Dejemos de ver nuestras labores ordinarias como un sacrificio o una condena, observémoslas más bien, como la dimensión espacial que separa las horas a fin de atender nuestros minutos dedicados al placer y a la procastinación.
Por Roberto Contreras Soto
Publicado el 31.8.2023
«El arte del crítico es, en esencia, acuñar eslóganes sin traicionar las ideas».
Walter Benjamin
No puedo comprobarlo. Pero, estoy seguro, de que no existe una foto exacta como la que describe el mismo Walter Benjamin (1892 – 1940) de su etapa escolar escribiendo.
Hay muchas suyas de adulto, de tamaño carnet, de usuario de biblioteca o pasaporte, son instantáneas de estudio y varias, supongo que una serie, donde se le puede ver muy bien sentado frente a una mesa de trabajo, entre un alto de papeles, concentrado en sus cuadernos, las libreta de anotaciones donde apuntaba citas para futuros epígrafes. Son fotos de archivo que uno se ha acostumbrado a reconocer y revisar como parte del kardex de su propia escritura y la memoria suya de intelectual.
En su libro Infancia en Berlín hacia 1900 refiere sobre su época de escuela, y describe un hecho puntual, que me obliga a pensarme también en mis primeros años de colegio, de cuando también comencé a usar lentes y que tengo registrado como recuerdo en las páginas de mi novela Cuatro ojos.
Así, el apunte berlinés que cito se llama «El pupitre», recuerda Benjamin: «El médico me detectó miopía. Y me recetó no sólo anteojos, sino un pupitre. Estaba construido con mucho ingenio. Se podía ajustar el asiento de modo tal que quedara más cerca o más lejos de la tabla inclinada que servía para escribir, a lo que se sumaba la viga horizontal contra el respaldo que ofrecía sostén a la espalda, por no hablar del pequeño atril corredizo para libros que coronaba el conjunto. El pupitre junto a la ventana se convirtió rápidamente en mi lugar favorito».
Este recuerdo marca el hito desde cuando debió llevar anteojos.
Luego, el texto sigue en la descripción de cómo siendo el pupitre de su casa, un escritorio igual al de su escuela, este cobraba otra vida al llegar a ella y encontrarse con sus colecciones de estampillas, láminas y sellos.
De esta forma, lo que hace Benjamin en esa revisión es dar cuenta de lo que, en la proyección de sus escritos, terminó siendo ese ejercicio de coleccionismo y si se quiere, cierta condición de cachurero memorístico sobre lo que además terminó teorizando, y que excede la simple idea de las diversas formas de reunir objetos sin alguna lógica selectiva.
El valor de perder el tiempo
Aunque, sin duda, lo más emotivo de esa crónica, es la revelación sobre el pasatiempo de coleccionar cromos o calcomanías con las que jugaba.
El recuerdo es muy vívido para mí, pues me lleva a unas láminas de calco, que uno frotaba y pegaba sobre unas muy llamativas ilustraciones a todo color, que componían verdaderos escenarios, los que en este momento no recuerdo, pero aprovechando la estadía en casa de mis viejos, hurgo en mis propios reductos y cachureos de infancia, que entre carpetas, recortes, álbumes y revistas, están muy lejos de aparecer esos «calquines».
Eran caros, de seguro, y puedo recordar vagamente unas escenas del far west, otras de una estación de trenes, gladiadores en el Coliseo Romano y creo que unas con varios animales, pero no puedo precisar sin son de la selva o de un zoológico.
Lo único cierto es que se va conectando ese recuerdo con el registro benjaminiano, donde las figuras de los personajes ilustrados, dice: «estaban cubiertos por un hálito de niebla. Pero cuando luego reposaban suavemente traslucidos sobre la hoja, cuando la gruesa capa se salía en delgadas láminas bajo las yemas de mis dedos, que iban de un lado a otro enrollando, raspando y frotando con cuidado sobre su dorso agrietado y ajado, entonces era como si el sol reluciente saliera sobre el pálido y matutino mundo nublado y un nuevo día de la creación ardiera».
El tiempo en que el niño Walter se entregaba a ese juego, era el que restaba a sus propios deberes: «por más que me cansara de este juego, siempre encontraba excusa para seguir aplazando la tarea de la escuela».
Tiempo para perderse en la deriva, eso es la infancia.
Es lo que ahora censuramos y además nos boicoteamos —¡cómo si no debiese ser al revés!— y que acaso se reconoce bajo el rótulo de procrastinación, y que con tanta culpa olvidamos de mirar como un legítimo «estado de ocio». ¿Qué fue del niño pegando láminas?, ¿de ese chico calcando dibujos, caricaturas o mapas en la ventana?, ¿dónde está el niño que fui y de quien solo sigue su esqueleto?
Cuesta responder estas preguntas. Y solo queda pensar con Benjamin, desde otro apunte donde afirma, recuperando el entorno que lo rodea: «Las energías revolucionarias se contienen en lo envejecido, como en las primeras construcciones en hierro, en las primeras fábricas, las primeras fotografías, o los objetos que empiezan a extinguirse».
Las mesas de trabajo son, justamente, el lugar de desacralización de los deberes. Dejemos de ver el trabajo como un sacrificio o una condena, así reducido a la resistencia por sobrevivir, veámoslo más bien como el intersticio, la dimensión espacial que queda entre que nos levantamos y volvemos a pegar calcos en nuestro mapa mental, en ese espacio interior que permanece confinado bajo un «hálito de niebla», que debemos escarbar, donde siempre podemos jugar y recobrar el valor de perder el tiempo.
Como yo mismo y tú, ahora.
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Roberto Contreras Soto (Santiago de Chile, 1975) es profesor, escritor y editor. Estudió lenguas y literaturas hispánicas en la Universidad de Chile.
Imagen destacada: Walter Benjamin.