Tanto el volumen «Patagonia Express» del autor chileno como la famosa obra «En la Patagonia» del narrador inglés fueron construidas por los códigos de una mirada formulada desde el primer hacia el tercer mundo, desde arriba hacia abajo, y desde la óptica de quien con un acervo de lecturas previas, se asoma por estos lados con el afán de confirmar en terreno cuanta leyenda provenga de esas apreciaciones y luego dejarlas por escrito, pero bajo la forma de un nuevo “texto fundador”, a fin de seguir alimentando la mitología y así servir de punto de partida para los posteriores divulgadores de un falso imaginario.
Por Marino Muñoz Agüero
Publicado el 22.12.2021
Luis Sepúlveda Calfucura (Chile, 1949 – España, 2020) fue un escritor exitoso desde su libro Un viejo que leía novelas de amor (1988, traducido a 60 idiomas y con 18 millones de ejemplares vendidos).
Tuvo una vida casi de leyenda, que incluso le ha valido el mote de mitómano en algunos artículos de prensa; el escritor contraataca: “la envidia podría ser el principal rubro de exportación de Chile” .
Esta dualidad de realidad y leyenda de vida se proyecta a su trabajo literario. Colaboró en el gobierno de Salvador Allende como interventor de una agro industria y en la Editorial estatal Quimantú, también formó parte de la escolta del Presidente (GAP, Grupo de Amigos Personales).
Luego del golpe de Estado de 1973, fue prisionero político y a continuación, el exilio. Estuvo en Argentina, Nicaragua y Alemania, para radicarse finalmente en España.
Patagonia Express (primera edición, 1995) es un texto de Sepúlveda que se nos presenta como diario de viaje. En la contraportada de la edición que tenemos a la vista (2017) podemos leer: “Uno de los libros de viajes más bellos que se han escrito en español en los últimos años” (Juan Ángel Juristo, El Mundo).
Sólo 55 de las 184 páginas del libro se dedican a la Patagonia; específicamente en la porción que va desde la altura de Aysén hacia el sur incluyendo localidades chilenas y argentinas, además de la Tierra del Fuego (lado chileno).
Un narrador-protagonista nos cuenta del compromiso contraído en la niñez con su abuelo: hacer dos viajes; el primero a “ninguna parte” y el otro a Martos, España, donde nació el abuelo. El primero fue el de las utopías, va desde la segunda mitad de la década de los 60, hasta dos años después del golpe Estado en Chile en 1973.
Luego, se inicia el segundo viaje: el protagonista parte al exilio en Suecia, pero se queda en Argentina y de ahí se desplaza a Bolivia y Ecuador, para luego cruzar a Europa, retornar un par de veces a Chile y culminar con un final bastante sensiblero en el rencuentro con la tierra de sus ancestros en España; de estos viajes, nos interesan evidentemente los que realizó a la Patagonia.
Las representaciones literarias de una geografía humana
Una tarde en Chonchi, Chiloé —esperando el zarpe del transbordador “El Colono” que lo traería a la Patagonia— nuestro narrador recordó el origen y motivo de estas incursiones y se retrotrajo a aquella tarde que se reunió con el “autor de uno de los mejores libros de viaje de todos los tiempos” (“En la Patagonia”), refiriéndose al escritor inglés Bruce Chatwin (1940-1989).
“Este es un viaje que empezó hace varios años, qué importa cuántos. Empezó aquel día frio de febrero en Barcelona, sentado con Bruce frente a una mesa del Café Zúrich. Nos acompañaban los dos viejos gringos, pero sólo nosotros podíamos verlos” (p. 92).
Los dos “viejos gringos” eran Butch Cassidy y Sundance Kid, bandidos integrantes de “La Pandilla Salvaje” que efectivamente anduvieron por estas lejanías, y respecto de los cuales Chatwin y el mismo Sepúlveda se sintieron subyugados, al punto de incurrir en importantes inexactitudes históricas en sus respectivos escritos.
Hasta aquí, nada nuevo, los diarios de viaje o memorias en torno a la Patagonia y la Tierra del Fuego, chilenas y argentinas abundaron desde fines del siglo XIX.
La investigadora argentina Silvia Casini, en relación a las representaciones literarias de la Patagonia se refiere al concepto de “texto fundador”: «en los textos que fundan las primeras imágenes de la Patagonia aparece la visión del americano como un salvaje que necesita ser civilizado, y una consideración del espacio como una inmensidad imposible de habitar: por desértica, por estéril, por fría, por la dureza del clima, entre otras tantas calamidades» (Casini, en Ficciones de Patagonia: La construcción del sur en la narrativa argentina y chilena, 2005, disponible en internet).
Este «texto fundador» vendría —según Casini— desde que Hernando de Magallanes pasó por estas tierras en 1520 y se conforma por una red tejida a partir de los escritos de Antonio Pigafetta, Thomas Falkner, John Byron, Charles Darwin, Robert Fitz Roy, Auguste Guinnard, George Musters y Lucas Bridges, entre otros.
Un caso de «texto fundador», es precisamente el de Chatwin: escritor, periodista, graduado en arte y con estudios de arqueología que investigó en bibliotecas (en otros textos fundadores), recorrió el territorio entre diciembre de 1974 y marzo de 1975 y entrevistó a estudiosos y habitantes de la zona.
Chatwin inició su periplo en Buenos Aires y de ahí fue “bajando” por la geografía. De las localidades más cercanas a nosotros, visitó en el lado argentino: San Julián, Puerto Santa Cruz, Río Gallegos, Río Grande y Ushuaia, y en el sector chileno; Puerto Williams, Porvenir, Punta Arenas y Puerto Natales.
El resultado fue En la Patagonia publicado en 1977 (primera tirada en español, 1987). Disponemos de la versión lanzada por Ediciones Península en 2007; en su contraportada, una cita de Salman Rushdie: “Bruce Chatwin es la mente más erudita y la más brillante que he conocido”.
La inquietud del inglés por la Patagonia nació de un trozo de piel con pelo rojizo que desde niño observaba en la casa de su abuela (prima del capitán Charles Milward). Una vez en conocimiento que era del Milodón, se prometió que iría (vendría) a buscar otro fragmento.
Chatwin exacerba y distorsiona leyendas
En 1997 el abogado y escritor argentino Adrián Giménez Hutton recorrió la ruta, estuvo en los mismos lugares y buscó a la gente que fue entrevistada o conoció al anglosajón. En 1999 publicó La Patagonia de Chatwin (Ed. Sudamericana). Un simple repaso del texto citado deja al descubierto las desprolijidades del inglés.
Giménez estuvo con dos historiadores (a los que también visitó Chatwin en los 70) que, desde miradas historiográficas y filosóficas disímiles, han hecho de la Patagonia el principal objeto de sus investigaciones.
Nuestro Premio Nacional de Historia, Mateo Martinić expresa respecto del libro: “No me agrada. Hay cantidad de apreciaciones subjetivas y exageradas. Abunda en juicios sarcásticos. Se hace eco de cuentos o dichos de dudosa verosimilitud. Su lectura no me dejó una sensación grata.” (p. 177). El historiador argentino Osvaldo Bayer (1927-2018), es tajante: “Chatwin es un absoluto analfabeto histórico…” (p. 137).
En 1998 Bayer publicó Bruce Chatwin: Un gentleman entre chilotes (Ed. Volcánicas) lamentando, eso si, no haberlo escrito cuando éste vivía: “El prototipo de europeo al pisar tierra colonial. Pero no como un Francisco Pizarro criador de cerdos y bestia cristiana. No, todo un gentleman. Guantes, blancos, sonrisa, simpatía, sangre fría” (p. 7 y 8).
Más adelante, relata un segundo encuentro con Chatwin, esta vez en París y donde le reprocha el aprovechamiento que hizo de las investigaciones de autores regionales, acometiendo lo que en Europa no se le habría permitido, y paradojalmente era posible que: “hasta los lectores colonizados se iban a sentir orgullosos de ver que un europeo, y en este caso nada menos que un británico, se ocupaba de nosotros”.
En esa cita le propuso que: “donara por lo menos un 10 por ciento de sus suculentísimos derechos de autor cobrados en todo el mundo a las bibliotecas públicas de las pequeñas ciudades de la Patagonia”. El inglés guardó silencio (p. 11 y 12).
He aquí una referencia del británico a las y los habitantes de Chiloé: “las mujeres son fogosas y enérgicas y los hombres son holgazanes y derrochan sus ganancias en los juegos de azar” (En la Patagonia, p. 114).
Chatwin exacerba y distorsiona leyendas, construye imágenes que luego se dieron por ciertas, a través de la lectura de los millones de ejemplares vendidos a nivel mundial y como señala Bayer: “¿A quién iban a creerle los lectores de todo el mundo?”, a Chatwin por supuesto, y no a los humildes autores de estas soledades, pensamos.
“Y entonces, vi asomar de un ramo unas hebras de aquel pelo áspero y rojizo que conocía tan bien. Las desprendí cuidadosamente, las deslicé en un sobre y me senté, inmensamente satisfecho. Había logrado el objetivo de aquel ridículo viaje” (Chatwin en la Cueva del Milodón, En la Patagonia, p. 235). Esta es la conclusión del diario de viaje (“ridículo viaje”) de este primermundista.
Recuerdo que el libro de Chatwin generó un verdadero delirio por parte de aquellos lectores que se guían por los suplementos literarios de la prensa escrita, de tal forma de estar a la vanguardia en la materia y, más de alguna vez, con motivo de haber viajado a la capital, hube de traer en mi equipaje uno que otro ejemplar de En la Patagonia encargado por amigos (as) ávidos (as) de su lectura.
Las imprecisiones geográficas e históricas de Sepúlveda
Volviendo al Sepúlveda-protagonista-narrador de Patagonia Express; Chatwin le había advertido: “No se puede confiar ni en la cuarta parte de lo que dicen los Patagones. Son los mentirosos más grandes de la tierra” (p. 86 y 87).
El narrador visita Coyhaique, Porvenir, Manantiales, Punta Arenas y Puerto Natales en el lado chileno y en Argentina conoce Río Mayo, Los Antiguos, Río Turbio y Río Gallegos.
Al igual que con Chatwin, asistimos a un desfile de imprecisiones geográficas e históricas, en medio del relato de sucesos tales como, las andanzas de Butch Cassidy y Sundance Kid (una, sino la principal, motivación del viaje de Sepúlveda), las matanzas de las razas originarias o las huelgas de los obreros rurales de 1921 y 1922.
Lo antedicho, no opaca de manera alguna el reconocimiento que hacemos de la calidad de los otros libros de Sepúlveda y de su consecuencia en defensa de distintas causas relacionadas con los habitantes y medio ambiente de la Patagonia, como tampoco, su calidad humana ampliamente reconocida.
Haremos un paréntesis para referirnos a algo en el libro de Sepúlveda que encontramos interesante y que le da el título al trabajo.
En la página 138 el narrador señala que desde la localidad de El Turbio (estrictamente, Río Turbio a 30 kilómetros de Puerto Natales): “sale el más austral de los ferrocarriles, el verdadero Patagonia Express, que, luego de doscientos cuarenta kilómetros de marcha que unen ciudades como El Zurdo y Bellavista, llega a Río Gallegos en la costa atlántica” (p. 139).
Deducimos que Sepúlveda hace la distinción con “La Trochita” mencionada por Chatwin y que une Esquel (provincia de Chubut) con Ingeniero Jacobacci (provincia de Río Negro) y que además da el nombre a otro libro de viajes: El viejo expreso de la Patagonia (1979) de Paul Theroux (también amigo de Chatwin).
Efectivamente, el Patagonia Express de Sepúlveda era el ferrocarril más austral en la época de su relato (posterior a 1977, si tomamos como referencia la publicación del libro de Chatwin) y lo sigue siendo, pues, todavía existe y funciona (sólo para transporte de carbón).
Se trata del Ramal Ferro Industrial de Rio Turbio —“El Tren del Carbón”— con una extensión de 285 kilómetros y trocha (ancho de vía) de 750 mm. que corre casi en su totalidad en forma paralela a la línea fronteriza chileno y argentina y a la Ruta 40.
Fue inaugurado en 1951 para el transporte del carbón de Río Turbio al puerto de embarque en Río Gallegos (actualmente llega a Punta Loyola a 25 kilómetros de Gallegos) en un viaje de aproximadamente diez horas. Es un tren de carga al que generalmente se le agregaba carros para el transporte de pasajeros.
El tren pasa por parajes y estancias de la zona: “Julia Dufour”, “28 de Noviembre”, “El Turbio Viejo”, “Laguna larga”, “Glencross”, “El Zurdo”, “Sofía”, “Bellavista”, “Buitreras” o “Palermo Aike”. En sus inicios operó con locomotoras a vapor y posteriormente a diésel.
El protagonista aborda el que denomina “Tren de los Ovejeros”, con estufas a leña en el interior de los carros de pasajeros (eso es real). Sin embargo, los descuidos geográficos son evidentes, un ejemplo de ello es aludir a las “ciudades” de El Zurdo y Bellavista, que ciertamente están en el recorrido, pero se trata de Estancias ganaderas.
En otro yerro incluye a la Estación Jaramillo, donde se desarrolló uno de los episodios finales de las huelgas de 1921-1922 con el fusilamiento de José Font (“Facón Grande”) uno de los cabecillas del movimiento.
El suceso de 1922 es efectivo y el escenario también, sólo valga reiterar que este ramal se inauguró en 1951 y aclarar que la Estación Jaramillo se encuentra 620 kilómetros al norte de Río Gallegos y cercana a la Costa Atlántica.
Pero, más allá de los errores, el “Tren del Carbón”, es el “Patagonia Express”, el de la línea férrea que atravesamos antes del control policial de Chimen Aike en la entrada sur de Río Gallegos, el de las locomotoras y carros que vemos en Río Turbio (por su fin exclusivamente turístico, no consideramos como el más austral al “Tren del Fin del Mundo” del Parque “Lapataia” en Ushuaia, Tierra del Fuego Argentina).
«Es sólo una habitación»
Terminado el paréntesis, concluimos que Patagonia Express de Sepúlveda y En la Patagonia de Chatwin fueron construidos desde una mirada eurocéntrica, del norte hacia el sur, del primer al tercer mundo, desde arriba hacia abajo, desde fuera, desde la óptica de quien con un acervo de lecturas previas se asoma por estos lados con el afán de confirmar en terreno cuanta leyenda provenga de esas lecturas y dejarlo por escrito, como un nuevo “texto fundador” para seguir alimentando la mitología y servir de punto de partida de autores posteriores.
Esta visión es la de un territorio inhóspito, desolado, invivible, poblado (apenas) por personajes que no tendrían cabida en otro lugar del planeta.
Tierra de aventureros (as) apta para esos reportajes de televisión realizados al borde de la caricatura, con locuaces conductores (as) imitando el hablar de los lugareños (como para interactuar de igual a igual o “empatizar”) o tratando de vivir “en la práctica” el día a día de sus anfitriones realizando tareas propias de ellos (trabajar la tierra, preparar un curanto, operar un tractor, etcétera).
De este modo, esos libros (o los reportajes) tornan en exótica nuestra cotidianeidad, no importa cuanto la deformen; y nosotros, los integrantes de este “zoológico humano de sitio”, esperamos ansiosos el momento de “salir en la tele” o comprar el libro.
Al respecto, el protagonista-narrador de Patagonia Express antes de partir al sur reflexiona: “Curiosa gente ésta. Chiloé es la antesala de la Patagonia, aquí comienzan las ingenuas y bellas excentricidades que veremos o escucharemos más al sur” (p. 91).
Es decir, para Sepúlveda los del sur somos “excéntricos” e “ingenuos”. Lo de excentricidades es, al menos discutible, pues dependerá de donde situemos el “centro” y en lo de la “ingenuidad” no hay duda: somos tan “ingenuos” que permitimos y hasta celebramos las atrocidades literarias de quienes construyen a su manera nuestras historias y costumbres engrosando, de paso, su fama y arcas personales.
El paso del tiempo ayudó a que los autores y sus defensores, justificaran las falencias en el legítimo uso de la ficción (Chatwin) o, que se tratara de una novela (Sepúlveda). Lo cierto, es que ambos textos se presentaron como “diarios de viaje” y, evidentemente, no suscribimos las mutaciones de género ampliamente publicitadas con posterioridad.
En definitiva: hay una gran diferencia entre el escritor foráneo, fuertemente influenciado por el “texto fundador”, que escribe a partir de las lecturas previas y de “pegarse una vueltecita” por estos lados y el autor de la región —no necesariamente nacido en ella— pero que lo hace desde la experiencia diaria, desde el estudio de la geografía humana que se va forjando en la interacción con el espacio y puede así, retratar con conocimiento y respeto la verdadera esencia de nuestra Patagonia.
Teniendo clara esta diferencia, podríamos atenuar además la idolatría —muchas veces autoconstruida— hacia algunos autores, quienes, como en el caso de los libros mencionados, estimamos no merecen el rótulo de escritores o difusores de la Patagonia, ni la mitología que se teje en torno a ellos.
Adrián Giménez Hutton en el final del ya citado La Patagonia de Chatwin, nos cuenta su paso por el Hotel “Ritz” de Punta Arenas, donde se alojó el inglés. En uno de los pasillos del hotel había un retrato del escritor, a quien se le rendía culto en el lugar, por su fama y por la gran cantidad de sus compatriotas que llegaban a hospedarse luego de haber leído el libro.
Giménez pidió autorización para conocer la habitación Nº20, donde se había quedado Chatwin en 1975.
Al llegar se encontró con un niño de doce años que estaba terminado de hacer su bolso para irse; Giménez le comentó que le interesaba tomar unas fotos, pues ahí había dormido un escritor muy conocido. El niño se habría encogido de hombres y le respondió: “Es sólo una habitación. También dormí yo”.
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Marino Muñoz Agüero (1960) es un columnista y crítico cultural de diversos medios de la austral Región de Magallanes en Chile.
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