El filme del realizador de origen austriaco Bernhard Wicki retrata como pocos —en un lenguaje dramático y audiovisual— la caída militar y cultural de la Alemania nazi, y el significado de la tragedia histórica que ese régimen significó para su propio pueblo. La obra fue rodada en 1959 y mantiene su vigencia artística e interpretativa hasta el día de hoy.
Por Horacio Ramírez
Publicado el 2.4.2021
Todo sistema, desde los más simples, como el depósito de agua de un inodoro, hasta el más complejo, como lo es el cerebro humano, tiene dos facetas en complementación, a partir de la cual el sistema obtiene la información necesaria sobre sí mismo y el entorno para poder continuar existiendo.
Una de ellas es una faceta positiva, prometedora, inspiradora, como la de recarga del depósito de agua o la creativa, inteligente y esclarecida del pensar y sentir humanos.
Mientras que, por el otro lado, tenemos la faceta negativa, la que descarga el agua y vacía el depósito o nos hunde en un vacío existencial, en la que vemos todo turbio, distorsionado y a veces hasta sumido en la ridiculez o el espanto.
Sería ideal que fuéramos siempre lúcidos y sepamos distinguir en nosotros la existencia de ambas caras de la moneda, teniendo en cuenta que es el error lo que nos guía hacia la superación y el permanente perfeccionamiento y que nos permite crecer ligados a un mundo —un Universo— siempre cambiante porque está también sumido al mecanismo del ensayo y el error.
La simple diferencia entre el error y el éxito en la estrategia de supervivencia es la que hace crecer en nosotros la posibilidad del éxito neto en el desafío de existir. No obstante, existen cosas a las que podríamos llamar “metaerrores” (si es que existe este término en la Teoría de Sistemas).
Un «metaerror» vendría a ser algo así como un persistir en el error a partir de un enfoque equivocado del error inicial: sumarle error al error. Tomar un error como un éxito y aplicar, para promocionarlo, medidas erradas, acelera un proceso de destrucción inevitable.
Si al primer error se lo identifica como tal y se le aplican medidas correctivas, el sistema aprende y es más probable evitar caer en el mismo error. Pero si al error se lo trata de encauzar a través de medidas erróneas o no se lo identifica como error a tiempo, el proceso cae en una vorágine catastrófica de la que sólo podrá salir de la peor forma.
Los cerebros humanos pueden caer en ese proceso de aceleración del error que se conoce como “feed back positivo”. Pero así como se identifica la aparición de un feed back positivo, rápidamente debemos entender que el universo no nos acompañará en nuestra estupidez… sencillamente porque el Universo no es estúpido: si no aceptamos sus reglas, nos suelta la mano.
El feed back negativo, por el contrario, es un proceso de moderación de toda salida de control del sistema en el marco de los sistemas que los contiene y sus propias exigencias sistémicas.
Así, por ejemplo, las máquinas a vapor en sus primeras versiones o se aceleraban hasta romperse o se ralentizaban hasta detenerse: entraban en un feed back positivo que lo arruinaba todo… hasta que apareció el regulador de Watt: un dispositivo que giraba a medida que la máquina a vapor comenzaba a andar.
En la parte superior contaba con dos brazos que tenían dos pesos en los extremos: a medida que el motor se acelera, las esferas —por fuerza centrífuga— se separan y van cerrando la entrada de combustible; y a medida que la máquina se frenaba por falta de combustible, los pesos se acercaban entre sí y aumentaba el paso de combustible.
El resultado es que entre ambas tendencias, la máquina a vapor entró a funcionar en forma estable. Sin estos dispositivos de regulación los sistemas como la mente de los Hombres, también pueden entrar a acelerarse o a detenerse para terminar en alguna clase de desastre.
A esta ausencia de factores de control es lo que llamaremos estupidez humana. ¿Ejemplos? A montones, pero nos quedaremos con esa aceleración que alcanza niveles de error insospechados (impredecibles) y que afectan más allá de la mente individual.
La aceleración del error, el feed back positivo, puede arrastrarnos a la patología social. Referido al individuo, es lo que se conoce como “el reflejo de Narciso”: sentirse único, todopoderoso en cuerpo y espíritu, encarnando en su verba un discurso socialmente desatinado a través de una relación paranoica con lo real: cuanto más disparatado es lo que se dice, más potente y más “real” se vuelve la alucinación colectiva.
El narcisista que nace así, se figura a sí mismo como inmutable, inmume a la moral y al tiempo. Traspolando desde lo individual a lo social, el trastorno narcisístico de personalidad, que de por sí es grave —con componentes megalómanos muy acentuados y asociados a elementos paranoides— alcanza el nivel de metaerror: las configuraciones y estructuraciones psíquicas que se producen a escala social pueden arrastrar a sociedades íntegras a la autoinmolación en pos de fantasmas.
Para una sola persona, este error sistémico ha recibido diferentes nombres: trastornos narcisistas de la personalidad, patologías de la identidad, personalidades infantiles, síndrome de narcisismo maligno, entre muchos otros… pero en todos los casos, cuando se convierte en metaerror, lleva a una convulsión moral de límites impredecibles aun a escala colectiva.
Por razones geopolíticas y económicas, que se mantienen desde la Segunda Guerra Mundial, para los EE. UU. de América —y su industria cinematográfica—, la figura de Adolf Hitler ha necesitado ser paradigmática en este sentido, pero sabemos que no fue el único.
Sabemos que, si tomamos por número de asesinatos —y hasta donde se puede calcular— la trascendencia negativa de Stalin y Mao lo superaron ampliamente.
Como sea, nos queremos acercar una vez más a la figura de Hitler a través de una áspera crítica a la estupidez de la guerra en un filme clásico de 1959: El puente (Die Brücke) de Bernhard Wicki, filmada en la Alemania Occidental (a menos de quince años de terminada la guerra, lo cual no es un dato menor) y que tuviera en su época un amplio reconocimiento internacional: nominada al Oscar como mejor película de habla no inglesa; cuatro premios en Alemania —incluyendo mejor película y mejor director—; Globo de Oro como Mejor Película de habla no inglesa en 1959.
En la Argentina el Astor de Oro del Festival de Mar del Plata de 1960 como mejor película, y en 1961 el National Board of Review a la mejor película extranjera.
Un puente al absurdo
Basada en una historia real, que ni siquiera figura en los registros oficiales del ejército, El puente resalta los acontecimientos que vivió un pueblito alemán en los estertores de la Segunda Guerra Mundial.
Las fuerzas aliadas se acercaban. Los líderes políticos locales abandonan subrepticiamente sus oficinas y dejan atrás el aire caliente de sus discursos y arengas. El régimen está cayendo. Muchos de los padres y abuelos del lugar saben de lo estéril de esas luchas porque las habían vivido y sufrido en la Gran Guerra.
Los más jóvenes, en cambio, y a medida que se van convirtiendo en los personajes centrales de la película son el ejemplo de aquel metaerror que habíamos mencionado: llevados, como integrantes de la sociedad, al perfeccionamiento del error inicial, ligado al ya legendario “Golpe de Múnich” de 1923 en la Bürgerbräukeller, la célebre cervecería que había elegido Hitler para su lanzamiento político.
La película consta de tres partes bien diferenciadas. Comienza luminosa y expone la vida diaria del pueblo, siguiendo una estética muy cercana al Neorrealismo Italiano: la pobreza de las familias, el romance ingenuo, las picardías, sueños e ilusiones de la juventud van rodeando a los siete muchachos que se irán alzando, a través de historias sin mucho vuelo —realistas, en efecto—, hacia el discurso más denso de la guerra… guerra que no está ausente: como se dijo, las autoridades —incluyendo al comisario político del lugar y padre de uno de los chicos— va sacando a su familia de allí por tren.
Se cruzan los comentarios acerca de los combates y mientras los mayores se estremecen ante la posibilidad de que los aliados aparezcan de un momento a otro, los jóvenes esperan ansiosos la promesa del inmediato reclutamiento. Nada puede, por parte de los adultos, contra la necedad de tal entusiasmo.
Palabras como patria, valor o muerte siguen tan vigentes en ellos como en los primeros días del nazismo. Una clara señal acerca del desenlace sucede cuando uno de los chicos, Klaus (Volker Lechtenbrink), enamorado de su compañera de clase Franziska (Cordula Trantow), le reclama a ella un reloj pulsera que él le había prestado.
La enternecedora tristeza de la muchacha al tener que devolver el preciado tesoro empieza a diseñar el drama que se avecina. Al llegar las cartas de reclutamiento, las historias de cada uno de ellos terminan convergiendo.
Los preparativos y las despedidas van preparando esta segunda parte del filme: una suerte de entreacto donde la mirada de Wicki recae sobre los días de adiestramiento de los soldados. Las situaciones de esfuerzos ridículos que deben hacer los novatos no encuentran eco en su visión de la realidad: el lavado de cerebro parece ser total e ignorantes de sus carencias, sólo los mueve la fuerza de los discursos oídos desde la niñez.
Sabiendo como sabemos hoy de qué manera concluye todo, el entusiasmo en ellos es análogo a la visión espectral de un sueño: todo es real y verdadero… aunque allí nunca hubiera habido nada. Están decididamente fanatizados.
En relación con esto, es especialmente interesante la figura del maestro de escuela Stern (Wolfang Stumpf), quien, tras conocer que sus alumnos tendrán que ir, presumiblemente, al frente, queda emocionalmente desangelado.
Es significativo el momento en que el maestro, mirando a sus alumnos por la ventana, se lamenta y reniega de algunas de las cosas que él mismo les había inculcado en el aula.
Repentinamente, tras arduas prácticas y como creciendo en un sueño, llega la orden de despertarse. En medio de la noche empiezan los preparativos porque ha llegado la orden de marchar. En ese momento, ya el filme ha virado hacia la oscuridad y las formas se van desdibujando, los límites se pierden y caemos sin darnos cuenta en una estética más cercana al viejo Expresionismo Alemán.
Con los chicos arriba del camión, y entreviendo la inutilidad de su participación como soldados, uno de los mandos militares decide que los siete jóvenes se queden vigilando el puente de entrada al pueblo: tarea sin sentido ya que nos enteramos que está prevista su demolición antes de que se acerquen las tropas enemigas.
Cuando ellos, a poco de andar en el camión, deben descender, se dan cuenta que los han dejado a pocas calles de sus casas y lugares de sus anteriores e infantiles aventuras. La fractura visual de la noche, sin embargo, presenta a los siete como abandonados en el centro mismo de un mal sueño.
Armados con bazookas, fusiles y ametralladoras, y desilusionados por no haber ido al frente, arman su puesto de defensa. En un momento, el siniestro retumbar de la artillería enemiga los hace callar y mirar hacia la oscuridad. Wicki los hace ver como siete fantasmas perdidos sobre un viejo puente en un río cualquiera: su jefe militar inmediato es abatido en el pueblo sospechado de desertor.
A pesar de que todo el ambiente se ha vuelto tétrico, la inconsciencia frente al peligro parece animarlos: se ponen a comer, suben la ametralladora a una de sus casas del árbol junto a “su puente” (su lugar de aventuras) y se ponen a esperar.
La fotografía, entre tanto, se ha tornado oscurísima, y el frío ha traído una niebla que hace del lugar una especie de limbo sumergido en una ceguera espiritual… quizás la misma ceguera de sus jóvenes almas frente al horror de lo que es la guerra.
El estado de la película, a estas alturas de la noche, es de tensa calma donde los efectos de sonido se vuelven centrales: el retumbar lejano de la artillería los llama por un momento a la realidad.
El fatalismo acompaña a la oscuridad y Wicki va evolucionando con sus personajes, entretejiendo miedo e ingenuidad. La llegada de soldados alemanes huyendo del frente es otro punto de inflexión: uno de los combatientes le regala a uno de los muchachos un chocolate “para que se lo coma antes de morir”.
El amanecer, por su lado, es una lenta confirmación de la oscuridad, revelando la sordidez en la que está sumido el pueblo. Todo va subiendo a un atronador crescendo: un avión aliado de reconocimiento ataca el puente y los chicos comienzan a enfrentarse al horror y a la muerte, pero sin abandonar nunca el fanatismo.
En este punto hay que reconocer la clarividencia del director al sugerir que aun frente a la muerte, la estupidez de sostener el error sigue vigente en las mentes infantilizadas por consignas vacías, hace tiempo, de contenido. De pronto, el sonido ominoso de los tanques enemigos llegando, ocultos todavía por el caserío, pone en guardia a los jóvenes… y comienza el combate.
No seguiremos el relato para no develar el final, pero destacaremos la estridencia trágica de las imágenes, los primerísimos planos llenos de angustia, suciedad y sangre, un montaje que se torna vertiginoso por momentos
Elementos todos que revelan el gran dominio de Wicki para dejarnos el saldo completo de muerte y de dolor, donde el comienzo mismo de la película parece ahora haberse borrado de nuestro registro mental como espectadores: sin haber casi lapsus en la continuidad de la historia, pareciera que estuviéramos, sobre el final, con otra película muy diferente palpitando en la retina.
Casi hasta terminar la obra, la estupidez del error sobre el error está todavía presente, especialmente en la sonrisa de los chicos cuando logran acabar con algún enemigo mientras las balas y cañonazos enemigos se encarnizan contra su sitio en el puente.
Pero pronto, la luz de la mañana nos va dejando la conciencia de la destrucción, del hondo olvido de vivir que nos puede invadir cuando algún estúpido nos seduce con su vacío mental.
Sin música a lo largo de toda la cinta, nos quedamos ahora nosotros completamente solos y desarmados frente al cuerpo inerte y vacío del puente, mientras el humo de la destrucción lo va cubriendo todo, dejándonos como solitarios y sombríos espectadores de esa nada que se agazapaba, sonriente e invisible, en la ya lejana sombra de la cervecería de Münich.
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Tráiler:
Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.
“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.
“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.
Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.
*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: El puente (1959).