El filme del realizador estadounidense Robert Eggers es un “bocado de cardenal” cinematográfico, verdaderamente innovador en su búsqueda del ayer, tanto en lo formal estético como en la indagación más honda sobre las verdaderas dimensiones del abismo emocional al que puede llegar a expandirse nuestra psicología.
Por Horacio Ramírez
Publicado el 24.6.2021
Prometeo era un titán. ¿Qué era un titán? Los titanes y las titánides eran los dioses de la época de oro en la mitología griega. Eran 12 por los signos del zodíaco, aunque se sabía, en paralelo, que el sol atraviesa 13 constelaciones, por lo que hubo una décimo tercera titánide de la que no se habla mucho, por precaución.
La décimo tercera titánide era Dione, que resultó un desdoblamiento de Tea. Tea, por su parte, era la responsable de que las cosas brillantes brillaran, como el oro, la plata o las joyas, y de que hubiera luz en el mundo. Era la diosa de la vista.
De una segunda generación de titanes nacieron, entre otros, y como descendencia de Jápeto y Asia, los hermanos Epimeteo y Prometeo. Pero volvamos a los primeros 12. La madre de estos 12 era Gea, la Tierra. A instancias de Gea, el líder de los titanes de la primera generación, Crono (no confundir con “Kronos”, que era el tiempo), enfrentó y mató a su padre, el cielo: Urano. Así, vemos una de las tantas formas en las que la tierra reclama para sí lo celestial. Lo que, de últimas no le correspondía y debía ser arrebatado.
La costumbre de quemar cadáveres —como entre hindúes o vikings— es, a su vez, tratar de elevar al cielo al fuego que, de otro modo, sería reclamado y encarcelado por la tierra. La muerte, entonces, oficia como ofrenda de paz entre lo hondo de nuestro abismo y la cúspide inaccesible, custodiada por las sempiternas gaviotas.
En relación con este último aspecto, entre todos los titanes el que más fama siempre tuvo fue Prometeo. El mito de Prometeo es uno de los eslabones más conspicuos y ubicuos de toda una cadena de historias relacionadas al mismo principio. Muchos exégetas fuera del cristianismo, por ejemplo, toman como ejemplo a Lucifer: el portador de la luz, cuyo principal pecado fue el de querer para el Hombre la condición divina (amándolo más que a Dios mismo).
En todas las tradiciones encontramos el mismo modelo prometeico: alguien que quiere para el Hombre el fuego divino. Como el fuego tiende a ascender se considera míticamente que lo que quiere es regresar a su origen, en las alturas de la perfección que suelen identificarse con el sol. Y en todos los casos, el que osó desafiar a la divinidad para robar el fuego para los Hombres recibe alguna clase de castigo, generalmente de carácter terrible.
Como un mito reescrito sobre éste, es que se construye El faro, película del año 2019, escrita por Max y Robert Eggers y dirigida por este último.
Una luz en la tiniebla
Una pareja de fareros en Nueva Inglaterra: un veterano de los mares —o por lo menos de sus costas— como lo es Thomas Wake, magistralmente interpretado por Willem Dafoe, y Thomas Howard (Robert Pattinson) que es un neófito en este tipo de trabajo. Vale para nuestro caso la metáfora etimológica, ya que “neófito” quiere decir “nueva luz”: alguien que desconoce la vida real en el faro aunque hubo de leer “el manual” y a quien se remitía para hacer sus reclamos.
Wake, por su lado, es un “viejo lobo de mar” lleno de violencia en los modos y en sus constantes molestos hábitos. Howard trata de ajustarse a su compañero con el que tendrá que compartir cuatro semanas hasta que llegue el relevo. No bebe alcohol y trata de conservar la compostura, pero Wake lo va induciendo —con su permanente impostura— a la rebeldía.
Apenas se instala sobre su catre, descubre en un agujero del colchón un “screamshaw”: una suerte de talismán hecho generalmente a partir de dientes de cachalotes o colmillos de morsa. El objeto —que inicia el contexto mágico en el entramado del guión— representa una sirena, y es quizás con este intrigante objeto donde comienza la descomposición de la realidad tanto para Howard como para el espectador.
Comienzan a surgir las pretensiones del joven de subir hasta la luz del faro, pero el viejo ha monopolizado las noches, cerrando bajo llave el acceso a la luminaria. Esto desencadena la obsesión de Howard. A partir de esa instancia de lento desarrollo en el filme, se suceden los enfrentamientos cada vez más violentos y contradictorios entre ambos.
Sabemos que en el mito prometeico, la Humanidad estaba embrutecida y comienza —por amor al Hombre— el deseo de Prometeo de enseñarnos el control de los caballos y el ganado; a entender los secretos de los presagios; a cultivar y a conocer todas aquellas formas del arte que nos eran ignoradas.
Pero para todo esto hacía falta el fuego, el cual era celosamente guardado por los dioses. Paralelamente, el caos que vive Howard en su deseo de alcanzar la cabina de la luz, lo hace escalar hacia la alucinación. Ve la cabeza de su anterior jefe (Logan Hawkes como Ephrain Winslow) en los bosques donde trabajó en Canadá y la cabeza del anterior segundo del viejo Wake en el faro.
Así vamos descubriendo las historias de ambos y el desorden afectivo que progresivamente envolvía a Howard. Su cerrazón mental se agudiza en la medida en que ambos van cayendo en un pozo sin fondo de continuas orgías de alcohol. Pasan las cuatro semanas y en lugar de llegar los reemplazos, se desata una tormenta que los deja atrapados en el peñasco.
De hecho, la historia está someramente basada en un hecho real: en 1801 dos guardafaros, ambos llamados Thomas, habían quedado atrapados por un largo temporal en su faro. También, los Eggers confesaron parte de la inspiración en la última narración de Edgar A. Poe —inconclusa y sin título—, pero es indudable que la violencia que crece entre ambos es un agregado que permite describir lo caótico humano previo a obtener el fuego, ya a una escala sumergida directamente en lo mítico.
Las alucinaciones por el alcohol hacen su parte, pero es interesante de qué modo el guión se infiltra entre ambas historias personales desarrollando una potencia proveniente de la propia película por sobre los contenidos lógicos de la historia. Los Eggers abandonaron a sus personajes a sus propias visiones poéticas de monstruos marinos apenas insinuados pero siempre presentes.
La sirena (Valeriia Karaman) aparece con sus gritos imposibles sobre las rocas y sus peculiaridades anatómicas, tales como la presencia de agallas y genitales externos parecidos a los de un tiburón. Al viejo Wake le aparecen cejas de caracolas y adquiere, en una de las tantas refriegas entre ambos, la fisonomía y pose de una clásica escultura griega y tal como rezan las antiguas tradiciones, la luz le proviene de los ojos, iluminando, cegando y dominando a Howard.
En un momento Wake lanza una larga maldición que es una muy bien buscada y rebuscada joya literaria como sacada de un antiguo cofre lleno de no menos antiguas historias griegas o, por lo menos, de la idea que nosotros tenemos hoy de aquellos discursos literarios.
Howard tiene a su vez la oportunidad de maldecir, aunque resulta, naturalmente, menos florida su maldición y su revancha más tosca. La tormenta literaria entre ambos sigue en ascenso. Las olas enfurecidas enmarcan la enloquecida disputa mítica de los personajes. El alcohol los sume desde viejos bailes folklóricos hasta feroces batallas de final incierto.
El destino mítico
La cinta fue filmada a lo largo de 35 días, entre abril y mayo de 2018, en locaciones de Yarmouth y Halifax (Nueva Escocia), en Canadá. Antes del rodaje, el director Robert Eggers citó a los protagonistas a una serie de ensayos en un hotel de Halifax.
Mientras que Dafoe se mostraba entusiasmado por los ensayos (siendo como es un actor de raigambre teatral), a Pattinson —más acostumbrado a reaccionar o improvisar en pleno rodaje— el rigor del ensayo de tipo teatral lo llevó a una tensión emocional que, paradójicamente y según explica el director, permitió crear, durante el breve tiempo de rodaje, un ambiente de tirantez y química ideales para la potente psicología que transmite el filme.
El complejo del faro incluía dos sets: uno, para los planos exteriores que llevó a la construcción de la torre del faro de más de 21 metros y que podía soportar vientos de hasta 120 km/hora en el cabo Forchu, sobre un afloramiento basáltico que se mete abruptamente en el mar. El segundo sitio incluyó interiores construidos dentro de estudios de sonido y almacenes en las afueras de Halifax.
La libertad creativa del director encontró otros recursos para subirse a la lógica interna de la historia representada, trabajando la estética propia de la estética: buscó que las tomas, los claroscuros y enfoques se parecieran, en general, a los del legendario realismo alemán, con formas abiertas hacia la oscuridad.
Utilizó un filtro cian personalizado hecho por la firma Schneider Filters, que emula la apariencia de la película ortocromática de finales del siglo XIX y para aumentar el parecido al cine de aquellos años, una relación de aspecto de la imagen de 1.19:1, es decir, casi cuadrada.
Todos estos elementos enfocan la mente de los espectadores, que supieron ver aquel cine legendario de Murnau o Lang, la sensación “de cine viejo” que el director aplica concienzudamente para generar un clima especial a lo largo de toda la cinta: un clima arcaico de desasosiego mental ancorado siempre a múltiples referencias al mito prometeico.
El ansia de Howard por llegar a la luz del faro, la tormenta inacabable, el alcohol… todos esos elementos resumen metafóricamente la situación caótica que vivía el Hombre primitivo antes de “caer” —según la terminología judeocristiana— y obtener el fuego que lo haría dominador y víctima de sus propias circunstancias y de su propio ego.
Y con ese yo a cuestas, es que ambos protagonizan aquel caos a los que la tiranía egoísta de los dioses (tiranía demasiado humana, diría Nietzsche) los y nos tenían sometidos. Sabemos que, tras el robo del fuego, Zeus enfurece contra ambos hermanos: a Epimeteo le otorga la trampa de Pandora, para que viajen junto al fuego obtenido por el Hombre, las torturas de todos los males encerrados en una caja.
Pero con Prometeo, el castigo fue personal y se reproduce en el final de El faro, sólo que en su versión marina. Un “bocado de cardenal” cinematográfico, verdaderamente innovador en su búsqueda del ayer, tanto en lo formal estético como en la indagación más honda sobre las verdaderas dimensiones del abismo emocional al que puede llegar a expandirse la naturaleza humana.
Gea sigue reclamando la vida de Urano y el Hombre sigue siendo atraído por ese canto de sirena, por ese precipicio horizontal que es el mar, cayendo una y otra vez hacia la cima inalcanzable de su propia existencia… Cayendo una y otra vez hacia la luz del fuego de los dioses y la luz del fuego infernal… fuegos que se identifican dramáticamente, en el corazón del Hombre.
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Tráiler:
Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.
“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.
“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.
Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.
*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: The Lighthouse (2019).