El autor de «Para un pueblo fantasma» sostenía que un iluminado de Cabildo, su tierra última, le había revelado que poseía un ángel de la guarda andrajoso pero sumamente poderoso. Así, y subentendiendo el vate que no debería preocuparse demasiado de las cosas mundanas, dejaba pasar las horas observando los detalles de los días.
Por Álvaro Ruiz
Publicado el 2.7.2022
Conocí a Jorge Teillier en el refugio Ramón López Velarde, de la Sociedad de Escritores de Chile, en el invierno de 1977.
Un bar que reúne a escritores, que vende vino y empanadas fritas, al interior, en un subterráneo de esta casa que consiguió Pablo Neruda para el gremio durante el gobierno del presidente Jorge Alessandri Rodríguez (1958 – 1964), situada en pleno centro de Santiago y cuya vajilla fue donada por el gobierno mexicano a través de su embajada, razón por la cual el refugio lleva el nombre del poeta López Velarde y sin duda, también por aquella preferencia de Neruda.
Él tenía 41 años y yo recién veintitrés. Hacía pocos meses había publicado mi primer libro. Una mutua empatía hizo fácil el desarrollo de una amistad que se extendió hasta el día de su muerte, en abril de 1996.
Conocí a Jorge Teillier lo suficiente como para referirme a su origen, su entorno, sus influencias, su postura intelectual, sus amistades y su obra, fundamentalmente su obra, la cual admiro hasta el día de hoy.
Nació en Lautaro, en el sur de Chile, cerca de Temuco, tierra donde se educó Neruda, el 24 de junio de 1935, cuando en otro suceso moría en un accidente aéreo cerca de Medellín Carlos Gardel. Jorge Teillier siempre sostuvo, con cierto honor, haber nacido el día que murió Gardel.
Esa zona es conocida como la región de La Frontera, ya que las autoridades españolas durante la colonia determinaron que al sur del río Biobío era territorio inexpugnable, de alta peligrosidad dada la fiereza, el espíritu indómito y guerrero de los araucanos. Entre el 80 al 90% de los españoles en la conquista de América muere en la Araucanía, el actual sur de Chile (para satisfacción de aquellos espíritus anti hispanos).
El poeta y soldado español Alonso de Ercilla y Zúñiga los describe como orgullosos, soberbios y belicosos entre otras características en su extenso poema épico La Araucana, donde canta con emocionados versos el valor de los araucanos. De hecho, la guerra de la Araucanía duró 300 años.
De ahí proviene Jorge Teillier. Su abuelo paterno era francés, venía de Burdeos y tomó residencia en esta región. Quizá por aquella sangre que en cierta medida corría por sus venas, Teillier siempre admiró a aquel loco de Orelie Antoine. Primero, un aventurero francés que se hizo proclamar Rey por los araucanos en 1861 cuando Chile ya poseía su independencia de España, el cual fue apresado y expulsado del país por las autoridades chilenas de la época.
Pero porfiadamente reingresó a través de la Argentina a sus míticos territorios siendo apresado otra vez y deportado definitivamente a Francia donde hoy un tataranieto sostiene ser descendiente directo del Rey de la Araucanía.
Eso por el lado francés del poeta, degustador de ostras, calamares y otras delicias oceánicas y su inigualable amor por el vino tinto, amor tan profundo que lo prefirió a muchas mujeres que pretendieron su corazón de alondra.
Siempre me habló de su tío abuelo Jorge, razón por la cual él llevaba su nombre, un francés que había participado en la Primera Guerra Mundial, que bebía vinos de buena cepa y narraba sus hazañas con lujos de detalles.
«Nueva York 11»
El vate se casó joven con Sibila Arredondo Ladrón de Guevara, digo los dos apellidos para señalar a su madre, la escritora Matilde Ladrón de Guevara. Tuvieron como en los cuentos de hadas unos años felices y dos hijos.
Teillier había estudiado historia y geografía en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, en Santiago, y tiempo después fue director del Boletín de la misma universidad, órgano de gran prestigio en el medio literario e intelectual chileno, cargo que abandonó voluntariamente años después cuando las Fuerzas Armadas derrocaron violentamente al presidente constitucional de la República, Salvador Allende Gossens.
Chile cae en el peor de los oscurantismos. La situación de los escritores se hace extremadamente difícil. Su exesposa Sibila se empareja con el escritor indigenista peruano José María Arguedas, al cual acompaña sentimentalmente hasta poco antes del suicidio de éste ocurrido en Lima, Perú.
A partir de este hecho Jorge Teillier, a mi juicio, comienza a guiñarle el ojo del corazón a muchas distintas etiquetas de vino. Bebe a destajos. Se enamora de la novia del poeta Enrique Lihn, una buenamoza llamada Beatriz (como en la Divina Comedia), Beatriz Ortiz de Zárate, con la cual contrae segundas nupcias (náuseas dicen algunos pícaros chilenos) y cuyo matrimonio duró otros escasos años.
Solo otra vez, recorre el femenil firmamento de las bellezas chilenas, siempre acompañado de un trago alentador. Así conoce a Cristina Wenke, una hacendada chilena de origen alemán que lo acompañará hasta el final de sus días, quien lo cuida y protege a su manera. A su manera, porque lo interna muchísimas veces en clínicas y hospitales siquiátricos contra su voluntad.
Recuerdo una carta que me entregó para que la publicaran los diarios, donde fustigaba a Cristina, al escritor Enrique Lafourcade y al poeta Fernando de la Lastra, a quienes acusaba de traición e hipocresía a raíz de la trampa que se le tendió cuando por ellos invitado al bar de la plaza Mulato Gil de Castro se encontró que lo esperaban violentos enfermeros del sanatorio El Peral que lo redujeron a camisa de fuerza y lo internaron en dicho hospital público.
Guardo la carta como un recuerdo ya que jamás la hice publicar por considerar que el contenido de ésta atentaba contra su seguridad inmediata.
Sus visitas a mi casa de Pérez Valenzuela, en la comuna de Providencia, fueron frecuentes. Bebíamos algunos brindis y conversábamos de cualquier cosa a excepción de poesía, tema que le causaba un gran tedio.
También nos reuníamos casi a diario en el legendario bar La Unión Chica, el famoso Nueva York 11, lugar de encuentro de escritores, pintores y poetas, especie de escuela literaria capitaneada por el mismísimo Teillier y constituida, entre otros, por los poetas Rolando Cárdenas, Eduardo Molina Ventura, Roberto Araya, Aristóteles España, Ramón Carmona Carrasco, Mardoqueo Cáceres, Ronnie Muñoz Martineaux (a su regreso del exilio), los escritores Iván Teillier, Ramón Díaz Eterovic, Edmundo Moure Rojas, Carlos Olivares, Enrique Valdés, el ensayista Juan Guzmán, el pintor Germán Arestizábal, y el hípico y amigo de todos, Augusto Morales.
Un grupo heterogéneo con cuyos cofrades se publicó una antología titulada Nueva York 11, que era la dirección del bar, en pleno centro de Santiago. Esta antología, hoy una rareza, tuvo un éxito insospechado y se vendió rápidamente.
Los medios de información cultural le dedicaron sendos artículos y muchos amantes de la literatura comenzaron a acercarse a nuestras mesas, sin embargo, eran sistemáticamente rechazados ya que el grupo era un tanto díscolo y cerrado a nuevos tripulantes, lo que trajo antipatías y comentarios ensañados, con aquella saña que produce el rechazo y la envidia.
Teillier era un poeta de pocos amigos y muchos conocidos. La rutina cotidiana le aburría enormemente. Más de una vez me confesó que bebía para rehuir esta escalofriante realidad. Parodiando el título de las memorias de Neruda declaraba: «Confieso que he bebido». Decía que un poeta que escribía tres poemas buenos durante su vida ya cumplía su misión literaria, la cosa era escribir estos tres poemas y no mil quinientos malos.
La Unión Chica fue una estricta academia literaria en un mar de botellas de vino, donde la presencia esporádica de otros autores, entre ellos, Francisco Coloane, Jorge Edwards, Gonzalo Rojas, Enrique Lafourcade, Mario Ferrero, Gonzalo Drago y muchos otros, no hacían sino confirmar que las voces del grupo de escritores que ahí se reunían habían traspasado los muros del bar, en gran medida muros impuestos por los tiempos salvajes y represores de la dictadura militar.
En la Unión Chica se intercambiaban libros y revistas sin permiso de circulación. Había que saber expresarse y saber defenderse porque en cualquier minuto uno podía ser blanco de una agresión verbal, aumentada por los vaporosos efluvios de un cabernet sauvignon.
Había dos grandes cuadernos empastados. Uno era la bitácora, donde se llevaba el registro de los días, y el otro era un libro de actas, donde se especificaba quienes eran miembros, cuales eran las reglas de admisión, declaraciones juradas sobre algún hecho puntual y respuestas de algunos miembros que ausentes habían sido víctimas de injuria.
Todo se anotaba en estos libros y también a veces poemas sobre un tema sugerido. Recuerdo que Teillier una vez propuso con gran nostalgia y como buen sureño el tema del tren y todos escribieron algo el mundo ferroviario.
Tiempo después dada la confusión de miembros y allegados se llamó a reunión general y en aquella sesión se nombró presidente honorario, relativo y transitorio al mítico poeta Eduardo «Chico» Molina, por ser el mayor de todos. Este desde su cargo presidencial determinó crear la Cofradía de los Botones Negros.
Uno de los contertulios fue al bazar más próximo y trajo una docena de ellos, los cuales fueron repartidos entre los miembros formalmente inscritos en el Libro de Actas y de ahí en adelante para sentarse a la mesa de los poetas era necesario mostrar el botón negro, negro, negro de los días oscuros y tristes.
Si algún miembro era sorprendido sentado con extraños era castigado a pagar dos botellas de vino. El aspecto lúdico de aquellos días, sin duda, hizo más llevaderos los tiempos en que «la delación era una virtud».
Un ángel de la guarda sumamente poderoso
Se me viene a la memoria una anécdota de la cual fui testigo. Una tarde Teillier me citó al Bar Baquedano, en la Plaza Italia, en Santiago. Llegué antes que él, me senté en una mesa desde la cual observaba las cabelleras primaverales de los árboles del Parque Bustamante.
Ordené un Casillero del Diablo, un vino de buena calidad, pensando que era menos dañino para el deteriorado hígado del poeta. A los diez o quince minutos lo vi entrar, venía pálido y preocupado. Hace unos días había muerto su hermano menor Iván, al cual me referiré más adelante.
Se sentó, bebió unos sorbos de vino y me confesó que algo extraño le ocurría. Que desde hacía dos días al bar que entraba se le acercaba un extraño, un extraño distinto cada vez, que le ofrecía servirse un Campari, lo invitaba a beber una copa de este trago de dudoso origen italiano.
A decir verdad, pensé que era un cuento, un hecho real trastocado o que se hallaba en el umbral del delirium tremens. Le pregunté de qué cosa hablaba, que la realidad a veces era imaginaria. A lo que me respondió un tanto alterado, que todo era absolutamente real y que la situación se reiteraba una y otra vez.
A los pocos minutos un hombre desconocido que solitario bebía en la barra se acercó a nuestra mesa y derechamente a él le ofreció por su cuenta un Campari. Yo enmudecí y perplejo ordené otra botella de vino. Ahora pienso que su hermano Iván venía a brindar desde un estadio abstracto y a susurrarle al oído que morir es mentira.
A su madre, Sara Sandoval, originaria de Chillán, no la conocí. Sí a su padre, Don Fernando Teillier, una vez que vino a Chile no sé si de Rumania o Mozambique, países en los que residió durante su largo exilio a la caída del presidente Salvador Allende (don Fernando fue Gobernador de Lautaro durante el período de la Unidad Popular en Chile).
Recuerdo que le hicimos una recepción en mi casa y también recuerdo que bebí agua mineral todo aquel atardecer observando el rostro del padre de Teillier. Él, a su vez, observaba con agudeza a Jorge e Iván —hermano este último del poeta— también escritor, de cuentos, novelas y relatos, los que firmaba como Iván Teillier.
No así la poesía cuyos libros llevaban como autor a I. A. Stern. Don Fernando observaba a ambos beberse sus tintos con cierto dolor en medio de los recuerdos y narraciones de aquellos lugares en los cuales había residido. Sin caer en chauvinismo le regalé la bandera de Chile doblada para que la llevara a su casa en la selva de Mozambique.
En sumas, Jorge Teillier hizo de su vida una renuncia a gananciales. La dedicó a la observación, de un paisaje a otro, bucólico o urbano, a la observación por sobre todas las cosas, a la observación de la naturaleza y del hombre, a sus oficios (a lo Whitman) y a la lectura, no solamente de la poesía, de la cual conocía prácticamente la historia universal, sino también a la lectura de la historia y de la geografía (por él pasaban los ríos y golpeaban las olas de todos los océanos del mundo) lo cual había estudiado detenidamente.
Le interesaba enormemente la botánica y el esoterismo, donde siempre el misterio le hacía sonreír. Teillier en una época fue el favorito de Neruda aunque eludió hábilmente ese honor. Años después, ya muerto el Nobel, declara en una entrevista que Pablo Neruda era un poeta de cortes y él lo contrario, un poeta del silencio, que le debía más a los bosques, a las aguas, a los ríos, que al Partido.
Admiraba a Sergei Esenin, a Paul Verlaine, a René Char, a Georg Trakl, a Heinrich Heine, de cuya obra extrajo un verso para intitular su primer libro, me refiero a Para ángeles y gorriones, a Lewis Carroll, a Dylan Thomas, al cubano Eliseo Diego y a varios otros, a Rilke, a Pavese.
Nunca a autores por ser militantes del partido que fuesen, derechas o izquierdas, sino a poetas comprometidos con la poesía, con el hombre, con la belleza (aunque esta sea amarga).
En los últimos diez años de su vida no le interesó viajar. Decía que un viaje a La Ligua (pequeña ciudad al norte de Santiago) ya era suficiente para él. No le interesó ni siquiera viajar a congresos, lo vi arrojar al basurero invitaciones y pasajes a Suecia y a la India.
No recibir periodistas. Cerrar las puertas. Desechar los quince segundos, los famosos quince minutos de gloria a lo cual se refería Andy Warhol, la fama, ese asunto de vanagloria.
El éxito siempre a Jorge Teillier le pareció algo casi vulgar, aunque el orgullo de ser poeta tocado con la vara de los dioses fue más que suficiente en él, soberbio ante los desconocidos, un poco creído para los ninguneados. Para muchos un selectivo.
Recuerdo que una vez me regaló un libro que se llamaba (se llama) Un pedante sobre un poeta del poeta ruso Alexander Blok. El título ya dice bastante.
Teillier sostenía que un iluminado de Cabildo, tierra última de él, le había revelado que poseía un ángel de la guarda andrajoso pero sumamente poderoso. Subentendiendo el poeta que no debería preocuparse demasiado de las cosas mundanas, dejaba pasar las horas observando los detalles de los días.
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Álvaro Ruiz Fernández (Ottawa, 1953), poeta de culto —con una docena de libros—, cronista dotado, fue uno de los integrantes más jóvenes en su momento de la Cofradía de la Unión Chica, que lideraba el príncipe Jorge Teillier y que reunía durante la década de 1980 a un manojo brillante, a contramano del poder y del contrapoder, de vates, escritores y visitas en cada encuentro en el mítico bar capitalino, en una verdadera universidad desconocida como diría Roberto Bolaño, y de la cual fue un dilecto alumno el director del Diario Cine y Literatura, Edmundo Moure Rojas.
Imagen destacada: Jorge Teillier Sandoval en 1995 (por Daniel Osorio).