[5 años de CyL] «El jardín de los Finzi Contini»: Los amores nacidos desde la nada

La belleza, la juventud, y la pasión vienen volando como ángeles blancos por una vieja calle de Ferrara. Son cuatro jóvenes alados que cabalgan en sus bicicletas en un marco de pureza bucólica, pero sobre el lomo del monstruo que está despertando: es el comienzo de una de las obras audiovisuales cumbres de Vittorio de Sica.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 11.8.2022

Entre los siglos IV y III antes de Cristo vivió en China un filósofo llamado Zhuangzi. Era lo que hoy llamaríamos un «antinomista»: ya está todo previsto, preparado e infinitamente perfecto y resultaba, al decir de Zhuangzi, «tonto» buscar reglas al vivir y al mundo ya que todos pertenecían a un universo infinito, utilizando para ello algo limitado como lo es la vida, de modo que, ¿cómo podría algo limitado entender el devenir de lo ilimitado? Zhuangzi escribía por medio de parábolas e historias breves.

En una de ellas, cuenta que, caminando por un sendero en el campo, descubre tirada en el pasto una calavera humana, y al punto se lamenta por la suerte de aquella persona y sus restos. Para su sorpresa, la calavera le responde: «¿y quién te dijo que morir es malo?».

Otra aproximación al mismo tema. Hay en el cielo nocturno un área en donde fue fácil para los griegos imaginar un par de pilares encerrando tres estrellas: las tres cabezas del perro Cerbero en una constelación que con el tiempo se llamaría «Cetus».

La antigua representación del perro tricéfalo, guardián del infierno, del Hades, que impedía que nadie saliera de él, está cerca de la Eclíptica, de modo que en el solsticio estival del hemisferio norte, el sol, que venía ascendiendo sobre el horizonte día tras día, al llegar a Cerbero, en el solsticio de verano detiene su marcha y comienza retroceder.

En la ingeniería simbólica, se supone que algo frena al sol en su avance y lo devuelve hacia las oscuridades del futuro otoño, pero, ¿qué mundo desconocido hay para el sol tras esas estrellas, que lo amedrentan aun al poderoso Helios y que este no se atreve a traspasar? ¿Qué misterio resguarda este monstruoso perro de tres cabezas?

Quizás la respuesta sea: el silencio. Pero no el silencio natural, cuyo sonido ignoramos, sino el silencio humano, ese que aturde con sus ladridos terroríficos y carente de palabras y siempre cargados de violencia. Un silencio que esconde una voluntad. Un silencio de intención oculta.

Algo pasa tras ese silencio que hasta el sol se asusta y retrocede, pero no podemos saber lo ilimitado en nuestra limitación de vida y, abandonados a nuestra suerte, no podemos saber qué asusta al sol cada verano, qué lo detiene y lo hace retroceder hacia el abismo del otoño, y a veces ni sabemos que deberíamos asustarnos.

La belleza, la juventud, el amor vienen volando como ángeles blancos por una vieja calle de Ferrara. Son cuatro jóvenes alados que cabalgan en sus bicicletas en un marco de pureza bucólica, pero sobre el lomo del monstruo que está despertando: es el comienzo de El jardín de los Finzi Contini (1971) de Vittorio de Sica.

La década de los 30 en Italia, Europa y en el mundo, fue una época de cambios sociales de una profundidad inédita. Ningún rincón del hemisferio se salvaba del perfil beligerante que reinaba en todos los ámbitos culturales.

En América, de reuniones multitudinarias de nazis en el estadio del Luna Park en Buenos Aires hasta los actos de la German American Bund en el Madison Square Garden de New York (con la efigie de Washington bajo un águila nazi, esvásticas y la juventud hitleriana), ese espíritu impregnaba el sesgo político social.

Pero no sólo de nazismo vivía el mundo: otro viejo mito renacía en Italia.

 

Los ángeles burgueses

Aunque pocos estén dispuestos a reconocerlo con facilidad, las clases sociales derivan de las creencias de aquellos pueblos que invadieron Europa desde épocas remotas y que trajeron el ordenamiento en castas desde la India.

En efecto: el único cambio que se evidencia es el del posicionamiento de los chatrias (nobleza, militares, comerciantes, burócratas) al primer lugar en el listado y el descenso de los brahmanes, poniendo a la religión en un segundo escalón, lo que la convirtió en una suerte de «mercado libre» de influencias entre el rey y su corte nobiliaria y el pueblo: los labriegos y artesanos que en la India pertenecían a la casta de los sudras.

Esta clasificación —mítica— ordenó una cosmovisión social que dio origen a otros diferentes mitos subsecuentes, entre el político, el pueblo, la gente de negocios, los poderosos, la Iglesia, se daba todo un cóctel molotov de ideas que necesitaba de alguien que se ocupara de encontrar dónde estaba la mecha y de encenderla.

Mientras Hitler buscó aliarse con los sudras de su Alemania, el «pueblo alemán», a través del mito de la superioridad racial, el fascismo trabajaba más políticamente, surgiendo a raíz de una serie de pasiones movilizadoras comunes provocadas por el deseo de una revancha histórica al igual que Hitler y el ignominioso Pacto de Versalles con el que se dio por terminada la Gran Guerra.

Respondiendo a los objetivos políticos (y, por supuesto, militares) de superar los fracasos históricos, fueron surgiendo los discursos ideológicos, de fanatismo, idolatría y mitología buscando el apoyo de las emociones colectivas y exaltando otras fantasías tales como la pureza de sangre, las «estirpes», la raza o, sencillamente, el sentimiento colectivo de ser «el pueblo».

El principio activo fundamental era someter al individuo y suprimirlo en interés del colectivo social, todo aderezado con «caídas injustas», «purificaciones santas» y la «recuperación de la unidad social» con una promesa de felicidad terrenal como objetivo último.

Tanto el nazismo como el fascismo —y el comunismo haciendo su parte— inculcaban desde la base más elemental del pueblo el delirio de la felicidad final tras la cortina del sacrificio personal. Y todo servido en una bandeja explícita o implícita de religiosidad: las razas eran, ellas mismas, los modelos soñados por una potencia superior. Y allí el Duce y el Führer hicieron su agosto.

Tales eran algunas de las características más notorias del ser que comenzaba a moverse en Italia, Alemania y en la Rusia soviética. Nuestros «ángeles» de metafórica blanca inocencia, con los que comienza nuestro filme, van a jugar una serie de partidos de tenis invitados por Micol Finzi Contini (Dominique Sanda).

Y está presente, como un protagonista más, el muro que separa el enorme jardín del «espíritu del siglo», de un mundo demasiado real para ser apetecible de ver. El jardín que acompañó el crecimiento de Micol es un modelo del paraíso de la aristocracia judía y es en este marco que transcurren las historias que deberán acomodarse a la evolución de la trama.

Los hermanos Finzi Contini, Micol y Alberto (Helmut Berger) vivieron siempre en su mundo acaramelado de «clase» y «elegancia», pero el tercero en disputa, Giorgio (Lino Capolicchio), sufre en carne propia el estar «del otro lado» de aquel paraíso, del otro lado del muro donde, en definitiva, conviven su amor y su desamor.

Busca con otros amigos la entrada al jardín y es allí donde De Sica puede desplegar, por fin, el preciosismo audiovisual de una cámara segura de cuáles serán sus objetivos plásticos.

Basado el guion en la novela homónima de Giorgio Bassani, los personajes adquieren una vida propia que va dejando atrás el ritmo de la novela para ajustarse a un purismo de lenguaje cinematográfico que sabe a suavidad en el trato de las psicologías y de los romances imposibles.

El mismo Bassani explica que su intención era: «dar una visión profunda de un cierto tipo de sociedad, desde un punto de vista sentimental», pero sin juzgarla.

¿Cómo sabemos que morir es malo? Por eso el cristianismo también aboga por el no juzgar, y Bassani y De Sica se cuidan de no caer en ese error y optaron por una especie de objetividad no carente de esa certera santidad que dan el amor y la verdad como el anclaje ético final de la narración.

En el jardín maduraron los amores nacidos desde la nada que buscaron la nada de sus destinos: amor por la gracia del amor, pero poco a poco, los soldados que se amontonan en las estaciones, buscando lugares en los trenes para dirigirse a los frentes de guerra, van convirtiendo esos amores ingenuos y casi infantiles en desgracias espirituales y las pieles suaves y cuidadas tras los muros del jardín que se van desgarrando en heridas de timidez, de lo no correspondido, pero también de la respiración retenida cuando suena el teléfono y nadie contesta del otro lado.

De Sica apela al personaje de Giorgio para introducirnos en el mundo cultural de la época y mostrar cómo las libertades se van extinguiendo de a poco a medida que el conflicto bélico se agudiza y el antisemitismo va cobrando dimensión real.

Después de todo, el motor inicial de esa y muchas otras guerras fue convertir todo en una suerte de búsqueda de santidad a través de la violencia: la patria, el honor, la historia beatifica en el imaginario propagandístico sirven de divinidad donde lo ario como raza religiosamente concebida, debía imponerse a otra religión a la que se debía culpar de todos los males de las sociedades para poder exculpar a la realidad de la dureza de la vida.

La Iglesia Católica buscaba, por su parte y tanto en Italia como en Alemania, el apoyo contra la amenaza atea soviética, de modo que la política italiana encontraba un poderoso aliado religioso en su lucha contra «los hebreos».

Mientras tanto, las movilizaciones fascistas asustan a Giorgio y a su bicicleta en el «afuera» de aquel jardín que nunca fue suyo, en tanto que en el «adentro», y a través de la radio, empiezan a entrar al corazón de los añosos árboles, las noticias: la evidencia de la descomposición externa que se va infiltrando junto a la verdad de la intimidad afectiva de los protagonistas.

 

La actriz Dominique Sanda

 

Muros y burbujas

Aunque formalmente alejado ya de su maravilloso Neorrealismo, uno de los temas de De Sica sigue presente: la manipulación de la realidad para hacerla vivible antes que un sinónimo de la verdad. Por eso, el Antonio de Ladrón de bicicletas (1948) fabula su condición de ladrón.

Toda su desventura la vivió por no soportar las condiciones verdaderas en las que la realidad de la inmediata posguerra lo habían dejado a él y a su familia: él no era ladrón y por eso crea la ficción de serlo.

Bajo este mismo principio psicológico, es el jardín de la familia Finzi Contini otra fabulación, esta vez creada por la ya desvencijada burguesía judía italiana (los más viejos, con verdaderos toques fellinescos), donde se buscaba reemplazar el paso de los días y su implacable verdad por la tradición y el perfil señorial del aislamiento.

Pero el viejo asesino del tiempo había traído la otra verdad del fascismo racista: una nueva burbuja más fuerte y delirante que pudo derrotarlos en una nueva ficción. Nadie limitado (por el tiempo) puede conocer lo ilimitado y, o acepta esa verdad, o creará inconscientemente una mentira que la reemplace y explique, como el sistema de clases sociales que se extendió a razas y estirpes, aunque el cuento le haya llegado de lejos en el tiempo.

Pero, parafraseando a Faulkner, el pasado nunca morirá mientras haya alguien que lo recuerde. Y lo mismo pasará con el odio mientras alguien lo alimente y los mitos mientras alguien los cuente.

En la novela de Bassani, los padres, Micol y su hermano son asesinados en el Holocausto. En los momentos finales del filme de De Sica, están esperando la deportación en los pupitres de la misma escuela en la que habían estudiado. Nunca se les habían enseñado ninguna verdad. Y ahora, la verdad se les aparecía de golpe y de frente.

Pero las escenas finales no son tampoco juzgadoras: la violencia es desolada y oscura pero también resulta mansa. Lo inevitable de la estupidez mortal ya los había alcanzado y el fatalismo está presente en los rostros. La atmósfera de la vida había cambiado y todo se les había convertido en un triste cortejo fúnebre de sus propias muertes.

Belleza y melancolía. Tristeza y hasta cierta calma resignada acuden al final de la película, es que el arte es la única forma de la verdad que nos llega de la manos del hombre con un bálsamo natural y real de amor por la vida… de comprensión por la condición humana y de perdón.

En el arte no hay muros ni burbujas fantasiosas: todo forma parte de la misma y única verdad que los tiranos y los débiles de espíritu no podrán nunca llegar a ver.

 

 

***

 

 

Tráiler:

 

 

 

Horacio Carlos Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:

Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban.

La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…

He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: El jardín de los Finzi Contini (1971).