En estas páginas premunidas de escudos que contienen agujeros imperceptibles —a cargo de su autora, Alejandra Moya Díaz—, se establece un deseo incorruptible, virtuoso, a pesar de la desintegración sin vuelta de la materia: ser mejores en la esencialidad del ser y de la forma que lo constituye.
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 3.7.2024
«Que no hay cuerpo y que somos un solo ser llamado existencia».
Alejandra Moya
Alejandra Moya Díaz (Curepto, 1991) va tras sus nuevos pasos, como trazados con un estilete invisible sobre los antiguos. Con una narración de ecléctica belleza, ella camina sobre y bajo los residuos de nuestra civilización. Lo hace premunida de una consistencia verbal y adjetiva no común: la palabra que acota, que desmitifica, que deduce y cautiva, que penetra hasta los tuétanos de un lector que mira asombrado los ojos de un espejo que simula reproducir un rostro ajeno.
Es que estas lagunas exceden lo estacionario. Se mueven. Navegan con uno hacia un destino que pareciera establecido y que, sin embargo, es inestable, a veces dubitativo, en otras preclaro o seguro de su incertidumbre. He ahí la paradoja de una escritura excelsa que se mueve en los derroteros femeninos del abismo.
Alejandra Moya incursiona en lo pantanoso de una tierra fértil, se inunda del agua de una niñez que perdura en una evocación siempre inquieta, que destroza ocasionalmente vidas menores y la convierte en exegeta de su propia gravidez.
En estas narraciones premunidas de escudos que contienen agujeros imperceptibles se establece un deseo incorruptible, virtuoso, a pesar de la desintegración sin vuelta de la materia: ser mejores, no en el sentido puritano y ritualístico de ciertas religiones o ramplonas instituciones, no en la decadencia de los imperios agonizantes, sino en la esencialidad del ser y de la forma que lo constituye.
Así, entre balbuceos del alma femenina que intuye una humanidad nueva, la descomposición del átomo no la deja indemne. Pero, aquella alegoría es, sobre todo, un acicate: allá, en el entramado de un continente que huele a catástrofe envuelto en su alarido demencial clamando a los cielos, hay un dejo de irónica tristeza a punto de parir un nuevo día.
Luego la maternidad renace como un bosquejo geométrico desde los sueños del hermano que ha partido en una supuesta caída libre, de sus latidos memorables en medio del caserío o un bosque nativo, entrelazada con ese espacio que viene desde lejos, de alguna parte en que los genes niegan su mortandad anticipada.
La sociedad ahíta de hartazgos superfluos
Entonces, Alejandra recobra el sentido de un viaje. El trayecto es nuevo. No puede ser de otra manera. Ha transitado por las constelaciones y ha urdido orgasmos y recreaciones reales e imaginarias anhelando amar sin tregua todas las miserias: las propias y las ajenas.
Con todo, este es un libro que nos incomoda. Sin duda. Es un texto que nos sacude y nos deja atónitos auscultando nuestra intimidad: allí, en lo «oscuro diáfano» de las convergencias donde las estaciones se niegan a pasar inadvertidas.
El padre, la madre, el pueblo y sus contornos crecen y se disuelven en medio de una sociedad ahíta de hartazgos superfluos. Y, sin embargo, un niño gime dentro. Un niño apunta con su dedo embrionario a las multitudes y Alejandra Moya resucita. Eso es todo.
Y es más que suficiente para que leamos este libro como un parto diferente, imprescindible y absolutamente necesario.
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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes, y quien en la actualidad reside en la ciudad de Linares (Séptima Región del Maule).
Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).
Imagen destacada: Alejandra Moya Díaz.