[Ensayo] «El hombre invisible»: Las claves simbólicas de un mito

El filme del realizador estadounidense Leigh Whannell —que data de 2020 y el cual se encuentra protagonizado por la famosa actriz Elisabeth Moss— basa su libreto en una novela de Herbert George Wells, y se transforma, a medida que transcurre su metraje, en un excelente título audiovisual gracias a su opción estética por expresarse al modo de un clásico thriller psicológico.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 2.9.2021

Manila, capital de Filipinas, 10 de mayo de 1951. Se abren intempestivamente las puertas de una comisaría y ante el estupor de todos los agentes allí trabajando, entra gritando una muchacha de 18 años, Clarisa Villaverde, pidiendo auxilio porque una persona invisible la estaba persiguiendo y atormentando a golpes. Su cuerpo medio desnudo y el rostro enrojecido, bañado en lágrimas, daban muestras de arañazos y moretones.

Los presentes pensaron rápidamente en un caso psiquiátrico y trataron de dominarla y de calmarla, pero era inútil: ella afirmaba a los gritos que el ser estaba en ese lugar aunque nadie pudiera verlo.

Y el horror se apoderó de todos cuando comenzaron a aparecer en sus hombros y brazos y hasta en su nuca, las huellas sangrantes de mordeduras que se abrían a la vista de todos, y entre la sangre que brotaba ¡hasta se podían distinguir las huellas viscosas que iba dejando la saliva del atacante!

El alcalde de Manila, Arsenio Lacson, ordenó su inmediato traslado a un hospital mientras seguían apareciendo nuevas magulladuras y huellas de mordeduras del invisible atacante sobre el cuerpo de Clarisa. Ya en el nosocomio, los ataques cesaron.

Se calmó a la joven con sedantes, se curaron sus heridas y su historia se terminó perdiendo entre otras tantas historias misteriosas dignas de figurar en el listado de Charles Fort y su Libro de los condenados.

Quizás la psiquiatría pudiera dar cuenta de esta clase de fenómenos, no obstante, la imagen de lo invisible acompañó siempre al Hombre y la posibilidad de que lo que fuera que estuviera siendo, eludiera nuestra visión, siempre llamó la atención y determinó nombres, fantasías y teorías en todos los ámbitos intelectuales de las diferentes culturas.

Amón, el principal dios egipcio tenía entre sus atributos, el de la invisibilidad: sólo podíamos verlo a través de otro dios, fuente de toda luz: Ra, el sol. El ver a un árbol que se agitara sin ver al mismo tiempo algo que lo esté agitando, hoy no nos llama la atención: lo llamamos viento, aire, una mezcla de gases (de los que nadie duda pero que nadie nunca vio).

Entre los griegos, por ejemplo, sólo se hablaba de “espíritu” ya que desconocían la existencia de los gases y más aún de que éstos fueran invisibles. La misma palabra “espíritu” nace de la onomatopeya sánscrita “speis” de donde llega nuestro “soplar”.

Eran espíritus invisibles los gases, sus olores, los vahos, las brisas que acariciaban nuestra cara: todo formaba parte de un conjunto de entidades invisibles que fueron cuajando en la idea del espíritu como un doble no visible de nuestros cuerpos.

Devenidos en espectros, sombras o fantasmas, estos soplos divinos le dieron “vida espiritual” al mundo del Hombre a través de la nariz de Adán y el invisible soplo de Dios. Y también estos seres invisibles se hicieron ángeles y acompañaron a todas las manifestaciones animistas de antaño hasta especulaciones modernas como las del “Proyecto Filadelfia” en el que se habría invisibilizado —sin trucos de prestidigitación— a un enorme barco de guerra junto a su tripulación.

Es un principio científico bien establecido que es mucho más lo que existe en el Universo que no podemos ver que lo que sí accede a nuestras retinas dentro del estrecho segmento de longitudes de onda del espectro electromagnético… y esto se intuyó desde siempre: la figura del ser invisible —divino o demoníaco— interviniendo a nuestro favor o en nuestra contra, fundó doctrina en Occidente y Oriente.

Cuando leemos a Pablo de Tarso (I Cor. 13:12): “Videmus enim nunc per speculum in aenigmate, tunc autem facie ad faciem”: intuimos que vemos enigmas entre juegos de espejos que nos presentan falsificaciones de lo que quizás algún día veamos “facie ad faciem”, “cara a cara”.

Lo que es no lo vemos, tal el principio apofático de Occidente: vemos lo que es por medio de lo que no es. Allí se vislumbra la hipótesis platónica del reflejo visible, ficcional, de lo que es invisible a los ojos… aunque no a la inteligencia.

Quizás éste sea el camino por el que podríamos entender la fascinación arquetípica que en nosotros despierta la fantasía de la invisibilidad y de donde partiera el mito moderno del Hombre Invisible, y que comenzara desde la literatura con el muy británico Herbert George Wells en 1897.

 

Los hitos de un arquetipo

Este puntapié inicial de Wells venía de la mano de las dudas que sembrara en el mundo la tecnología de la Revolución Industrial en su expansión metalúrgica, y que, además de exhibir un humanismo sobredimensionado, estaba sembrando las bases para las dos guerras mundiales del siglo siguiente.

Dentro de esta atmósfera de análisis crítico de la ciencia, Wells recibió con el tiempo un debido homenaje a través de un cráter lunar que lleva su nombre… del lado invisible de la Luna, como corresponde.

Su historia saltó rápidamente hacia el cine en la primera versión de 1933 de James Whale, con unos efectos visuales asombrosos para la época, como el de quitarse los vendajes y la ropa mediante la técnica de un traje mecánico, hueco, el uso de cuerdas y el efecto matte, en el que el actor (Claude Rains, de vastísima trayectoria actoral) se metía en un traje negro sobre un fondo negro, más la superposición posterior de ese plano sobre uno del escenario vacío.

La idea del personaje del Dr. Jack Griffin cayendo en una vorágine de locura, de la cual se redime sobre el final, no agradó del todo a Wells quien llegó a ver el filme. Se trataba de un acercamiento demasiado liviano para el escritor, a lo que Whale respondió que era lo único que se podía hacer ante la pregunta: ¿quién y para qué uno querría hacerse invisible?

Como fuera, la puntada inicial del mito ya había sido dada. A partir de allí, una sucesión de películas se encadenaron, incluyendo una primera versión femenina: La mujer invisible de 1940, dirigida por Edward Sutherland, candidata al Oscar por sus efectos especiales.

Sobrevino ese mismo año El regreso del hombre invisible de Cedric Hardwicke, con Vincent Price como un amigo del científico loco. Tras esta película, y en paso de comedia, Abbott y Costello contra el hombre invisible, con la voz de Price como el malo de la película.

En 1960 El increíble hombre transparente de Edgar Ulmer, mientras en Europa se estrenaban Orloff y el hombre invisible del francés Pierre Chevalier en 1962 y L’inafferrabile invincibile Mr. Invisibile (El escurridizo e invencible Mr. Invisible) en 1970, del italiano Antonio Margheriti.

John Carpenter nos dejó en 1992 Memorias de un hombre invisible, y en 2000, una versión muy castigada por público y crítica pero que quedó en el ámbito del culto: The Hollow Man (El hombre sin sombra en español) de Paul Verhoeven.

 

Enfrentar lo que no se ve

Y así vamos llegando a la última versión de este personaje que denuncia nuestro sepultado —casi inconfesable— deseo de ser invisibles: la del australiano Leigh Whannell quien, utilizando la misma temática —la del científico, si no loco, por lo menos debidamente alienado— y aislado del mundo tecnológico y corporativo —como corresponde al modelo del carácter del “mad scientist” original— somete a su mujer al martirio del acoso, la venganza y todo tipo de abusos tanto físicos como mentales.

Esta versión del guión es la que permite el completo lucimiento actoral de Elisabeth Moss en el rol de Cecilia. Sus grandes ojos celestes, llorosos, asustados, asombrados, relajados o furiosos son protagonistas centrales en un personaje que debe enfrentar lo que no se ve y que se compenetran con un guión que toma a ese hombre invisible como el eje de un thriller de excelente manejo en todo sentido.

El balance perfecto hacia la violencia incluye el no abusar de los efectos especiales (uno de los defectos que se le achacan a la versión de Verhoeven).

Y se puede disfrutar de una cámara que en ocasiones adquiere el status de un actor más —invisible— que a veces mira, que a veces revisa el ambiente o espía, pero que también compromete al espectador con un toque de espacio vacío, inhumano, que vive su propia vida en tiempos inusualmente largos, sin la presencia de actores y que genera una sabia tensión de dudas acerca de si allí está el villano, y que, salvando distancias, recuerda al insuperable manejo de los espacios liberados a su propia evolución, sin presencia humana, de Andrei Tarkovski.

La mujer sometida a su pareja, decide escapar de él, en una espléndida secuencia inicial, llena de suspenso. Se refugia en casa de un amigo de su hermana, que es policía, y días después recibe la noticia de que su marido, prestigioso investigador de tecnologías ópticas, se había suicidado. Sin embargo, el alivio le dura poco: pronto comienza a detectar presencias que la hacen sospechar que alguien la vigila.

El enfoque de Whannell (además, guionista de la película) se define rápidamente y crece con una muy calculada y delicada destreza, hasta construir la escenografía mental típica de una relación tóxica, con el agregado de interés que significa un obseso invisible: la ciencia ficción —y a pesar de la tentación del efecto especial que conlleva en nuestra época— pasa a un saludable segundo plano que hace de la película algo deleitable dentro del enfoque del más clásico thriller psicológico.

Cuando ella se muestra como la única que cree que su marido en verdad no murió, y que quiere seguir torturándola, deberá afrontar, junto a nosotros los espectadores, un entorno que cada vez sospecha más de su cordura.

La angustia del espectador viaja con el crescendo de la tragedia a la que asistimos y a lo que se le remata con un giro final del que, aunque no nos descoloca del todo, sí satisface el mínimo sentido de equilibrio dentro de la locura vivida y le da una conclusión realista y un muy prolijo acabado a la película.

Y fue así como, partiendo de aquella extraña experiencia de Clarisa Villaverde en Manila y que quedó debidamente registrado en los libros de la central policíaca local, recorrimos el camino hacia la invisibilidad de la mano de la novela y el cine, terminando con una película muy recomendable que incluye un breve guiño al filme inicial de esta saga —con un enfermo totalmente vendado— y un detalle que se le escapó a los críticos y analistas consultados: que el nombre de la protagonista, Cecilia, quiere decir, paradójica e intencionadamente, “ciega”.

 

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Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:

“Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban”.

“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: El hombre invisible (2020)