El filme del realizador estadounidense Wes Ball, y protagonizado por la actriz británica Freya Allan tiene un tempo perfecto y un in crescendo que va desde el inicio un tanto insípido hacia un muy buen final de mucha tensión audiovisual y dramatismo argumental.
Por Horacio Ramírez
Publicado el 21.7.2024
¿Qué pasa en la mente de un animal superior —un vertebrado mamífero, pongámosle— cuando enfrenta al mundo? Todo y nada. Todo porque él pertenece al mismo mundo que lo genera: él es el mundo, la Tierra, el Universo que lo trajo a la existencia. Y nada por la misma razón: ¿qué puede sucederle que no le suceda a la Tierra o al Universo? Sin embargo, hay un principio en la materia viva que es inequívoco: la vida quiere vivir.
Esta verdad de perogrullo implica un bucle estructural de la materia que antes no había ocurrido nunca. Es cierto que hay infinidad de procesos que se estabilizan a sí mismos para permanecer de algún modo iguales por lo menos hasta que procesos más grandes requieren su desaparición.
Una estrella, por ejemplo, es un gran laboratorio de estabilidad: puede permanecer igual a sí misma por miles de millones de años. Nuestro sol, sin ir más lejos, ya lleva cinco mil millones de años funcionando y le esperan por lo menos otros cinco mil millones de años más por delante para permanecer igual a sí mismo.
Mientras esta estabilidad general acontece, ocurren cambios en las proporciones de diferentes elementos que la van llevando a la estrella a su desaparición como tal. Pero también es cierto que una estrella no lleva su estabilidad a un bucle de autogeneración: ella le da al cosmos el material para hacer nuevas estrellas, pero la vieja estrella no genera desde sí ninguna nueva estrella, se trata de un proceso mecánico de encadenamiento, un eslabón genera al eslabón siguiente.
Pero con la materia viva, en cambio, la vida no desarrolla encadenamientos, sino que es materia que se autogenera. Esta forma de generar estabilidad permite la neoformación: mientras una estrella genera más estrellas, un protozoario termina dando monos antropomorfos.
Mono es una palabra de origen árabe andalusí maymún o afortunado, como antífrasis de la idea original de que los monos eran animales de mal augurio. En cuanto a los monos parecidos al hombre o antropomorfos, se le aplica también el apelativo de «simios» («imitadores»), que es el más usado en los canales de traducción del cine y engloban, en general, a tres animales: el chimpancé del género Pan (y su variedad, el bonobo), el orangután del género Pongo y los gorilas del género Gorilla. Y es hasta estos mismos monos antropomorfos o simios que podemos tratar de entender como «ven al mundo» los animales.
Aunque nos parezca imposible, los animales inferiores evolutivamente al hombre, no «ven el mundo» de ninguna manera: son el mundo. Se comunican, aprenden y se comportan de maneras que encontramos muy parecidas a nuestras maneras humanas, pero hay un abismo entre ellos y nosotros: en ellos no hay un referente psicológico que los segregue del mundo.
Que el perro mueva la cola cuando nos ve, o un gorila aprenda lenguaje de señas solo habla de un sistema nervioso muy desarrollado y complejo, pero no de una unidad psicológica que les permita —psicológicamente— segregarse del mundo: siguen siendo el mundo que los genera. En el caso del hombre, en cambio, aparece una función neurológica nueva: la autoconciencia al que llamamos «yo» o, más técnicamente, «ego».
La trampa inherente a la autoconsciencia
Pero no hay proceso de traducción que no demande algo que nos sabrá a pérdida, y el traducir el lenguaje abstracto y continuo de los animales al lenguaje digitalizado del hombre demanda una pérdida neta de información. Pasamos de ser el mundo a ver el mundo desde la perspectiva de un yo, y esta traducción implica pérdida de información: dejamos de ver la totalidad de las implicancias de nuestra acción en el medio.
El yo da una posibilidad mucho mayor de controlar el medio, pero su valor adaptativo termina siendo dudoso porque para poder controlar, fragmenta lo que en realidad forma un continuo analógico.
Tal el doble filo de la espada del autoconocimiento: nos da mayor control pero perdemos de vista la armonía de lo total, siendo que tal armonía y tal totalidad impide al mismo tiempo que haya un yo que se dé cuenta de esa armonía.
El hombre es capaz de ver la belleza de la armonía en cuotas, en fragmentos, ve lo total o, mejor, intuye lo total en momentos de éxtasis religioso o en el arte o en sus momentos de amor, pero en la acción directa sobre el entorno, que forma la mayor parte de su actividad irreflexiva, tal visión holística desaparece.
Aunque sigue siendo problemático aún el propio conocimiento del hombre: espontáneamente tendemos a creer que nuestra realidad es liminal, esto es: que la realidad del Universo todo termina en el nivel del conocimiento del hombre: la realidad humana como el muro final e infranqueable de lo existente.
En este sentido tenemos dos argumentos interesantes que podemos rescatar, uno de Friedrich Nietzsche y otro de Bertrand Russell, ambos analizando la célebre frase de René Descartes: «Pienso, luego existo» («Cogito ergo sum») de su Discurso del método del siglo XVII.
Por un lado, Russell desglosa la oración: el «pienso» puede ser indubitable porque resulta de una experiencia directa, pero cuando argumenta: «por lo tanto existo —ya es, para Russell— confiar en la memoria».
Friedrich Nietzsche, por su lado, es más desconcertante ¿contra qué contrasto que pienso? El pensamiento es «vendido» y «comprado» por el mismo ser humano que actúa de un lado y otro del mostrador.
No sabemos si realmente nuestra lógica más dura es realmente absoluta y válida per se, pero como sea, y sin tener en cuenta conscientemente tan elaboradas premisas, el problema de la trampa inherente a la autoconsciencia había aparecido en una novela que publicara el aviñonés Pierre Boulle en 1963, El planeta de los simios, donde un astronauta, el capitán Taylor, llega a un planeta desconocido en el que los monos antropomorfos se habían transformado hasta convertirse en la especie dominante, mientras que los humanos habían retrocedido y eran tratados como animales esclavos.
Boulle tuvo que esperar cinco años para ver que su novela y su idea creció hasta la máxima popularidad con la adaptación cinematográfica de 1968 dirigida por Franklin J. Schaffner y protagonizada por Charlton Heston como el capitán Taylor.
El éxito de la cinta fue tal que dio lugar a varias secuelas: Regreso al planeta de los simios (1970), Huida del planeta de los simios (1971), La conquista del planeta de los simios (1972) y La batalla por el planeta de los simios (1973), las cuales no superaron la calidad de la primera, pero no eran realmente del todo «malas», quizás de lo que carecían era de la sorpresa y el impacto psicológico de ver a enormes simios cargando fusiles, persiguiendo a seres humanos salvajes que estaban robando maíz en un sembradío todo iniciado con el aullido de trompetas.
La franquicia incluyó luego dos adaptaciones televisivas, como la serie de televisión de la CBS de 1974 y su secuela animada: Regreso al planeta de los simios (1975). Luego, Tim Burton dirigiría el que terminó siendo un fallido remake de la película original en el 2001.
Recién a partir del 2011, se decidió realizar una trilogía de precuelas conectadas con la saga original: El origen del planeta de los simios, dirigida por Rupert Wyatt, El amanecer del planeta de los simios (2014) y La guerra del planeta de los simios (2017), estas últimas dirigidas por Matt Reeves.
La saga logró rendir homenaje a las cinco películas originales y terminaron siendo tres excelentes filmes.
Los mismos vicios y virtudes de nuestra historia
Ahora nos llegó lo que a priori se ve como un eventual inicio de una nueva trilogía con la película llamada El planeta de los simios: Nuevo reino, de 2024.
Su director fue Wes Ball: un realizador de quien los fans de la franquicia dudaron en un principio ya que su antecedente más brillante fue muy mal recibido por los cinéfilos afines a la ciencia ficción: Maze runner de 2014 a lo que se le sumó el hecho de que el equipo de guionistas era el mismo que trabajó en la desafortunada secuela de Avatar, sin embargo, la película tiene un tempo perfecto y un in crescendo que va desde algo un tanto chirle hacia un muy buen final de mucha tensión y dramatismo.
La película inicia con un prólogo, los ritos funerarios de César (Andy Serkis) quien fuera el primer simio autoconsciente y que encabezara la revolución contra los humanos. Aunque siempre se dice que el protagonista no debe morir en las secuelas, aquí tenemos una bienvenida excepción y su héroe reemplazante será Noa (interpretado por Owen Teague) acompañado por Nova (Freya Allan).
De esta forma, la historia transcurre ahora 300 años después de la revolución triunfadora de los simios. Aunque, como dijimos, la película empieza suave e idílica —con ciertos toques de Avatar, especialmente con las águilas que recuerdan a los Ikran de esa historia— hasta que aparecen unos simios enmascarados y armados con bastones eléctricos que remedan a los que usaban los humanos para domeñar a los primates tres siglos atrás.
Mientras la aldea estaba poblada por pacíficos chimpancés de los llamados «de cara blanca», los invasores son enormes gorilas secundados por chimpancés de cara negra. Invaden la aldea y matan al padre de Noa, capturando a los sobrevivientes de la matanza para que les sirvan de esclavos. Noa sobrevive a la invasión y, dado por muerto, deberá rescatar a su «gente».
En su deambular solitario, Noa da con Raka: un orangután sabio y bonachón de perfil budista (que se comenta fue inspirado en la gestualidad de Elon Musk) interpretado genialmente por Peter Macon (el Bortus de la serie The Orville).
Raka es un orangután homosexual cuya pareja había muerto y que lo llevó a rebuscar entre los restos de la civilización humana, indagando acerca de la historia que terminó con el dominio de los simios y la degradación de los humanos.
Sin mayor motivación que la soledad y la intensidad anímica de Noa, Raka se dispone a acompañar a Noa en su aventura, hasta que dan con una hembra humana a la que llamarán Nova, un nombre que acompaña a la saga: aparece en El planeta de los simios y en Regreso al planeta de los simios (con Linda Harrison).
También aparece en El planeta de los simios de Tim Burton, sólo que ahí es una simia. En La guerra del planeta de los simios, no hay un personaje con este nombre, pero la pequeña y bella actriz Amiah Miller encarna a una niña muda —afectada por la «gripe simia» que le está quitando la facultad de hablar a los humanos—, y que es adoptada por el orangután Maurice y una tal Simio Malo —sobreviviente de un zoológico— que le regala un Chevy Nova, y a partir de ahí, todos empiezan a llamarla así.
Es de suponer que este nombre seguirá apareciendo tanto como un guiño a la película original o como talismán para los próximos productores.
Por su parte, el chimpancé cara negra que interpreta Kevin Durand como el rey Proximus Caesar, está obsesionado no sólo en afianzar su poder y extender sus dominios sino también en abrir unos portales de metal que pertenecieron a la antigua civilización humana, porque sabe que tras ellos se encierran los secretos del dominio total del planeta, pero avanzar más sería spoilear el filme.
Bástenos entender que, como seres humanos, guionistas y director han puesto a la mente humana como la última barrera entre el mundo vivo y el inanimado y que los simios, tras siglos de crecimiento —y por culpa de nuestra tecnología— han alcanzado ese mismo límite, alcanzando a su vez los mismos vicios y virtudes que acompañan a nuestra historia.
Los simios llaman «ecos» a los humanos: ecos quizás de aquellos humanos que lo controlaban todo, y ecos de sus mentalidades en la nueva mente de los simios. Como dijo César hace más de 300 años: nosotros somos la enfermedad y los simios son la cura, pero la pretendida cura de César se humanizó en los simios y se convirtió en el eco desleído de aquella feliz ilusión.
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Tráiler:
Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:
Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras.
Pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo, y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban.
La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno. La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía.
Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social.
La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma.
He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética.
Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.
*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: El planeta de los simios: Nuevo reino (2024).