En la espera de la sexta y final temporada de esta formidable serie audiovisual de ya 56 episodios, y basada en la novela homónima de la escritora canadiense Margaret Atwood, repasamos las claves estéticas y cinematográficas, de una producción simbólica de alta calidad actoral y fílmica.
Por Horacio Ramírez
Publicado el 23.1.2023
¿Qué es lo perfecto? Aquello que es inmejorable, acabado. Existe un dicho popular muy profundo al respecto: «Si algo es bueno, querer mejorarlo lo arruina». La perfección entre los seres humanos —su búsqueda, querer encontrarla o creer haberla encontrado— es invariablemente el síntoma que nace de una patología.
Y si esa perfección buscada o, peor aún, «ya encontrada», se quiere extender más allá del individuo que la enarbola como paradigma absoluto —por perfecto—, y llevarla a la familia o a la sociedad toda, la perfección se convierte en un peligro aún mayor.
Primero, porque hay que convencer al portador de la presunta perfección, que está equivocado y si tiene esa idea en un contexto de poder, la defenderá hasta el homicidio o el suicidio colectivo.
Y segundo, que bajo esta perspectiva —que hemos visto en sobradas ocasiones— la idea de perfección lograda es contraria a la vida misma… ¡que ya, de por sí, es perfecta! Pasa que en el caso humano, la perfección de la vida no es percibida cabalmente porque padecemos una patología previa que es el autoconocimiento… el yo.
El yo tiene ciertas ventajas adaptativas —eso es innegable—, pero no podemos saber —por una simple relación parte todo— si el balance final es en verdad y biológicamente, una definitiva ventaja adaptativa.
La existencia de la conciencia de sí mismo por parte del Homo sapiens ha traído al planeta que lo originó problemas inéditos, nuevos y que se autopotencian a velocidades tan altas que le impiden a la Tierra —planeta factótum de nuestra vida— tomar las riendas de su propia existencia, evolución y estabilización… pero el problema que nos atañe, aunque relacionado con lo anterior, es otro.
El hombre por esa relación que mencionamos de parte y todo, no es capaz de conocer lo total. Ignora supinamente la totalidad ya que para desarrollar la autoconciencia debió apartarse de esa totalidad: tuvo que tomar perspectiva y dejar de ser lo que es —la vida misma y el planeta mismo en su naturaleza— y pasar a ser un fenómeno que se siente —se percibe, se vive— como una parte que entiende limitadamente lo que siente que lo rodea como si su yo fuera el centro de algo.
Así, esta engañifa de la Naturaleza que es el yo trae, como dijimos, consecuencias deletéreas. Problemas en nuestro acople con el mundo. Por eso vivimos permanentes conflictos interiores, con los demás seres humanos y en conjunto, con todo lo que nos rodea, precisamente porque no nos rodea si no que, a la inversa, nosotros lo constituimos.
La verdad y su fantasmática perfección
En este berenjenal lógico, es totalmente previsible que se desarrollen sobrecrecimientos, o especies de tumores malignos en los que queden sobredimensionadas ciertas cosas… y nos referiremos puntualmente a las ideas que coagulan en ideologías.
Nada en la Naturaleza —nada: ni siquiera las ideas— permanecen iguales a sí mismas durante un solo instante. Todo muta perpetuamente, y la supuesta estabilidad del yo es nuestro primer velo de mentira a descorrer. Y cuando las ideas se subsumen en una ideología, nos enfrentamos a un segundo velo más pesado aún.
Lo que hacemos es detener el flujo de la vida que anima nuestras ideas, las cuales —congeladas en la ideología— comienzan a morir. Y mueren por la misma causa que lleva a la muerte una idea de perfección que invade una mente, sea individual o colectiva.
De esta forma, las ideologías alcanzan una perfección: son iguales a sí mismas, esto es, constituyen verdades, y las verdades son perfectas y es ahí donde comienza a desmoronarse el edificio psicológico del ser humano: sus ideas, siendo perfectas, quedan detenidas en el tiempo: han acabado su derrotero, no pueden avanzar más: han llegado a los parachoques de la estación terminal.
Ante tal situación sólo quedan dos caminos: o aceptar la verdad como una patología que no se puede deshacer o enfrentarla con el consecuente riesgo de combatir a aquel que está convencido —coderrotado— de que conoce la verdad y su fantasmática perfección.
Este es el tema central de la serie El cuento de la criada, basado en la obra homónima de Margaret Antwood (The Handmaid’s Tale) y que se ha ganado a la crítica y al público por la manera tan a la vez sutil como cruda de mostrar la opresión a las mujeres y de cómo funciona una maquinaria política y militar dedicada a contener el poder, amparándose en un sistema de gobierno teocrático y absolutista que busca controlar una situación crítica que padece el mundo.
Una omnipresencia del elemento religioso
El título puede llamar a engaño: lo que pareciera invocar un cuento infantil es una tragedia de dimensiones internacionales que, en el distópico país de Gilead, destruye diferencial y sistemáticamente la vida de los seres humanos.
Así, el origen de esta nación fue un conflicto en los Estados Unidos asociada a una plaga de infertilidad —aparentemente promovida por enfermedades de transmisión sexual— que asuela a la Humanidad. Esto es aprovechado por algunos iluminados para llevar a cabo una revolución conservadora y religiosa que convierte todas las estructuras de Estado en una teocracia fanática.
A este modelo lógico de régimen político se le aplica el modelo del Doble Vínculo que definiera Gregory Bateson. Sería algo así como el de una madre que viste y arregla a su hija pequeña para que vaya a su primer baile y le guste a los varones, mientras le está hablando pestes de los hombres.
Un mensaje y su contrario que podrían hacer crisis en la mente de la jovencita, pero que es patológicamente contenido por el reconocimiento del amor que la madre le profesa y que también la chica reconoce y valora. Si la joven llegara a reaccionar ante los mensajes opuestos, la madre esgrimiría rápidamente la tapa que hace colapsar cualquier intento de liberación: «Lo digo por tu bien, porque te amo».
En el caso que nos ocupa, cualquier intento de insubordinación de los diferentes engranajes humanos que moviliza la economía de Gilead es aplastado por una omnipresencia del elemento religioso: se habla de grandeza mientras se aplasta y esta flagrante contradicción es neutralizada por el sistema teocrático que apela a un Dios que lo justifica todo automáticamente, en especial a los dueños del poder.
Rápidamente se ven iglesias quemadas: ahora el Estado mismo, el país entero, es una vasta iglesia. Las personas se ven obligadas a saludos de corte religioso que llevan al voluntario y mutuo sometimiento, tras el cual se guarecen todo tipo de abusos y de crímenes.
El gobierno se fundamenta en un poderoso y férreo patriarcado: la manifestación e institucionalización del dominio masculino sobre la mujer y, tras ellas, sobre la sociedad en general. La mujer es utilizada y totalmente sometida a un pacto tácito entre los varones de todas las clases económicas para apropiarse del cuerpo de la mujer, desconsiderar sus pensamientos y sentimientos y por esta vía tener el control de sus hijos y de su desempeño social.
La excepcional actuación de Elisabeth Moss
De esta manera, en El cuento de la criada, y dado que la mujer es propiedad de los hombres, llegan a perder sus nombres propios, arrastrando en esta pérdida a su identidad: el personaje principal es «Defred» («Offred») o sea: «De Fred» o, lo que es lo mismo, «propiedad de Fred Waterford», un verdadero «paterfamilias», el hombre de la casa de los Waterford (personaje interpretado por Joseph Fiennes).
Defred será, entonces, el nuevo nombre de June Osborne, el personaje que interpreta Elisabeth Moss, madre de una hija que le es arrebatada y esposa de Luke Bancole (O-T Fagbenle) y que amerita un capítulo aparte en nuestro relato.
Su presencia, en lo argumental (una serie con varios escritores, encabezados por su creador Bruce Miller), es central, pero en lo estrictamente estético, es su actuación la que, prácticamente, mantiene en pie a toda la serie y le da el nivel de espíritu necesario al argumento, desde lo más íntimo hasta lo decididamente monumental que la habita como producto artístico, en las que serán sus prometidas seis temporadas (se espera la sexta y última).
El rostro de June —de la mano de los diferentes directores de los capítulos— es absolutamente maleable y pendula desde lo más encantador hasta lo decididamente terrorífico, todo sostenido anatómicamente por sus grandes ojos celestes y sus cejas, que pueden adquirir un toque diabólico apenas apelando a la llamada «mirada Kubrick» —la mirada torva, animalesca, con la cabeza ligeramente gacha, todo basado en una sonrisa— pero también, y muchas veces, su mirada celeste atemoriza con solo de frente y transmitiendo el rencor o la angustia que sólo un gran actor puede entregar en espíritu.
La morosidad de muchas escenas se mantiene en tensión sólo por Moss y su espectacular capacidad actoral, explotada al máximo en cada episodio.
Su contraparte y antagonista, será la tan bella como siniestra Serena Joy Waterford (Yvonne Strahovski), esposa de Fred y madre frustrada que utilizará a June para que le dé un hijo, cuyo padre deberá ser, por supuesto, Fred.
Como mera instancia reproductiva, June es sometida sexualmente en forma reiterada por el «comandante» Fred (uno de los patriarcas de la nueva nación Gilead) apelando a un fragmento del Antiguo Testamento: el Génesis 30:
Cuando Raquel se dio cuenta de que no podía tener hijos, se puso celosa de su hermana. Por eso le dijo a Jacob:
—Si no me das hijos, ¡me muero!
Jacob se enojó con ella, y le dijo:
—¿Acaso crees que yo soy Dios? ¡Él es quien no te deja tener hijos!
Entonces Raquel le dijo:
—Te voy a dar a mi esclava Bilhá, para que tengas hijos con ella. Así, los hijos que ella tenga serán considerados míos.
Raquel le dio a Jacob su propia esclava como esposa. Jacob se llegó a ella, y quedó embarazada y tuvo un hijo.
Esta escritura encabeza y justifica «el ritual sagrado» por el cual Serena sostiene en el lecho a June mientras Fred la viola para embarazarla. Estas violaciones, esquemáticas, periódica y psicóticamente ritualizadas, resumen el delirio al que se cae cuando se cree en haber alcanzado la perfección social de la Verdad.
El poder político se liga a esta ilusión y se potencia con el principio sexista que simplifica la realidad humana.
Escalas femeninas
La misma protagonista ya observa en el primer episodio, que el sistema creado tiene una estructura basada en la sospecha, de modo que nadie cree en el otro. Pero a eso se le suma algo aparentemente separado: el rigor visual en los uniformes de cada grupo de mujeres. La sociedad se uniformiza y June comprende la consecuencia larvada acerca de esto: «Si nos dan uniformes, ¿cómo evitar que nos hagamos soldados?».
El de las criadas es el último estrato antes de «las colonias» donde las mujeres iban a trabajos forzados hasta morir. Ellas —salvo ocasiones especiales— deben vestir igual, con el rojo en vestido y capote —como signo de fertilidad— y blanco en las cofias —como símbolo de pureza—, siguiendo una estilización de las antiguas vestimentas puritanas del siglo XVIII.
Salen a hacer las compras de dos en dos, supuestamente para protegerse y acompañarse, pero, en la realidad, es para el control lateral, la sospecha mutua y cierta calibrada y vigilada descarga psicológica. Sin embargo, la complejidad humana supera en algún punto toda forma de control (eso es algo que los técnicos sociales no pueden superar).
Así, y sin perder del todo este control, es inevitable la libertad de lo que abandona la línea de la Verdad y generan diferencias impredecibles en la conducta: lazos de confianza, solidaridad y afectos sobre los cuales el potencial del opresor empieza a escorar. Tales lazos, de la mano de la heroína June, les permite ganar poder. Esta sororidad comienza a ascender en la escala de las mujeres.
Por sobre las criadas —mujeres fértiles— se ubican las llamadas «martas». Se encargan de coordinar las tareas del hogar y controlar la vida de las criadas. Por sobre las martas y las criadas están las «tías». Ellas articulan a martas y criadas con el nivel más bajo del estrato superior y mantienen informados a los hombres del nivel superior acerca de los movimientos en su área de vigilancia.
A las tías se las conoce principalmente a través del personaje de la Tía Lydia, excelentemente interpretada por una magnífica Ann Dowd: un personaje que pendula histéricamente entre sinceras lágrimas de compasión para con las «chicas» y arrebatos de furia en los que ya es capaz de poner en acción el poder físico sobre las criadas apelando a aturdidores eléctricos que aplica con furia en los vientres de aquellas criadas díscolas o problemáticas.
Y por encima de las tías están las estériles esposas de los comandantes: los jefes máximos. Estas mujeres tienen como figura tópica a Serena. Aunque en un momento dado se escucha que, de acuerdo a estudios realizados en otros países, los responsables de la falta de embarazos parecen ser los hombres, en Gilead se estableció una verdad que será imposible de debatir: las estériles son las mujeres y ellas deben estar sometidas al varón. I
ncluso las esposas de los comandantes fundadores del régimen de Gilead quedan marginadas ante la dominancia de los varones, los cuales cuentan con un poderoso ejército —que disputa bélicamente territorios con Canadá y con los EE.UU.— y con un omnipresente ejército de Ojos: vigilantes armados hasta los dientes que pueden someter a golpes a cualquier criada que no se comporte adecuadamente en la calle, léase: que converse demasiado, se ría o cualquiera otra salida del decoro.
La monstruosidad de Gilead
En este estado de cosas, de extrema violencia y con un enclave tan fuerte en lo religioso como amparo final de lo que se considera santo, justo y verdadero, era inevitable que la verdad surgiera por sí misma, encima de lo que un grupo considere verdadero, y la verdad que surge es que todo en Gilead es monstruoso.
La fotografía lóbrega con ambientaciones entonadas en verde, silenciosas y pretensiosamente solemnes encubren el resentimiento de un esquema de odio que lo alimenta todo, pero por supuesto, siempre bajo el nombre del amor divino como forma de relación de Doble Vínculo.
El rigor cuasi militar en las actividades ritualísticas —incluyendo las enmarcadas como sagradas de violación— da una sensación general de orden que contrasta con los flashbacks de la juventud de Fred y Serena en sus épocas de militancia separatista.
Nada se dice de cómo ocurrió la fractura de los EE.UU. pero sí —especialmente en los primeros episodios— cómo June y su marido iban detectando los pequeños cambios que se dosificaban hábilmente para ir haciendo caer al grueso de la población en el engaño e ir consiguiendo —ante lo irreversible que se estaba tornando la situación— un sitio de seguridad y de supervivencia.
Todo en Gilead, si bien expresa una violencia sexual extrema, nos enseña como una sociedad va cayendo hacia las garras del monstruo fascista a medida que una idea acerca de la verdad va creciendo entre las personas y se hace carne y estilo de vida, y también se ve cómo este ideal absurdo comienza a hacer metástasis fuera de Gilead.
Las mutilaciones como adoctrinamiento se exhiben públicamente dentro de los límites del país: extirpación de uno o dos ojos según la naturaleza de la infracción y lo mismo con el ahorcamiento «en el muro»; la mutilación de partes del cuerpo (dedos, brazos o cabezas) y a las mujeres todo lo anterior más la clitoridectomía.
De este modo, el gran poder aleccionador de esta dura serie es no sólo referirse al peligro del dominio del varón y los horribles extremos a los que se puede llegar, sino también el modo en el que hacerse de una idea de verdad como absolutamente verdadera para todos, tiene que derivar por lógica en alguna forma de aberración, ya que la eliminación de la creatividad por haber alcanzado la verdad, socava la salud mental del individuo y de su sociedad.
El cuento de la criada tendrá seis temporadas y al momento de escribir esto, ya van por la quinta. Y si bien la serie termina, se espera una saga que se llamará Los testamentos. Entretenimiento y aprendizaje en una serie de alta calidad actoral y cinematográfica.
Una serie que merece ser vista por la trama en sí —con un muy buen balance entre momentos de calmas, tensiones atrapantes y explosiones de violencia— y porque claramente se identifican varios debates abiertos de nuestra sociedad real: lo sexual, la represión, el recorte de derechos civiles así como la gestación subrogada, en estos casos, por la fuerza.
Y en una época como la nuestra, de una tan exagerada paranoia contra el Islam como tácito enemigo de la democracia, Margaret Atwood nos presenta una dictadura de claras bases occidentales y ultracristianas.
Es posible que la locura ideológica nazca en Occidente aunque, como pasa en muchas naciones latinoamericanas, se busque apoyo y justificación en países terroristas o absolutistas como Irán o Rusia.
La democracia y un sentido amañado de república no asegura nada frente a un esquema mental distorsionado que, por la búsqueda de la perfecta verdad absoluta, queda atrapada en una perfecta mentira absoluta, haciendo desaparecer toda forma de verdad y llenando a la sociedad de errores, hasta llegar a la muerte misma por el poder, aniquilando la vida, que es la primera, la última y la más misteriosa perfección y verdad que encierra este mundo.
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Tráiler:
Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:
Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban.
La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…
He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética.
Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.
*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: El cuento de la criada (2017-).