participó de un largometraje colectivo llamado Los desafíos (1969), pero fue ya en 1973, previo a la caída franquista, cuando estrena su primera opera prima, de las películas más reconocidas y valoradas del cine español: El espíritu de la colmena.
En 1983 se estrena El sur, un largometraje basado en la novela homónima de su pareja escritora Adelaida García Morales. Por problemas de financiamiento y rodaje tuvo que ser interrumpida, exhibiendo una encrucijada en cuanto a su verdadero final.
Luego, en 1992 estrena El sol del membrillo, considerada por algunos criticos como un documental, a pesar de las palabras de Erice respecto a esto: «yo debo decir que no distingo muy bien entre ficción y documental, esa es una división convencional, yo creo que la ficción es la mirada» (Miyaoka, 2000).
En esta película, que muestra sus inicios más experimentales en el cine, se rodó sin guion, y se acompañó al artista Antonio López en su trabajo de pintar un membrillero. Este fue su último largometraje realizado, en el que nos devela, en una de sus entrevistas, esa incansable búsqueda por concebir y tener un motivo profundo para el oficio cinematográfico.
Este largometraje no fue una simple contemplación del trabajo de Antonio López, sino que surge a partir de una conversación con el artista y la revelación de un sueño repetitivo respecto a un árbol membrillero por parte de Antonio.
Erice toma la pregunta para descubrir el significado posible de ese sueño: «Yo recordé el sueño, y sentí que ahí había un misterio, un secreto, hice la película para descubrir el sentido, el significado posible de ese sueño. El cine es un medio de conocimiento, lo que descubrí es que el árbol membrillero es el árbol de su infancia» (Marías, 2014).
Habitar la extrañeza
Si pudiera depurar indicios de un sello estético poético sería justamente esa conexión vivencial sensible con sus inquietudes más genuinas de la vida, lo que lo hacen un director muy particular y único. El tópico de la infancia como tema céntrico, con un centro torcido, difuso, se torna crucial en sus principales largometrajes.
Ya con uno de sus últimos mediometrajes, La morte rouge/Soliloquio (2006), esta temática de la infancia se cierra orbicularmente en relación a su opera prima. Con la voz en off de Victor Erice, el monólogo da sospechas de su primera experiencia con el cine cuando apenas era un niño de cinco años, en medio de los oscuros días posteriores a la Guerra Civil Española en las tierras de San Sebastián.
The Scarlet Claw (1944), de Roy William Neil lo llevan probablemente a sus primeras reminiscencias fantasmales con la experiencia de la ficción, en esa confusión de la realidad que lo llenó de preguntas ominosas y miedos a lo desconocido.
El personaje de Ana en El espíritu de la colmena (1973) es la imagen refleja de esa primera experiencia testimonial de Erice de experimentar el cine sin límites respecto a las posibilidades de lo real y de lo ficticio, generando desde ese momento una relación inevitable con el cine como refugio. Una posibilidad de entrar en un mundo visceral de un potencial infinito imaginativo, desde lo que él llama en este mediometraje, un país llamado cine:
«No viene en los mapas, es un país que me fue permitido pertenecer a él y visitar desde el primer momento. No tuve que pasar grandes aduanas, hacer declaraciones de intenciones, nadie me pidió el pasaporte para entrar en ese país del cine. Vivía en un país, España, después de la post guerra con fronteras cerradas, falta de libertad, de miedo en la calle, un país con miedo de una guerra civil. Es lo que hoy me permite encontrar en los cineastas japoneses y encontrar una lengua en común a pesar de ser muy distintos. Una ventana abierta al mundo» ( Marías, 2014).
Esa ventana abierta se facilita por el común denominador de haber explorado la infancia, una vivencia fenomenológica inmemorial que compartimos transversalmente. Su dimensión política radica en la reivindicación de la niñez como personajes de los cuales los adultos debemos observar con detención y aprender de la sensibilidad de ellos.
Una transición a la pérdida de ese mundo psicótico de las fantasías, que representan los personajes principalmente de Estrella e Isabel. El cómo habitan la extrañeza, desde cuerpos desviados que se movilizan en búsqueda de respuesta a sus fantasías.
Estas escenas generalmente son acompañada de planos secuencia, un recurso cinematográfico para demostrar la movilidad de los niños como sujetos que interrogan el mundo adulto, tal como lo vemos con otros directores similares que posiblemente influenciaron y fueron influenciados por Víctor Erice, tales como François Truffaut, Abbas Kiarostami, Robert Bresson, Roberto Rossellini, Yasujirō Ozu, Andrey Tarkovsky, entre otros.
Las ruinas del presente
Como dijo Bazin (1990): las grandes películas surgen de la intersección fortuita del talento y del movimiento histórico. El compromiso político de la obra de Erice está estrechamente ligado a los acontecimientos históricos de España y el País Vasco, desde una sutileza narrativa situada en el subtexto, que acompaña la cotidianidad de los personajes inmersa en un carácter de austeridad visual.
El mutismo de Ana luego de vivenciar el suicidio de ese desconocido en la casa abandonada se presenta metafóricamente como un vacío representacional, y las dificultades de simbolización en relación a las experiencias traumáticas de lo que fue el genocidio franquista y la Guerra Civil Española vivida en su infancia.
En las ruinas del presente, Erice utiliza el silencio como protección frente al terror, tanto en los personajes adultos como en los niños, situados en una geografía rural con espacios desérticos que calan el vacío de esas pérdidas. La muerte se abre psíquicamente a lo innombrable del duelo. Lo fantasmal se repite a lo largo de toda su obra como una representación de los significantes colectivos de la memoria histórica.
Vidrios partidos (2012), vuelve a esta temática fantasmal, con una película colaborativa, en la que el director habla, en su parte realizada, de la memoria de los obreros de una fábrica portuguesa, acompañado de relatos ensangrentados por los cambios en la industria textil, la explotación de este rubro en países asiáticos, y la dilución de este trabajo dentro de Europa.
Con el recurso del plano fijo, en los relatos entremezclado por un barrido fotográfico, el montaje le da movimiento a la evocación vivencial de quienes cuentan su testimonio a partir de una única fotografía que se encuentra colgada en el centro del cuadro.
El barrido de aquella fotografía de inicios del siglo XX, que se le hace a los rostros inexistente, algunos decaídos, otros alborozados, abren un puente entre el testimonio presente y el pasado fantasmagórico que vuelve, dotando de un sentido oblicuo la experiencia de quienes prestan su voz para documentar lo sucedido.
Lo mismo sucede con el cortometraje de Alumbramiento (2002), La morte rouge (2006), El espíritu de la colmena (1973) y El sur (1983) en el cual la desaparición, la memoria y la fantasmagoría se vuelven reiterativas, con una carga histórica más bien húmeda.
El cine de Erice, por tanto, se percibe como un cine cercano a las relevaciones de lo humano, a las interrogantes alejadas de respuestas simplistas, a los misterios irresueltos que se presentan desde una poética contemplativa, con contraluces recurrentes y escenas acompañadas de ventanas iluminadas.
Este juego de puesta en escena nos permite, a partir de sus contrastes lumínicos, develar la particularidad de personajes pensantes, madres abatidas ante el conflicto, padres ausentes flotando en una oscuridad interior.
Una narrativa argumental del silencio
Sus reconocidos planos generales nos permiten sumergirnos como espectadores a la vivencia de sus películas, partícipes de esa búsqueda. Ana e Isabel corriendo ladera abajo hacia la casa abandonada, el hermoso patio membrillero de Antonio López junto a su atril, Estrella deambulando por aquella ciudad nocturna del norte de España en búsqueda de su padre, son todas escenas sencillas con predominancia de planos generales.
Estos planos nos permiten a partir de lo estático, percibir el remezón de la acción misma, con gestos cotidianos, que se apoyan de un plano característico de los cineastas orientales, con referencias directas a Kenji Mizoguchi o Yasujirō Ozu, relatado en una de sus entrevistas.
Desde este plano las elipsis temporales se evidencian como un viaje real entre el otoño y la primavera, por parte de quienes visionamos el membrillero, o de quienes acompañamos a Estrella en aquella casa rural llamada La Gaviota.
Una intromisión estética visual muy íntima a lo desconocido, desde una contemplación que no se fija en el paisaje, sino más bien en personajes que guardan un universo de incertezas, y que son acompañados por una geografía fuera de campo, predominantemente rural, que acompaña la catálisis laberíntica de una sed de conocimiento.
Los personajes caracterizados por esa introversión son un espejo de la personalidad de Erice. Tal como en la Morte Rouge (2006) en la cual se muestra un juego con sus palabras y el reflejo de la luz en el mar, sus decisiones cinematográficas y su ritmo de detención característico en sus películas nos permiten revelar su propio mundo e interrogantes a través del cine como una imagen reflejada del autor.
Con acumulación de preguntas más que respuestas, Erice se resiste a la explicación de sus películas, de forma que esta misma actitud fulgura en sus propios personajes construidos por una narrativa argumental de lo no-dicho, con actores que privilegian la miradas y el silencio superpuestos a la palabra:
«Por mi carácter yo no hablaría nunca de mis películas. Lo que sucede es que nos obligan a hablar de las películas. Engendramos una cierta retórica de la repetición. ¿Cómo se puede explicar en el supuesto de que haya hecho un poema lo que es? La flor debe conservar su aroma, si pierde su aroma la flor ya no es la flor. Creo que hay una pulsión muchas veces a las obras donde se cultiva un arte taxidermista» (María, 2014).
Su victoria por sobre la industria en este último tiempo se ha manifestado desde una ruptura con la aduana cinematográfica de las distribuidoras y sus producciones en masa, a partir de un vuelco hacia una intimidad con el espacio museográfico del videoarte, que si bien igualmente se encuentra en parte institucionalizado, tiene menos barreras y permite llegar al público a partir de una interacción con la obra de forma diferente.
Desde Correspondencias (2005- 2007) con Abbas Kiarostami hasta unos de sus últimos trabajos, Piedra y cielo (2019) en el que presenta una videoinstalación de la escultura de Jorge Oteiza, comenzamos a entrever una nueva exploración cinematográfica, un nuevo caminar que le permite al director habitar otras fronteras de la imagen movimiento.
Si bien los últimos años ha seguido esta veta video artística, su vuelco no ha sido definitivo, las recientes noticias nos han informado que Víctor Erice luego de tres décadas, y a sus 82 años, volverá a las grandes pantallas con su nuevo largometraje, Cerrar los ojos que se estrenará es próximo 2023, junto a las productoras Pecado Films, Támdem Films, y la coproducción de Canal Sur.
Bibliografía:
—Bazin, A. (1990) Que es el cine. Hugh Gray. 2 vols. Berkeley: Universidad de California.
—Deleuze, G. (2006) (2006), Conversaciones, trad. J. L. Pardo, Valencia: Pre-Textos.
—Hernández, I. (2012) Entrevista a Victor Erice. «El capitalismo actual tiene una voluntad depredadora como no ha existido antes».
—Marías, M. (2014) Conversación con Víctor Erice | Locarno Film Festival. [Video] YouTube.
—Miyaoka, H (2000) Conversaciones con Victor Erice. [Video] YouTube.
—Martin, A. (2008) Qué es el cine moderno. Colección de Cine Universal.
Filmografía:
—Erice, V (1973) El espíritu de la colmena. Largometraje.
—Erice, V (1983) El sur. Largometraje.
—Erice, V (1992) El sol del membrillo. Largometraje.
—Erice, V. (2002). Alumbramiento. En Ten minutes older: the trumpet. Cortometraje.
—Erice, V. (2005- 2007) Correspondencias (10 cartas con Abbas Kiarostami). Cortometrajes.
—Erice, V (2006) La morte rouge (Soliloquio). Mediometraje.
—Erice, V. (2012) Vidrios partidos. En casco histórico. Largometraje.
—Erice, V. (2019) Piedra y cielo. Videoinstalación Jorge Oteiza.
—William, R. (1944) The Scarlet Claw.
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Matilde Larraín (1997) es crítica de las artes, fotógrafa y poeta. Titulada en psicología comunitaria de la Pontificia Universidad Católica de Chile, actualmente estudia licenciatura en estética en la misma Casa de Estudios.
Se desempeña principalmente como mediadora artística, con investigaciones en fotografía experimental, documental, y procesos de emancipación colectiva a través de las artes y de la cultura.
Imagen destacada: El sur (1983).