La reciente obra del escritor nacional Jaime Collyer es sin duda una gran novela, urdida con una prosa exquisita, que si bien puede interpretarse como una ficción basada en los últimos 50 años de la vida republicana del país, también contiene una profunda reflexión cívica que trasciende lo netamente local, al apelar en todo momento a la infamia universal de la tortura y de su horror.
Por Mauricio Embry
Publicado el 13.12.2020
Gente en las sombras (LOM Ediciones, 2020) es una novela escrita por Jaime Collyer (1955), quien es autor de diversos volúmenes de cuentos, tales como Gente al acecho, La bestia en casa, La voz del amo o Swingers, así como de las novelas El infiltrado, Cien pájaros volando, El habitante del cielo, La fidelidad presunta de las partes y Fulgor.
Asimismo, ha publicado los libros de ensayos Pecar como Dios manda: desde los orígenes hasta la Colonia y Chile con pecado concebido: el siglo XIX. Recientemente, ha publicado también sus cuentos completos en los volúmenes Los héroes y Los monstruos.
En esta novela, Collyer nos cuenta la historia del periodista y escritor Álvaro Larrondo, quien debe escribir una crónica sobre el centro de detención y tortura conocido como Campo D, al cual el gobierno de turno pretende transformar en un memorial.
La remodelación del mismo está en manos de la arquitecta Svetlana Braun, hija a su vez de una mujer que fue sometida a crueles torturas al inicio de la dictadura.
La historia está narrada en dos momentos temporales, uno en el presente, en el que el coronel Efraín Prada, militar en retiro a cargo en su momento del Campo D y acusado de graves violaciones a los derechos humanos, es objeto de un atentado que lo deja en estado vegetativo justo en el momento en que pretendía publicar sus memorias; y el segundo, meses antes del atentado, mientras Larrondo y Svetlana realizan su trabajo en el campo D, para lo cual Larrondo realiza una serie de entrevistas a Prada, así como a tres sobrevivientes de dicho centro de detención.
A pesar de que los hechos parecen ocurrir en Chile (se utilizan de vez en cuando varios modismos típicos de nuestro país), y en ningún momento se menciona el nombre de ningún lugar y mucho menos se hace referencia histórica a personajes políticos reales de la dictadura militar o del período de transición a la democracia.
Es cierto que hay referencias a un general que era el líder del gobierno militar, a un subsecretario de un gobierno que se infiere es de centro izquierda y que ha pactado con los militares para llevar a cabo una transición pacífica a la democracia (elementos todos idénticos a nuestra historia reciente), pero al usar cargos genéricos y no entregar ningún nombre real, la atmósfera de la novela termina siendo casi distópica, al estilo 1984, de George Orwell, otorgándole así una universalidad única a los hechos narrados en la ficción, lo cual resulta un acierto si consideramos que las torturas y desapariciones han sido comunes a múltiples dictaduras y totalitarismos a lo largo de la historia.
Este interés por lo universal de la tortura puede apreciarse también en el hecho de que Larrondo, al investigar sobre el tema para escribir su crónica, recuerda una visita que realizó al campo de Sachsenhausen el año 1995; se refiere en contadas ocasiones a la figura de Eichmann (criminal de guerra durante el régimen nazi); y lee sobre la muerte y desaparición del Zar Nicolás II y de toda su familia luego de la Revolución Rusa.
En otro pasaje, discutiendo con Svetlana, se nos menciona también que, durante el Renacimiento, mientras Da Vinci estaba pintando, los Borgia envenenaban a sus opositores.
Así, pues, la novela si bien es claramente un libro sobre la dictadura y el proceso de la transición chilena, es también una reflexión profunda sobre el horror y la capacidad del ser humano de dañar a otros, algo transversal en todo tiempo y lugar.
Tal vez sea ese afán de universalidad lo que lleva también a que el narrador de la novela, en tercera persona, utilice un lenguaje pulcro, exento de todo tipo de modismos o malas palabras, utilizando una prosa muy cuidada, culta y hasta bella, lo que genera un contraste interesante con las situaciones inhumanas que se nos narran en la novela.
Ello no impide, claro, que en ciertos momentos se citen garabatos o insultos en perfecto “chileno”, proferidos por los agentes de inteligencia contra los prisioneros del Campo D, pero ellos están convenientemente puestos entre paréntesis o entre comillas, de tal modo que queda totalmente claro que no son parte de la voz narrativa.
Ese contraste, por lo demás, genera un efecto muy interesante, casi irónico, al escuchar narrado en ambos registros (uno culto y el otro procaz) los mismos hechos. Así, por ejemplo, al hablar de los prisioneros, el narrador dice lo siguiente:
“Allí donde sobrevenía la embestida inicial contra cada uno y daba comienzo la prolongada noche inaugural en la “sala de máquinas” , con destelladas imprevisibles de la jauría circundante y las risas de fondo, en todo momento risas y frases que buscaban zaherir al prisionero en su dignidad (‘y a este huevón esmirriado de dónde lo sacaron …?’) o a la mujer en sus pudores, aludiendo con voz procaz a su voluptuosidad presunta, la de la nueva prisionera al alcance de sus zarpas (‘A esta yegua se la va a servir el jefe más rato’) (…)”.
Literatura dentro de la propia novela
El foco del narrador es también llamativo, porque va cambiando y posándose rápidamente de un personaje a otro con solo párrafos de diferencia, de tal manera que tan pronto estamos en la mente de Prada como podemos pasar a la de Lorena, una de las sobrevivientes del campo D, complementándose la narración de los hechos con ambos puntos de vista.
Este paso de foco de un personaje a otro está magistralmente bien ejecutado, de tal manera que no se nota forzado y el lector comprende el cambio sin que en ningún momento le choque o confunda.
El estilo cuidado de la prosa se transmite también a los personajes (principalmente a Larrondo, cuyo lenguaje se parece muchísimo al del narrador), lo que podemos apreciar en este pasaje, en el que el protagonista elucubra sobre los prisioneros del Campo D y se refiere a ellos del siguiente modo:
“¡Un ectoplasma cubierto de sus propios desechos, azotado contra el piso de baldosas! Levantado después entre varios y convertido en un bulto que solo atinaba a estar recogido en la silla para protegerse en vano de los puñetazos, pero no del miedo. El miedo que se le iba afincando bien adentro…”.
Ahora bien, considerando que Larrondo debe escribir una crónica sobre el Campo D, resulta también relevante referirnos a la incorporación de elementos metaliterarios en el libro, es decir, a los pasajes que hablan de literatura dentro de la propia novela.
Y es que en varias páginas se hace referencia a la falta de inspiración de Larrondo, a su proceso creativo, lo que es también un aspecto de la novela que hace que sea diferente de otros libros totalmente realistas sobre la dictadura.
Es más, como nunca leemos el artículo completo que Larrondo escribe sobre el Campo D, podríamos llegar a pensar, dada la similitud entre el lenguaje del narrador y del protagonista, que la novela completa no es más que el borrador de la crónica que Larrondo ha escrito sobre el Campo D, en el que, como recurso literario, se nombra a sí mismo en tercera persona, algo que si bien no se puede afirmar con certeza, es una interpretación totalmente plausible, pues en el libro se incorporan las fuentes que investigó, las declaraciones de Prada y de los tres sobrevivientes, sus propias apreciaciones y las de Svetlana, con la que trabajó en el proyecto, etcétera, todos elementos que son comunes a la crónica que Larrondo debía entregar.
Pero este no es el único elemento metaliterario que se incorpora en la novela, ya que en un par de pasajes también se realiza una reproducción de las memorias de Prada, un texto que resulta ser, contra todo pronóstico, más inspirado que el de Larrondo, generando algo de envidia en el protagonista:
“Considerando además sus propias dificultades con el tema, comenzando a vislumbrar una posibilidad no contemplada: la idea escasamente alentadora de que solo Prada pudiese ahora suscitar un texto verdaderamente evocador del Campo D, quizás porque no precisaba evocarlo, tan solo debía recordar la experiencia, ¡revivirla en su interior!”, se nos narra en un pasaje y, aunque Larrondo intenta centrarse en la culpabilidad de los crímenes de Prada para restarle méritos al texto, esa noche no puede dormir.
Y es que, ¿cómo puede un tipo que torturó, mató e hizo desaparecer a tanta gente tener, aunque sea un poco de sensibilidad, como para escribir un texto medianamente inspirado?
Es la literatura también la que une al protagonista Larrondo con este detestable coronel Prada, un personaje que se las da de galán, que evade hablar de su pasado en el campo D y que justifica constantemente su conducta durante la dictadura diciendo que todo lo hizo por la patria y porque era lo que había que hacer.
Pese a ello, las diversas entrevistas que tienen ambos personajes, primero con las preguntas que le hace Larrondo para la crónica y luego cuando Prada le pide leerle sus memorias, van acercándolos y, aunque a Larrondo le sigue pareciendo un ser deleznable, de uno u otro modo le coge algo de cariño, “humanizando” así al monstruo.
La banalidad del mal
En nuestra mente vemos muchas veces a este tipo de personajes monstruosos de manera unidimensional, buscando en psicópatas, violadores o cualquier tipo de criminales la maldad en cada aspecto de sus vidas, como si se tratara de un villano de una película para niños.
Nos choca pensar que a Hitler pudieran gustarle los perros o que un torturador de la CNI tal vez pudo ser un buen padre. Nos choca aún más imaginar a estas personas llegando a su casa a tomar once y comer pan con palta luego de torturar, asesinar o violar a otro ser humano.
Es parte de lo que Hannah Arendt denominó la “banalidad del mal”, término acuñado en su libro Eichmann en Jerusalén, y que queda muy bien reflejado en esta novela en la figura de Prada.
Porque, así como Osvaldo Pincetti, conocido como el Doctor Tormento (agente de la DINA), daba instrucciones a Jorgelino Vergara, el Mocito del cuartel Simón Bolívar, sobre cómo debía preparar el café mientras torturaba a los detenidos, según se nos narra en el Libro La danza de los cuervos, de Javier Rebolledo (Ceibo Ediciones 2012), vemos también cómo Prada en lugar de sentirse culpable por sus acciones en el Campo D, está más preocupado de limpiarse el aura, de rememorar sus andanzas en la Escuela Militar o de que no le tiren huevos sus detractores, porque esas manchas son más difíciles de sacar que las de tomate o naranja.
Es el mismo comportamiento también del conocido torturador Osvaldo Romo, quien, según el reportaje de Ciper “Punta Peuco II: los cachureos del Guatón Romo”, durante su estancia en la cárcel escribía en un cuaderno sobre la temperatura, el santoral, lo que comía o sus problemas médicos, es decir, cosas comunes y corrientes, que chocan con la idea del monstruo que tenemos en el inconsciente colectivo sobre personajes que cometieron atrocidades como él.
El libro se plantea esta cuestión en diferentes momentos, siendo uno de los más claros cuando el narrador, focalizado en Larrondo, dice:
“Al volver a su despacho seguía dándole vueltas, enfocado ahora en el interrogador y los encargados de administrar el tormento, preguntándose —como ya habían hecho tantas veces con Svetlana— cómo hacían aquellas sanguijuelas para cumplir su faena durante horas y noches enteras y seguir después con su derrotero habitual o la vida más o menos intrascendente que les había tocado en suerte. ¿Discurría su labor por un carril paralelo, que los conseguían aislar de su ida hogareña? ¿Era posible sostener una rutina así, ser un individuo que solo hacía su trabajo y volvía luego al carril diurno sin remordimientos, para ayudar a los niños en sus tareas o sacar al perro a cumplir sus necesidades en la plaza…?”.
Los nombres de los personajes, en tanto, son tan llamativos que quedan en la retina del lector y resuenan en el oído mucho después de haber concluido la novela. Son, quizás, muy poco chilenos, lo que apela nuevamente a esta universalidad que se mencionaba al comienzo.
Así, por ejemplo, tenemos al abogado Godofredo Ruy Díaz, al coronel Efraín Prada, al exrevolucionario Dantón, al Subsecretario Beregovic, a los protagonistas Álvaro Larrondo y Svetlana Braun, e incluso a un gato llamado el Larry.
Todos nombres muy bien escogidos, de tal manera que uno puede imaginar su ideología política y hasta su físico solo con el nombre, lo cual es otra muestra de la genialidad del autor.
Los cómplices pasivos
La denominada “trama civil”, referida a los segmentos de la burguesía involucrados en la represión de la dictadura, que se vieron beneficiados o fueron cómplices pasivos de la misma, se encuentra también plasmada en la novela de manera espectacular, dejando claro cómo muchos de los que apoyaron la dictadura viven hoy tranquilos, retirados e incluso apareciendo como símbolos de unión para el país.
Elementos propios de una transición en la que abundaban discursos repletos de eufemismos, en los que, durante años, no se hablaba directamente de “dictadura” o en la que se negaban o minimizaban las graves violaciones a los derechos humanos ocurridas en el país, con la venia no solo de quienes apoyaron al régimen, sino de los supuestos opositores al mismo, quienes con el fin de lograr la tan anhelada “reconciliación” incluso abogaron para que, cuando Augusto Pinochet fue detenido en Londres, este volviera a Chile y no fuera extraditado a España.
En la novela, ese tipo de personajes se ve representado tanto por el subsecretario Beregovic, quien está siempre preocupado de que la crónica de Larrondo no genere molestias a nadie, como por el abogado Ruy Díaz, quien, además de defender a Prada en el juicio en su contra, fue también ministro de Estado de la dictadura y está muy preocupado de que las memorias de su defendido no salgan a la luz, poniendo en evidencia su participación y la de otros aliados del régimen pinochetista.
El libro contiene también una reflexión sobre la memoria tanto a nivel individual, plasmado en los recuerdos de los sobrevivientes o en el texto que escribe el mismo Prada, como a nivel colectivo, representado por el memorial que el gobierno quiere hacer en el Campo D, y respecto al cual Svetlana se cuestiona si no terminará siendo solo un objeto de comercio lleno de turistas ávidos por comprarlo todo, incluso aquellos objetos que puedan ser atentatorios contra la dignidad de las víctimas.
Como contrapartida, se reflexiona también sobre el olvido, pues a nivel país, Ruy Díaz le comenta a Larrondo lo necesario que resulta que algunas cosas se olviden para lograr la reconciliación y unión del país, mientras Svetlana le cuenta al protagonista la “bendición” que significó para su madre tener demencia, permitiendo que, por fin, dejara de recordar las torturas recibidas durante los interrogatorios a los que fue sometida.
Gente en las sombras es, en definitiva, una gran novela, escrita con una prosa exquisita, que, si bien puede interpretarse como un recorrido por la historia reciente de nuestro país, contiene una reflexión tan profunda que trasciende, como deben hacerlo las grandes obras, lo netamente regional, apelando en todo momento a lo universal de la tortura y el horror.
***
Mauricio Embry nació en Santiago de Chile (1987) y es abogado y licenciado en derecho por la Pontificia Universidad Católica de Chile, además de escritor.
Desde el año 2014 ha participado en distintos talleres literarios, destacando los cursos impartidos por los escritores Patricio Jara y Leony Marcazzolo.
En el año 2016 publicó el cuento «Una cena para Enrique», dentro del libro En picada (editorial La Polla Literaria), un volumen que agrupó distintos relatos concebidos por los participantes del taller de Leony Marcazzolo.
Entre octubre de 2018 y septiembre de 2019 cursó y aprobó el máster en creación literaria, impartido por la Universidad Pompeu Fabra en Barcelona, España.
Asimismo, acaba de publicar su primera novela, titulada La ideología de los perros (Libros del Amanecer Limitada, 2020) y es redactor estable del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: El escritor chileno Jaime Collyer en 2017.