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[Ensayo] «El deseo de partir»: Solo la casualidad nos habla

La obra del autor chileno Cristián Rodríguez Büchner ofrece una poesía que se vale de las ideas que usa la ironía latina, para servirse de la soledad física y espiritual anglosajona, como también del desencanto que trasuntan sus personajes, a fin de dirigir una risa burlona hacia la mentira y las apariencias propias de la sociedad contemporánea.

Por Ricardo Herrera Alarcón

Publicado el 27.10.2024

La obra de Cristián Rodríguez Büchner (1985) se muestra nítida y distinta dentro del panorama literario de la Araucanía. Sus influencias directas, al menos en poesía, no parecen ser aquellas con las cuales se caracteriza a los autores de acá.

No vemos en su obra una alusión al paisaje del sur, o un carácter identitario o de búsqueda del ser asociado al lugar geográfico. Tampoco una mirada colectiva o colectivista de grupo alguno y de las sociedades indígenas.

Las corrientes que han marcado la poesía chilena no asoman de forma explícita en su escritura y podríamos aventurar que existe un marcado nihilismo heredado quizás de la antipoesía, como también podríamos decir que ese cansancio existencial lo recoge de cierta novelística del boom más marginal, algunos autores ingleses, o de Camus y Cioran. Da casi lo mismo.

Nacido en Valdivia y radicado hace tiempo en Temuco, Cristián es autor de un libro de cuentos, Lluvia de barro (2012), y dos libros de poemas: Caligrafía del insomnio (2017) y 19 poemas (2020).

El deseo de partir fue publicado por la editorial Observatorio 19, de Temuco, en el presente año. En este se incorpora su libro anterior y se agrega una segunda parte de poemas inéditos.

Lo primero que me gustaría señalar es que los poemas del presente libro, y de sus obras anteriores, son reflexiones y no metáforas, reflexiones que parten de situaciones concretas: unas llaves, la salida del sol, el nombre de alguien, y se abren luego hacia el mundo y su esencia.

Es como si lo cotidiano y su orden lógico estuviera constantemente en tela de juicio y un sentimiento de extrañeza lo inundara todo. La queja encuentra su concreción en estos textos donde lo menos que se pretende es caer en la grandilocuencia o hacer sociología, como si el poema recuperara lo que debe ser.

Recordemos que la poesía, en Latinoamérica al menos, desde el exteriorismo y la poesía situada se abre a otras disciplinas y ciencias que son incorporadas a su quehacer y realización. Basta leer a Padilla y su Fuera del juego, o a Cisneros y el Canto ceremonial contra un oso hormiguero, para ver dos buenos ejemplos de esto que señalamos.

En Cristián, la poesía parece ser otra cosa, otra forma de reflexión que colinda con varios lenguajes, pero no se deja invadir por ellos. El poema todavía manifiesta una voluntad de ser, una especificidad, una literariedad, para usar la expresión de los formalistas rusos, que lo hace diferente. El cruce de géneros, tan de moda, no es una intención formal aquí.

Con todo, el hablante pretende la creación de un sistema moral, como todas las poéticas importantes lo hacen. El sistema moral que se desprende de El deseo de partir está cercano a un aparente conservadurismo, pero en realidad está más cerca de un anarquismo que se cansó de las fisuras del desencanto.

Quien habla no quiere alzar la voz porque no existen las banderas de lucha ni la necesidad de destruir. El coro de la tragedia posmoderna tampoco es su voz y asume que el tiempo que le tocó vivir es su tiempo.

 

Con el amor y la verdad

El poema es ante todo una construcción verbal y si antes era también el ágora donde se discutían los asuntos de la polis, ya no lo es, así como tampoco una pieza donde un grupo de jóvenes pierde la virginidad. Desde el primer poema del libro («Un domingo cualquiera desde la ventana») está la necesidad de escapar de las verdades que se proclaman en el ambiente.

La idea del bosque, tan importante en la poesía del sur, es desplazada por parecerle extraña al hablante, y porque no dice relación «con el amor y la verdad», dos temas centrales en este libro.

Sí, quizás los grandes temas en El deseo de partir son el amor, la verdad y el tiempo. El tiempo o el gasto de una vida sin que nada importante suceda, nada cambie para niños y criminales que conviven, como en una nueva versión de Los vicios del mundo moderno, en una plaza sin mantención.

Esta idea del que observa desde una ventana es transversal a toda la poesía de Rodríguez: una especie de voyeur cansado de mirar y que además duda de los protagonistas y el paisaje. Esto se manifiesta en poemas como «Daniela en el plano del mediodía» o en «Época y lugar», entre otros.

Cito para ejemplificar:

«Te alzas como un atisbo de salvación/ que ni tu misma conoces// Haciendo respirable a este mundo muerto/ tan idéntico a sí mismo» («Daniela en el plano del mediodía»).

«Confío en que algún día/ —sobre la línea de los árboles—/ se asome el inicio del misterio/ en la continuidad inconmovible/ de este paisaje local» («Época y lugar»).

En ambos casos, la desmitificación e ironía con las cuales se trata el espacio (mundo o paisaje) son evidentes: «Mundo muerto» o «Paisaje local» están lejos de las comarcas o bosques de antaño.

Así, esta duda sobre el paisaje como objeto lírico se manifiesta en todo el libro. Veamos otro ejemplo, «Caminata por Moncul», donde el tránsito por una playa se transforma en una dialéctica del sentir y la culpa.

También en este poema existe otra idea importante: no poder seguir los cursos de la historia, un no sintonizar con el espíritu de época, sean ecologismos, octubrismos, neoindigenismos.

Acá lo dice así: «No puedo sentir culpa por las almas diminutas/ que crujen bajo mis pies». Así como en «18 de octubre» toma distancia del llamado estallido social por una cuestión indesmentible: la sospecha del nicho o gueto como pensamiento: «las señales típicas de las sectas y cofradías».

Más que ajeno al dolor humano, como podría pensarse de un poema como «Caminata por Balmaceda», a lo que está atento esta poesía es a denunciar las condiciones de cierta siquis humana condenada a la sumisión, lo anodino y repetitivo, como haciendo suya la expresión de Kundera: «Lo que se repite todos los días es mudo, solo la casualidad nos habla».

No es la condena a la explotación humana sino el llamado a estar alerta y escuchar el verdadero sonido del bosque o de los sesos. Esto se manifiesta también en «El siervo», donde la otrora pasión por el absurdo de Camus, es ahora un afán por hacer bien el trabajo.

«El siervo» constituye una de las tantas formas en que la poesía social ha ido haciendo mutar los códigos de la alienación con alegorías que si bien pueden parecer clásicas (el siervo, el poder, el castillo) se desplazan desideologizadas.

Creo que eso lo realiza Cristian construyendo un hablante que no siente responsabilidad frente a los trámites burocráticos de la historia. Entre el dolor ajeno y el dolor personal (como en «Declaración») se impone el diálogo consigo mismo, el afán por ser uno mismo, sin dobleces ni imposturas.

Ya en la segunda parte del libro, en el poema «Límites», expresa: «No me pidas compasión por el dolor ajeno/ ni lamentos por las grandes estepas// No se cura el dolor multiplicándolo». Esta idea de que: «el alma fue hecha para una sola tragedia/ la propia», establece los límites con el mundo.

Esa es su filosofía, esa es su moral.

 

Desnudos de retórica pero no de música

La poesía de Cristián es, en muchos sentidos, una provocación, al desestabilizar los códigos del consenso. Si alguna vez existió algo parecido al alma o la idiosincrasia de nuestro pueblo, lo que el marxismo clasificó como conciencia de clase y los intelectuales franceses como existencialismo humanista, aquello ha mutado acá a una piedad sin culpa, o un arte sin bohemia.

En «Insoportable personaje popular» y «La otra orilla», se puede ver esta mutación de la solidaridad universal a una caridad sin oropeles, una sociedad donde «todos quedamos algo pobres y algo burgueses», un «encandilamiento permanente/ entre el amor y el desprecio».

Con todo, ese carácter provocador que desestabiliza los códigos de lo correcto se expresa también en el arte, como recién señalamos. «Una familia de artistas», y «Marco Aurelio en el pretorio», desnudan la mediocridad, la impostura, el abandono del riesgo que significa el arte, la soledad que conlleva. Mejor es una vida tranquila, mejor es simular que hacemos algo si todos lo hacen.

Nada es generacional en esta poesía. Y pareciera que a ratos se escribe: «contra el consenso insoportable de la época», como señala en «Los últimos días de marzo». Entre el paisaje plano y la epistemología del yo, se alza el amor como una bandera que aún flamea.

Allí se parece encontrar atisbos de una realidad verdadera. Amor filial y amor erótico (si así se le puede llamar a los textos centrados en figuras femeninas) no escarban en la duda como certeza, sino en la confianza de los afectos como respuesta al vacío: la certeza del padre atento frente al hijo que crece y lee este poema muchos años después, la certeza que se debe aprender del otro (la otra) para ser.

Estaba escribiendo un ensayo y me di cuenta de que mentía, me dijo una vez Cristián Rodríguez. No dejé de darle vueltas a ese comentario durante días y semanas. La búsqueda de la verdad en estos poemas me hizo recordar ese comentario suyo.

No mentirnos, no mentir, por ejemplo, cuando escribimos sobre la muerte, tema tan caro a la reflexión poética, cuya forma tradicional, la elegía, encuentra una sutil forma de realización, casi su escena opuesta, en «Fugacidad» y «Duelo y comunión».

Una poesía de las ideas, que usa la ironía latina y se sirve de la soledad física y espiritual anglosajona. En relación con la poesía de Larkin, el crítico y traductor español Damián Alou, escribió:

«Larkin no disfraza nada, pues lo que a él le interesa es la verdad, por cruda que sea: en la fotografía que nos propone de la vida no hay retoques ni embellecimientos: es de un blanco y negro contrastado, casi quemado en algunas zonas, quizá porque intuía que, aunque la vida es en color, el blanco y negro es más realista».

Algo, o mucho de esa descripción encontramos en la poesía de Cristián Rodríguez. El desencanto que trasuntan los personajes de sus poemas es también una risa burlona hacia la mentira y las apariencias de la sociedad.

Son poemas desnudos de retórica, pero no de música, o como dijera Carrasco de los poemas del mismo Larkin: «nos gustan, como antídoto contra chamullos y barroquismos, porque son simplemente una queja, lo contrario a demostrar una felicidad fingida, de posteo en red social».

No quiero finalizar estar breves líneas sin señalar que la obra de Cristián me parece fundamental dentro de la literatura del sur. He seguido su devenir desde que publicara su primer libro de cuentos. A su narrativa y poesía se une también su faceta de ensayista. El espacio crítico de la Araucanía se ha abierto a nuevas posibilidades y en eso nuestro autor es un protagonista relevante.

Si Eliot tiene razón, y un escritor se define después de los 40 años, estoy cierto que los destinos de nuestra literatura están estrechamente ligados a lo que Cristián, y otros autores por supuesto, están escribiendo y escribirán. No debemos desesperarnos entonces, debemos sentarnos y esperar la nueva antología que escribe el tiempo.

 

 

 

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Ricardo Herrera Alarcón (Temuco, 1969) ha publicado: Delirium Tremens (Ediciones Casa de Barro, 2001), Bar: Antología poética chilena (Ediciones Casa de Barro, en coautoría con el poeta Cristian Cruz, 2005), Sendas perdidas y encontradas (Kultrún, 2007), El cielo ideal (Lom, 2013), Carahue es China (Editorial Bogavantes, 2015, reedición en Aparte, 2023), Santa Victoria (Inubicalistas, 2017), Todo lo que duerme en nuestro corazón desembocará un día en el mar. Antología poética (Aparte, 2020), y Adicciones y fobias (Editorial Bogavantes, 2021).

 

«El deseo de partir», de Cristián Rodríguez (Editorial Observatorio 19, 2024)

 

 

 

Ricardo Herrera Alarcón

 

 

Imagen destacada: Cristián Rodríguez Buchner.

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