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[Ensayo] «La gran invención»: Una oda a los enigmas de la escritura

La propuesta del libro de la filóloga italiana Silvia Ferrara es una aventura al cuesco y el misterio de las lenguas y de las narraciones creadas en distintos lugares a través del tiempo, sobre todo aquellas que aún no podemos descifrar dentro de su misterio semántico.

Por Alfonso Matus Santa Cruz

Publicado el 3.7.2023

Despejamos las ventanas que nos permiten observar el mundo, abrimos los párpados, y ante nosotros se despliega la caligrafía variopinta de los objetos, las plantas, los animales, las montañas y los ríos, todo con su geometría particular y, en no pocos casos, análoga, con vasos comunicantes y similitudes que atizan nuestra imaginación.

Aquello que capta nuestra atención no son los cuerpos, al menos la vista y las neuronas que registran el bestiario visual, sino los relieves, las figuras, los bordes que dibujan las líneas curvas de un caballo o la luna, y las líneas rectas que sostienen una casa, un árbol, un hombre erguido tratando de descifrar su reflejo en el espejo.

Hay una escritura que precede a toda escritura y se despliega ante nosotros cada día. Pero solo gracias a ese invento colosal que es la escritura de símbolos sobre una superficie que los conserva por semanas, siglos o hasta milenios, es que nuestra memoria y nuestra imaginación se vertieron de la cabeza al papiro o el papel.

Así pudieron perdurar, así nuestros antepasados crearon una forma de transmisión del conocimiento que fundó la cultura humana y jugó un rol fundamental en los albores de la civilización, la democracia y que, hasta nuestros días, es la reina de las invenciones humanas.

Es por esto que Silvia Ferrara, profesora de filología micénica en la Universidad de Bolonia y líder del proyecto de investigación del consejo europeo Inscribe, tituló su libro sobre los orígenes y el desciframiento de las primeras escrituras, recientemente publicado en Anagrama, La gran invención.

 

La memoria portentosa de los antiguos

A todos nos engatusa un misterio a resolver, desde el crucigrama del periódico hasta las inscripciones en las tablillas de barro sumerias, un enigma que descifrar es uno de los mayores estímulos para el intelecto. Ferrara tuvo uno de esos momentos de asombro que anuncian y encauzan el propio destino a los diez años, viendo a su profesora escribir con tiza blanca las palabras alfa, beta y gamma.

Con ojos inocentes trató de descifrar una escritura antigua por primera vez. Ahora nos lega el arco de la odisea que es la vida de las escrituras, desde su gestación, sus esbozos, hasta su madurez y decadencia. Y, por supuesto, al fascinante proceso de exhumación que llevan a cabo los detectives del lenguaje, esos filólogos que intentan descifrar lo que significan los trazos y las iconografías inscritas en un escudo milenario o en la tumba de una fastuosa mujer babilónica.

La propuesta del libro es una aventura al cuesco y el misterio de las lenguas y escrituras creadas en distintos lugares a través del tiempo, sobre todo aquellas que aún no podemos descifrar. Es así como partimos a Creta donde hay cuatro escrituras, de las cuales solo conocen la lengua de una, que han denominado el lineal B.

En efecto, las islas son cunas de enigmas, ejemplos de aislación que dan cabida a experimentos cuyo origen nos elude, como es el caso también de Isla de Pascua y el Rongo-Rongo, escritura que acompaña a los moais y aún sigue sin descifrar.

Las primeras ciudades, ya sea en Mesopotamia, Egipto o Mesoamérica, son la contraparte, nudos de la trama en que los estados nacen junto a la escritura, como siameses dependientes el uno del otro. No hay mucha poesía en esa instancia, eso es cosa de aedas y cantores, territorio de la oralidad y la memoria portentosa de los antiguos.

Sin ir más lejos, las primeras escrituras son instrumento burocrático, tecnología para registrar transacciones comerciales, inventariar riquezas, victorias y derrotas en las guerras, leyes divinas o compuestas bajo los intereses de la clase gobernante.

Esta sinergia parecía ser una constante cuando las poblaciones concentraban al menos diez mil personas en un lugar. Pero tampoco nos quedemos con la idea de que la escritura es instrumento del poder, el juego, la artesanía y la narrativa también sirven de levadura para su expansión.

Tal es el caso de las runas nórdicas en que se compusieron las Eddas, esas sagas épicas de marineros vikingos, cuyo alfabeto se conoce por el nombre de futhark.

 

Una magia que prevalece

Existen también los antiguos oráculos inscritos en los caparazones de tortuga en la china ancestral, que conservan algunas de las preocupaciones más antiguas de nuestros antepasados: ¿lloverá o no? ¿La cosecha será provechosa o se arruinará? ¿Los enemigos nos acechan o habrá un tiempo de paz?

Y también hay algunas flores raras, casos peculiares en que la imaginación alucinada de una persona atravesada por visiones, como es el caso de la abadesa medieval Hildegard von Bingen, crean un alfabeto peculiar e ilegible.

Algo similar a la erudición naturalista, hasta hora indescifrable, incluso para el machine learning, de la escritura conservada en el manuscrito Voynich, cuyo bestiario delirante seguramente habrás visto en alguna página de internet.

O, por un motivo mucho más imprescindible, como es el caso de Sequoyah, que lucha por la independencia de su pueblo cheroqui de la manera más tozuda y portentosa que puede haber, creando un silabario, una forma para transcribir los sonidos del idioma cheroqui, cuyos símbolos coge de los alfabetos griegos, romanos y hebreos, pese a ser un analfabeto.

Tarda diez años, pero lo logra con creces, creando un sistema de escritura que se adapta con facilidad a la lengua de sus compatriotas y les otorga una forma de autonomía para disputar el poder impuesto del inglés y sus burócratas.

Silvia Ferrara nos guía por todos estos decursos y meandros, pero no se detiene en la labor filológica, acude también a digresiones antropológicas, filosóficas, humorísticas y especulativas sobre el fenómeno de la iconografía renovada en los emoticones y la posibilidad de la comunicación telepática y la extinción de la gran mayoría de los textos escritos.

Y siempre, es que siempre, lo hace con una prosa seductora, amena, templada con el oficio y el gozo intelectual de explorar una materia que ha sido su brújula (y la nuestra) durante décadas.

La escritura, nos recuerda, es un don divino, y es por esto que, pese a las perspectivas transhumanistas y el fatalismo sobre el porvenir de los libros y la escritura en la era digital, si seguimos respirando y conviviendo es difícil que nos olvidemos de esta invención portentosa, quizá poco flexible en relación al lenguaje, ese gimnasta con pasaporte a todos los tiempos y la capacidad de rebobinar o recalibrar en vivo sus errores o despistes, pero que es una de las formas más potentes y misteriosas de la magia.

La magia de donar nuestros pensamientos y recibir los del prójimo que habitó hace milenios en Grecia o un poeta que navegó por los ríos de la China ancestral. Una magia que prevalece y que es la savia de nuestra cultura.

 

 

 

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Alfonso Matus Santa Cruz (1995) es un poeta y escritor autodidacta, que después de egresar de la Scuola Italiana Vittorio Montiglio de Santiago incursionó en las carreras de sociología y de filosofía en la Universidad de Chile, para luego viajar por el cono sur desempeñando diversos oficios, entre los cuales destacan el de garzón, el de barista y el de brigadista forestal.

Actualmente reside en la ciudad Puerto Varas, y acaba de publicar su primer poemario, titulado Tallar silencios (Notebook Poiesis, 2021). Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

«La gran invención», de Silvia Ferrara (Anagrama, 2022)

 

 

 

Alfonso Matus Santa Cruz

 

 

Imagen destacada: Silvia Ferrara.

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