[Ensayo] «La conversación»: Gene Hackman y su trágica soledad

Disponible en la plataforma de streaming Netflix —y escrito, producido y dirigido por el ya mítico Francis Ford Coppola— este filme protagonizado por el actor estadounidense cuyo cuerpo sin vida fue encontrado durante esta semana, obtuvo la Palma de Oro en el Festival de Cannes de la temporada 1974.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 28.2.2025

La soledad es un objeto misterioso, víctima de la filosofía y de la poética a lo largo de la historia de los hombres. Puede ser tanto una bendición como un desafío. Movidos por el materialismo, como Nietzsche, muchos consideran que la soledad puede ser un espacio necesario para el crecimiento personal y la autorrealización.

Pero en la soledad, el individuo puede enfrentarse a sí mismo, cuestionar sus valores y descubrir una versión más auténtica de sí con una toma de distancia quizás problemática respecto de los demás. Es un momento de introspección que permite trascender las influencias externas y encontrar una conexión más profunda con uno mismo, dejando a la vez luz para cotejar al otro de quien se busca el alejamiento.

No obstante, cabe preguntarse: ¿es la soledad un precio a pagar por la libertad? Sartre llenó de una angustia inevitable a la existencia, proponiendo que la libertad es una condena que arrastramos y que, obviamente, la libertad era individual, esto es: solitaria.

Esta soledad existencial puede ser angustiante, pero también es una oportunidad para asumir el control de nuestras pasiones.

Otros enfoques filosóficos ven a la soledad de manera negativa y distinguen en las relaciones humanas antídotos infalibles contra los aspectos negativos —ansiedad, angustia, depresión— de la soledad. En tanto que necesidad de conexión y de sentido del mundo, puede ser una compañera inesperada que llega sin avisar a nuestras mentes.

Algunos le temen, otros la buscan, y unos cuantos la toleran como se tolera algo inevitablemente amargo. Quizás sea, en nosotros, sólo una filósofa encubierta, una maestra que viene oculta en nuestras almas y nos obliga en ocasiones a mirarnos al espejo mental sin filtros ni excusas.

¿Quiénes somos cuando nadie nos ve? ¿Qué queda de nosotros cuando las luces de lo real se enturbian y los diálogos se detienen? Es ahí donde radica su magia, blanca o negra: eso dependerá de cada uno. Un espacio donde no hay máscaras ni guiones y donde pueden aparecer —aun en un marco medianamente saludable de neurosis— aquellas sombras nuestras que no queríamos ver, pero que inconscientemente sospechábamos.

Pero ¿qué pasa si descubrimos en la multitud que nos rodea, que la soledad moral que creíamos controlar se ha vuelto un verdadero aislamiento: un parásito que nos drena y agota y que lo que tendría que ser un buen amigo se convierte en una condena de libertad impiadosa?

Una libertad que no ampara sino que nos reduce a nuestra mínima expresión, porque no hay mayor soledad que el no existir para nadie salvo para uno mismo y autonegarse la posibilidad de la expresión, de producir la propia existencia.

Dijo Gustavo Adolfo Bécquer: «La soledad es muy hermosa cuando se tiene alguien a quien decírselo”.

Y en esta diferencia entre la soledad amiga y la descubierta como aislamiento, yace la tragedia de un ya legendario héroe del cine: Harry Caule, alguien que quedó fuera de la conversación del mundo en su prisión de soledad.

 

Una nada calculadamente mentirosa

La conversación (1974) de Francis Ford Coppola, mantiene, tras 51 años de su estreno y a pesar de todos los actuales avances técnicos —que podrían hacerla ver como «anticuada»—, la frescura del buen cine que no nos deja extrañar la actualidad tecnológica.

En el marco de un dechado de guion de precisión quirúrgica y una filmación igualmente certera y austera, La conversación nos remite inesperadamente a cierta actualidad: desde aquellos artefactos de detección de sonidos a distancia a nuestra actual Inteligencia Artificial, descubrimos que ambos elementos sirven para develar realidades inesperadas, ocultas.

La IA puede hasta crearlas, la tecnología de la década de 1970 podía desnudarlas y crear con ello un mundo paranoico. Hoy es la «posverdad»: la distorsión amoral de la verdad, mientras que en aquella época era el despertar de una «metaverdad»: una búsqueda moral de la verdad tras la verdad.

Estamos trabajando con el acontecimiento inmediato del 29 de abril de 1974, cuando el presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, anunciaba en un mensaje televisivo abierto a todo el mundo que reconocía la responsabilidad de su gobierno en el escándalo Watergate (un caso de espionaje político del que él era cómplice).

Y así, el mundo entero entró en la paranoia de la invasión de la privacidad: si eso le pasa a un presidente de los EE. UU., ya nadie puede estar seguro de estar verdaderamente solo, ni siquiera ahí donde somos muchos, en las plazas, por ejemplo.

De esta manera comienza La conversación: en un zoom lento e impiadoso desde lo alto sobre una plaza de San Francisco atestada de gente: una multitud de soledades viviendo en el vacío interpersonal, tal como entiende hoy la Física de partículas a la materia: más llenas de vacío que de presencias.

Tienen —tenemos— todo el aspecto de ser sólidos materiales o sociedades integradas, pero que estamos llenos, rodeados, de nadas, de nada más que nada: una nada calculadamente mentirosa.

Esas partículas o personas son meras probabilidades inmateriales antes que certezas macizas. Y con esta conciencia —imprecisa y fantasmal— nace el miedo a la clausura, a la pérdida emocional de una soledad buscada y, en paralelo, a todas aquellas variables que nos conectan con el mundo real y que podemos elegir despreciar.

Bajo este marco, Coppola materializó un personaje gris, distante del mundo, pero dotado de una inteligencia y habilidad que lo destacaban frente a sus colegas investigadores privados.

Gene Hackman (que venía de hacerse famoso con Contacto en Francia, de 1971, y quien fue encontrado muerto este jueves 27 de febrero en su casa de la ciudad de Santa Fe en el Estado de Nuevo México, junto a su esposa y bajo extrañas circunstancias), fue elegido —quizás por su ausencia de cualquier esplendor físico— para llevar adelante el personaje de un alma en constante ausencia de sí mismo, habitando un mundo hostil del que no puede huir y al que, de últimas, padece y debe.

Su vida es un constante ir y venir entre el sufrimiento nacido de la desconfianza y el miedo a una soledad que, por momentos, se le presenta como inevitable. De hecho, Harry se presenta como una persona reservada, meticulosa y obsesionada con la privacidad, tanto la suya como la de los demás.

Pero espiar es como su búsqueda patológica de una salida imposible a la soledad que lo arrincona. Esta obsesión es evidente en su vida personal, donde evita cualquier tipo de conexión emocional significativa y se muestra extremadamente paranoico sobre ser vigilado o espiado.

Desde lo psicológico, Harry parece estar atrapado en un conflicto interno entre su profesión como experto en vigilancia y su moralidad personal.

Aunque es brillante en su trabajo, comienza a cuestionar las implicaciones éticas de sus acciones, especialmente cuando descubre que una mujer con la que tuvo relaciones tras una triste fiesta, la roba la cinta con la conversación grabada, viendo que su labor podía tener consecuencias devastadoras para las personas involucradas.

Este dilema moral lo consume progresivamente, llevándolo a un estado de ansiedad y paranoia extremas. Además, su incapacidad para confiar en los demás y su tendencia al aislamiento, están vinculadas a experiencias traumáticas previas y a miedos profundos que aparecen enmascarados tras una pesadilla y en un confesionario católico.

Su desconexión emocional lo convierte en un personaje trágico, atrapado en una espiral de culpa y desconfianza que lo lleva a cuestionar incluso su propia percepción de la realidad.

 

Coppola ya había visto «Blow-Up» de Michelangelo Antonioni

El 7 de abril de 1974, apenas 22 días antes del evento políticamente catastrófico para Nixon, Coppola, de apenas 35 años de edad, presentaba en sociedad a La conversación: un guion que había estado pergeñando desde hacía ocho años: un mundo donde la soledad era virtualmente imposible y donde cualquiera podía ser espiado desde la mudez de un edificio o desde una inofensiva bolsa de mano.

Ocho años antes del estreno, Coppola había estado hablando con Irvin Kershner (quien sería el director de El imperio contraataca, de 1980) que lo incitó a investigar sobre la tecnología de micrófonos direccionales capaces de registrar un diálogo a distancias impensadas y aun en un espacio público atestado de gente.

En 1967 comenzó a escribir el guión. Para esa época, Coppola ya había visto Blow-Up de Michelangelo Antonioni y tomó lo que el director italiano había hecho con una foto —ampliarla hasta descubrir a dos amantes en un parque como solución a un misterio— y pensó en intentar algo similar pero aún más difícil: desentrañar la cacofonía de la realidad circundante y conseguir captar una conversación en especial.

Coppola confesó en la revista Film Comment (No. 4, julio-agosto de 1974) que: «por supuesto, Antonioni me influyó. Me gusta esa película, y me gustan aún más sus otras películas. Esperaba poder robarle. Robar a la gente que admiras. Hay una larga tradición de eso. Es parte del arte, creo».

También para esa época, Coppola había leído El lobo estepario de Hermann Hesse: «y me impresionó mucho este tipo de personaje, Harry Horner. Por lo tanto, el nombre de mi personaje sería Harry. Vive solo en un apartamento como el personaje de El lobo estepario. Eso también me influyó. Podría nombrar veinte cosas en las cuales la película está influenciada”.

Luego, y tras el exitazo (artístico y económico) que había sido El padrino de 1972, Coppola se asoció a William Friedkin y Peter Bogdanovich, que venían de sus respectivos éxitos de Contacto en Francia de 1971 y ¿Qué pasa, doctor?, de un año después (1972), para formar la productora The Director’s Company, con el sostén económico de la Paramount y bajo la consigna de que cualquiera de los tres podía hacer una película sin mostrar previamente el guion mientras no se excediera de los US$ 3 millones, una cantidad muy respetable en esa época.

Y así, en 1973, nace Luna de papel de Bogdanovich y, finalmente, La conversación.

Con todo, ya en la etapa del montaje, La conversación debía enfrentar un paradójico e implacable némesis porque comenzaba el rodaje de El Padrino II —quizás la mejor de la saga de Coppola— la que terminaría opacando a su anterior producción.

Por ello había confiado sus ideas generales a Walter Murch —un «artista del sonido»— y quien terminó haciendo un trabajo impensadamente bueno, como un Süssmayr frente al “Réquiem” de Mozart.

Se trataba de un trabajo muy avanzado para la época, y así como un presentador advertía sobre el horror que se vería en el Frankenstein de J. Whale de 1931, varios dueños de salas salían a aclarar que los sonidos de estática de los equipos de audio en la película —que entorpecían a propósito el desciframiento de la conversación— eran «defectos» buscados y no de sus propios equipos.

Aunque hoy suene exagerado, la calidad del efecto generado por Murch era inédito en la década de 1970.

La película se inicia con la mentada escena de la plaza, que es la secuencia madre del filme y la «pièce de résistance» formal sobre la cual se apoyará la psicología del resto de la cinta. El lento zoom de acercamiento sobre la plaza registra un gran movimiento de personajes aislados y familias.

Gente en pleno bullicio, yendo y viniendo aleatoriamente, una banda de jazz callejero que toca a la gorra y hasta un mimo (prestado seguramente del final de Blow-Up para dar un toque de ironía e irrealidad) que juega con los ocasionales paseantes.

El conjunto hacía de ese espacio una suerte de gota de agua sembrada de microorganismos sobre la platina de un microscopio y sometida a un análisis progresivo.

Así, entre esta marea de gente está Harry Caul liderando la compleja operación de espionaje de una pareja joven, la dulce Cindy Williams (recordada por la serie Laverne y Shirley) y Frederic Forrest, quienes habían elegido ese ambiente, precisamente, para poder moverse entre la gente y hablar sin ser escuchados.

Pero cuando el personaje de Hackman va a cobrar por su trabajo —secundado por Robert Duval y un jovencísimo Harrison Ford- ciertos detalles le hacen sospechar acerca de lo que su investigación provocaría, y entonces devuelve el dinero y se queda con la grabación.

Con el antecedente de un conflicto personal que lo atormenta (que él había provocado y que, como católico practicante le hace cargar con una culpa que no se atreve a revelar ni siquiera en el confesionario), Caul contradice su regla de oro y comienza a involucrarse en el contenido de esos audios.

Se obsesiona con impedir lo que él prevé será un asesinato. Y esa será su tragedia: el voyeur profesional y envidiado por sus colegas, pasará a ser ahora el perseguido y vigilado, aunque tuvo un adelanto de la tormenta que se le avecinaba con el episodio de la lapicera en la escena casi cómica, por surreal, de la feria abierta de equipos para espías.

Ahora será escuchado en todo momento —justamente él, que sabe todo lo necesario para evitarlo— y ya no podrá sentirse ni solo ni acompañado: le han quitado la soledad que había construido y su mundo —su cuarto— ha quedado destruido por él mismo, y en él sólo habitará una soledad convertida en una prisión personal, para él y su saxofón.

 

Opacada por la trascendencia de «El padrino II»

Apenas había pasado un mes del estreno, y La conversación resultó muy interesante en el Festival de Cannes, y la vieron —y escucharon— muy atentamente, logrando que el jurado, presidido nada menos que por el legendario René Clair, le otorgara el premio mayor: la Palma de Oro (que repetiría en 1979 con Apocalypse now).

En esa instancia el filme de Coppola superó a sus más fuertes competidoras: La angustia corroe el alma, de Rainer Werner Fassbinder, La prima Angélica, de Carlos Saura, Las mil y una noches, de Pier Paolo Pasolini, Stavisky, de Alain Resnais y Loca evasión, de Steven Spielberg.

Cuando llegó el turno de Hollywood, La conversación no compite por los Oscar de 1975, para abrirle paso a El padrino II contra la otra favorita: Barrio Chino de Roman Polanski, convirtiéndose en la primera saga en obtener la estatuilla.

Por último, el sueño de libertad de The Director’s Company se deshizo tras el fracaso de Daisy Miller de Bogdanovich y por un distanciamiento con Friedkin —dedicado, a la sazón, a dirigir El exorcista—, quien declaró públicamente que La conversación era, sencillamente, una copia de Blow-Up.

Así fue cómo la película más personal de Coppola —que en la escena del sueño remite a un episodio de polio que el director padeciera en su infancia—, fue opacada por la justificada trascendencia de El padrino II.

Ahora se avino a las pantallas Megalopolis, con un Coppola de 85 años y una película nominada para La Palma de Oro en Cannes, al premio del Público en San Sebastián y a los Saturn Aways como mejor película de ciencia ficción.

Y el tiempo dirá si fue su canto del cisne o si competirá con el récord que hasta hoy ostenta Clint Eastwood.

 

 

 

 

 

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Tráiler:

 

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:

Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras.

Pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo, y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban.

La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno. La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía.

Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social.

La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma.

He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: La conversación (1974).