El filme del realizador indio Pan Nalin (2021) es un profundo largometraje de aprendizaje en torno a la superación de las carencias existenciales y materiales por parte de un niño, a través de la mágica complicidad que establece el arte audiovisual con sus espectadores, al instante de su proyección en una sala destinada para tales efectos.
Por Jordi Mat Amorós i Navarro
Publicado el 8.2.2023
«Si miras con los ojos de inocencia, todo es divino».
Federico Fellini
De gran belleza y sensibilidad es esta joya cinematográfica india que ante todo se conforma como un homenaje al séptimo arte desde la perspectiva de la infancia.
La infancia, el niño que fuimos y somos y que como tal siente fascinación por la magia cinematográfica, el niño que vibra ante una buena película vivenciándola como si fuera real.
En este sentido —y a mi entender— Pan Nalin en muchos aspectos llega más allá de lo que hiciera Giuseppe Tornatore con su mítica Cinema Paradiso (1988).
Pero al contrario del clásico italiano, La última película —aunque fue bien recibida por la crítica y el público, siendo galardonada con distintos premios como la Espiga de Oro del Festival de Valladolid en 2021— es casi una desconocida para las grandes audiencias, quizás porque en su momento pasó fugazmente por la cartelera (al menos en la vitrina audiovisual española).
Una pena esa fugacidad en salas, aunque afortunadamente la película puede visionarse en distintas plataformas de streaming y de este modo puede ser apreciada en su humilde grandeza.
Fascinación
Porque Nalin nos ofrece imágenes que se degustan en poética de luz. Pone luz a la idiosincrasia y a las diferencias de Saurashtra la región India retratada en la acción, un lugar muy peculiar en el cual conviven distintas tradiciones milenarias.
Y asimismo proyecta luz a los personajes que conforman la historia relatada, un alumbrar que es especialmente sensible con los niños que la protagonizan. Niños que tienen como líder indiscutible a Samay (Bhavin Rabari, en una espléndida interpretación).
Él es un chaval muy despierto y creativo que muestra una gran inquietud por descubrir e investigar todo lo que le rodea. Una fuerte inquietud que arrastra a sus amigos hacia su gran pasión: la luz y el cine.
Samay siente gran fascinación por la luz natural que colma su tierra y por la magia del cine como gran captador de esa luz que es vida e ilumina vidas.
Qué bellas son las imágenes en que lo vemos descalzo experimentando con vidrios de colores expuestos al sol sobre la vía del tren.
El tren, el omnipresente tren que comunica a su pequeña población con la ciudad en la que él estudia y en la que hay un cine, su «aula» preferida.
Debo advertir que el análisis que sigue contiene spoilers.
Rebeldía
Su inquietud topa con la oposición paterna, su padre es un hombre próximo pero muy tradicional que ante la rebeldía de Samay —su empeño por ir al cine a costa de asistir a la escuela— echa mano de varas y castigos.
La madre es más empática pero está a la sombra del esposo, es una mujer silenciosa a quien vemos elaborar sabrosos alimentos con amor en su humilde cocina al aire libre del modesto hogar familiar. Alimentos especiados como es tradición y alimentos vegetarianos por la conciencia de un pueblo que entiende y respeta la naturaleza animal.
Pero esa misma tradición flaquea en otros aspectos como lo es la igualdad de género, y poco puede hacer la madre en una sociedad patriarcal como la retratada en la que lamentablemente la mujer es relegada a un mudo segundo plano.
En esa desigual realidad, Samay recibe ayuda de dos hombres. Le apoyan el maestro quien valora el interés y la viveza que hay en él. Y asimismo el empleado del cine local que le permite estar en la cabina de proyección y le instruye a cambio de la suculenta comida materna.
Una instrucción en materiales de cine que ya empiezan a quedar obsoletos, se trata de los clásicos proyectores de 35 mm y sus bobinas intercambiables. Samay comprobará pronto cómo dejan paso a los modernos sistemas digitales.
Respetuoso silencio
Y cuando ese cambio radical se produce, el chaval se entrega a investigar qué ocurre con la maquinaria y las películas obsoletas.
Nalin nos muestra de forma sublime su viaje como observador silencioso a la planta de reciclaje donde proyector y películas cobran nueva vida para otros usos como cubiertos, pulseras y ornamentos de colores traslúcidos.
Y en esas pulseras femeninas —de feminidad más allá del género— nos retrata en belleza esencial cómo persiste la fascinación inocente del niño protagonista —y de los niños espectadores, nosotros— por el color y la luz.
Samay paseando en silencio respetuoso y triste entre montones de cajas con bobinas de infinidad de películas que ya no volverán a ser iluminadas.
Y la dura realidad de las precarias condiciones laborales de los trabajadores de la planta, hombres abocados sin protección o con escasa protección a grandes baldes que disuelven el celuloide provocando vapores tóxicos.
Esa desprotección de la planta industrial puede entenderse como imagen de la desprotección de una sociedad —la de la India y la de tantos países de este desequilibrado mundo nuestro— con enormes deficiencias estructurales y que tienen a los niños como principales víctimas de sus carencias.
Niños que trabajan aunque estudien —si es que tienen la fortuna de estudiar— como le ocurre a Samay, quien está obligado a ayudar a su padre en su puesto de té junto a la estación ferroviaria.
El tren de la vida
Como ocurre en los padres que aman a sus hijos más allá de sí mismos, el padre de Samay reflexiona y cambia radicalmente de actitud con su valioso hijo.
Lo vemos solo tras observar cómo Samay parece finalmente conformarse a sus dictados, allí da la impresión que reflexiona —quizás se recuerda niño— sobre su modo de actuar.
Y tras esa introspección el hombre por primera vez se interesa por las motivaciones de su hijo, Samay le explica que quiere: «estudiar la luz porque con la luz se crean las historias, y las historias se convierten en películas».
Una voluntad que doblega las reticencias paternas quien lo bendice con un «vete y aprende».
Es bello ver como toda la familia va corriendo hacia la estación para su partida porque la oferta del progenitor es un: «ahora, antes de que cambie de idea», en sentidas lágrimas.
Y es bello como Samay ya en el tren ve simbólicamente a toda la gente que le quiere y le ha apoyado, los ve en el andén de su historia despidiéndose del amigo que sale al gran mundo.
La película concluye en el simbólico tren de la vida donde Samay disfruta de la luz rodeado de mujeres en un vagón «sólo para ladies». Mujeres sonrientes —la actitud del vaso medio lleno y no medio vacío— a pesar de su forzoso aislamiento social, mujeres que lucen sus pulseras de colores quizás recicladas de celuloide. Y allí en esa paz la respetuosa evocación en off de grandes realizadores de todos los tiempos y culturas (Oriente y Occidente en armonía).
Un final lleno de simbolismos: las mujeres o la encarnación de la feminidad salvaje que somos todos a pesar de nuestras numerosas máscaras, el niño o la infancia e inocencia que en esencia encarnamos más allá de nuestra edad.
Y la luz, la inmensa luz de tantas miradas maestras cinematográficas que han hecho las delicias de multitud de espectadores de todo el planeta desde que este arte luminoso entrara en nuestras vidas hace ya más de un siglo.
*Al meu nebot Carles con el que comparto la fascinación por el séptimo arte y el placer de escribir sobre el sentir cinéfilo.
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Jordi Mat Amorós i Navarro es un pedagogo terapeuta titulado en la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Tráiler:
Imagen destacada: La última película (2021).