Estamos en presencia de una obra monumental —que desnuda con propiedad las carencias existenciales de una comunidad sostenida arriba de sus hartazgos— y también frente un texto de ficción que trasgredió los cánones tradicionales de la narrativa estadounidense de la segunda mitad del siglo XX, para consolidar a su autor, el malogrado John Kennedy Toole, como uno de sus mayores innovadores, a pesar de haberse suicidado apenas a sus 32 años.
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 12.12.2023
«Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificársele por este signo: los necios se conjuran contra él».
Johnathan Swift
Ignatius Reille es el antihéroe americano de esta novela apasionante que nos coloca en las antípodas de una narración habitual.
Un personaje estrafalario, con apariencia de oso descomunal, ávido de ingerir alimentos como una válvula de escape a una inteligencia superior rayana en la locura, esclavo de una relación edipiana que lo sojuzga a cada instante y lo aprisiona en esa morada materna donde sobrevive en un cuchitril: su habitación.
Desde ese constreñido lugar pretende controlar el mundo o, al menos, hacer que ese mundo despreciable descubra su existencia a través de sus manuscritos dislocados, de sus propuestas excéntricas, que canaliza a través de una supuesta novia: Myrna Minkoff. Ella en realidad representa su nexo de rebeldía con esa sociedad desechable y con quien, desde sus años de universidad, configuraron una manera de sacudir el ámbito académico con resultados cuestionables.
Solo que Ignatius no es un individuo común. No puede serlo. Acuciado por sus fantasmas internos y por una necesidad congénita de sacudir a los ciudadanos indolentes elabora teorías que, no obstante deslindar en lo absurdo, van dando cuenta de una problemática que parte de dos ejes centrales: su personalidad antigregaria y esquizoide, por un lado, y el repudio de esa sociedad norteamericana afincada en Nueva Orleans, por el otro, donde vivencia sus más profundos desequilibrios.
Desequilibrios que parten, sin duda, de una relación tormentosa y patética con su madre alcohólica, la señora Reille, con quien convive aun a sus 30 años de edad. Su padre ha muerto hace veintiuno y es indudable que Ignatius ha volcado sobre su progenitora todos los males que le aquejan.
Así, y desde sus ópticas de mutuas víctimas viven acosándose a diario. Hay un cariño enfermizo que los hace dependientes, no obstante que el círculo vicioso en que se hayan envueltos siempre los deja mirándose con una suerte de aversión y violencias contenidas.
Ignatius labora en Levi Pants, una fábrica de pantalones, donde González, su jefe administrativo, emerge como un déspota sibilino en relación a la gran cantidad de empleados existentes, la mayoría de raza negra y que da cuenta de la clara discriminación racial que Ignatius intenta denunciar.
Es en ese sitio donde también elabora sus tesis de protesta contra la misma empresa, pretendiendo representar las injusticias laborales y, además, procura consolidar otras propuestas que harán, desde su impetuosa imaginación, que el mundo entero tiemble con ellas.
Lo paradójico es que sus alocadas elaboraciones teóricas parecieran tener implícito origen en la atracción equívoca que siente ante Mirna Minkoff, quien a su manera y mediante sus constantes comunicaciones epistolares va dando cuenta de sus extravagantes formas de enfrentar el poder que sustenta a la sociedad norteamericana. Cada uno de ellos articula sus tesis y antítesis a partir de una admiración común mezclada con resabios de desprecio.
En esas misivas que cruzan una parte significativa de la novela se encuadran ambas posiciones avaladas por esa implícita necesidad de cariño mutuo que desarrollaron desde su juventud: una atracción intelectual y física que los ha hecho también dependientes de algún extraño modo, a pesar de no tener una relación constante ni cercana y que confluirá en un final aparentemente confuso, pero que John Kennedy Toole (1937 – 1969) sabe perfectamente desde dónde parte y hacia donde se encamina.
La soledad inicial y redentora
Esta tragicomedia se ampara, por otra parte, en una serie de personajes que conforman un mapa casi geográfico de la novela y que a guisa ejemplificadora se sintetizan en los siguientes: el patrullero policial Mancuso, siempre al borde del despido por su ineptitud funcionaria y que, sin embargo, simboliza a un Estado policial al cual se teme, antes de que se le respete como tal.
Gus Levi y su esposa, dueños de la fábrica Levi Pant, que, más allá de las supuestas casualidades en que se centra la novela, tienen un claro componente de vínculos ocultos que los van ligando durante la trama. Trixie, una anciana próxima a la jubilación, protegida por Ignatius y que tendrá un rol fundamental en el último tercio de la obra.
Además, Lana dueña de un cabaret de poca monta; Darlene, una bailarina decadente y Jones, un contestatario empleado de raza negra, quienes también se verán entremezclados en un desenlace del todo imprevisible.
De igual forma, Clyde, el dueño de una incipiente fábrica de salchichas donde Ignatius Reille terminará contratado arrastrando un carrito de ventas que recorre las calles como un ser esperpéntico que provoca carcajadas empáticas o una lastimera identificación con sus aventuras cuasi quijotescas.
Allí también se patentiza la jerarquía embrionaria de un poderoso comercio futuro. La empresa es el leit motiv estrecho donde se incuba el poder económico de una sociedad que asciende rápidamente hacia un confort desenfrenado y la búsqueda irracional de la competitividad material.
Y es quizás en ese entramado de locuras y desajustes de la realidad donde Ignatius Reille pasa por creer que es capaz de cambiar el curso de la historia humana a través de un movimiento de características sexuales que terminarán con las guerras y sus derivados.
Solo que sus propuestas se disuelven por el cúmulo ineludible de sus propias contradicciones personales. No hay coherencia en sus postulados. O si cree haberlos ellos son abruptamente rechazados por un medio del que ni siquiera es capaz de formar parte.
En ese mundillo alucinatorio su siquismo próximo a lo demencial va y viene confrontado a toda clase de interlocutores con quienes a menudo deriva en una lucha estéril. Desdeña a sus congéneres y aquellos lo sindican como un enajenado, un ser irracional que desajusta el medio y los desarticula también en sus naderías.
Bajo esa perspectiva Ignatius va siendo relegado más allá incluso de su habitación. Se extravía en esa sociedad del dinero detestable del que depende y rebate. Se pierde con sus razonamientos extravagantes. Y la soledad inicial recobra entonces su lugar, sólo que, a pesar de ello se abre una especie de compuerta donde tal vez exista una fórmula de reencuentro consigo mismo.
En suma, estamos en presencia de una obra monumental que desnuda con propiedad las injusticias de una sociedad sobrepasada en sus hartazgos y que trasgredió absolutamente los cánones tradicionales de la narrativa norteamericana, consolidando a John Kennedy Toole como uno de sus mayores innovadores, a pesar de haberse suicidado apenas a sus 32 años.
***
Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes.
Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).
Imagen destacada: John Kennedy Toole.