La premisa de la novela concebida por el autor de origen estadounidense radicado en Chile, Mike Wilson —reeditada este año por La Pollera Ediciones—, consiste en la historia de un soldado y exboxeador que huye hacia los bosques de Canadá luego de fracasar en todo, refugiándose entre un grupo de leñadores que lo suman en sus filas.
Por Víctor González Astudillo
Publicado el 18.7.2023
En Se canta al mar de Nicanor Parra, podemos leer como un hombre adulto hace memoria de su infancia, aunque asociándola, más bien, a cierto recuerdo en el litoral, donde su padre lo lleva por primera vez a conocer el mar.
Más allá de la alegoría que alguna vez elaboró Schopenhauer entre un océano furioso y la voluntad, me parece que el poema articula una experiencia sobre lo vasto, donde un ser humano, confrontado a una realidad natural ineludible, se sabe ínfimo, o bien, se sabe otro, un cuerpo totalmente separado del tiempo que gobierna al mundo.
Delante del mar, el niño sabe, de algún modo, que la extensión marítima es tan enorme que incluso le habita en su interior, como si su espíritu también fuera acuático.
Saco a colación este breve poema porque, a mi parecer, lo que se encuentra en disputa a lo largo de las páginas de Leñador (2023), novela escrita por Mike Wilson (1974), posee cualidades similares.
Así como el aprendizaje experiencial promete resultados a partir de la interacción directa con algún sistema o proceso en curso, el protagonista de este libro pareciera ser el producto de un modelo similar, el cual, a partir de un encuentro íntimo con los bosques de Yukón, sufre una transformación progresiva que iremos notando durante la trama.
La premisa de la novela, reeditada este año por La Pollera Ediciones, consiste en la historia de un soldado y exboxeador que huye hacia los bosques de Canadá luego de fracasar en todo, refugiándose entre un grupo de leñadores que lo suman entre sus filas.
A partir de esto, la voz protagónica pareciera heredarnos una especie de almanaque, una enciclopedia o quizá un breve glosario sobre sus aprendizajes, ya que, entre toda la catástrofe que significa escapar hacia un lugar recóndito del mundo, el protagonista nos dice: «aprendí algo».
«Mis ojos escalaban con las hormigas»
El despliegue del relato suele dividirse en dos secciones aparentemente lejanas, pero que, con el tiempo, terminan siendo concomitantes. Por un lado, la escritura opta por definir, paso a paso, la compleja nomenclatura de los leñadores, desde los modos en que se debe talar un árbol, hasta las diversas técnicas que ocupan los trabajadores para cuidar sus barbas.
Las descripciones utilizan un lenguaje objetivo, y en ocasiones, un tono científico que se sirve de las ciencias forestales, aunque por momentos, la información termina mezclándose con pequeñas anécdotas, donde el protagonista nos relata encuentros directos con otros leñadores que trabajan utilizando tácticas poco comunes.
Mientras que, por otra parte, la voz del personaje principal se nos revela íntima a través de pequeños fragmentos, donde suele dejar algunas observaciones sobre su entorno, sus compañeros o él mismo, quien observa extrañado los movimientos autómatas del bosque, descubriendo poco a poco que lo está frente a él es más que un simple paisaje. Es, digamos, un organismo complejo con quien dialoga constantemente.
Quizá, uno de los primeros instantes donde nota esta especie de otredad, es en el siguiente fragmento:
Me detuve ante el pino de corteza negra, el tronco masivo y antiguo. Una fila de hormigas rojas ascendía por la corteza corrugada […] Me detuve ahí, mis ojos escalaban con las hormigas. […] Solamente ellas podían ingresar a ese refugio. Sentí envidia (p. 61).
Si bien, anteriormente, el protagonista asegura sentir una soledad especial en medio del bosque, es aquí donde establece un verdadero diálogo con el árbol, en la medida de que comienza a interpretar sus signos, o bien, sus signaturas, siguiendo la antigua idea de que el mundo es un libro abierto a la espera de que alguien lo lea.
Posterior a este suceso, el personaje en cuestión regresa donde sus compañeros. Ocurre que aquel día no taló ningún árbol, a pesar de que salió con todo su equipo. Los leñadores terminan aceptando su explicación confusa, solo advirtiéndole que tal conducta no se puede repetir.
Entonces, propongo que sigamos la sospecha que instala la novela: ¿Qué ha pasado en ese encuentro con el árbol?
Espacios quebrados por la guerra y el fracaso
Hacia la mitad de la novela, el texto nos habla del silencio de los bosques, el cual, por momentos, hace recordar al protagonista su pasado en la guerra de las Malvinas. Pero el recuerdo no viene por similitud, sino por diferencia. El silencio de los campos de guerra es algo muerto, dice el personaje principal, mientras que el silencio del bosque es el de: «la mudez del sueño, de un mundo dormido, descansando en calma» (p. 194).
De algún modo, el leñador principal nos señala que el silencio es similar al que se experimenta en una habitación compartida, donde los compañeros de cuarto respiran asincrónicamente. Quizá, así como un bosque está constituido por un grupo de árboles, así también los trabajadores componen un grupo que dialoga con las propiedades gregarias de lo vegetal.
Hay, en cierto sentido, un sistema social entre las manos que talan y los cuerpos madereros que caen con las hachas.
Dicho esto, me parece de suma importancia hacer hincapié en la relación trabajo y territorio que existe en la novela, en la medida de que el libro, si bien experiencial, íntimo, nos señala que los trabajadores, aún lejos de la automatización de las hachas, tienen el tiempo suficiente como para habitar el lugar donde depositan su esfuerzo.
Además de mantener una relación sensorial con los bosques, el protagonista también aprende a temer lo que hay entre los árboles, como lo son los lobos que le amenazan constantemente.
El leñador, de pronto, percibe aquello que Henry David Thoreau llamó lo salvaje, una fuerza no humana capaz de trastornar la totalidad de lo que se presenta delante de sus ojos, quien, en un ataque de miedo, escala los pinos con tal de resguardarse de lo desconocido. Y al recordar el vértigo, la voz protagónica nos dice lo siguiente:
Sé que suena extraño, pero el temor a ser cazado, a caer presa de una bestia del bosque, […] me ayuda a conectarme con algo fuera de mí, a sentirme parte de un mundo en el que mi existencia no prima sobre el entorno, pero con la certeza de que soy en el mundo. Es la primera vez que siento tal trascendencia, no quiero olvidarme de la sensación. (p. 335)
Leñador de Mike Wilson nos invita a adentrarnos en el imaginario de un trabajador que encuentra pequeñas roturas en la alienación laboral, pero que son lo suficientemente importantes como para constituir una parte fundamental de su experiencia personal.
Así como el niño del poema de Nicanor Parra, el protagonista de esta novela no solo se encuentra extrañado y atrapado por la inmensidad de los bosques canadienses, sino que, en la experiencia de lo vasto y lo ínfimo, termina por adentrarse en sus propios espacios quebrados por la guerra y el fracaso.
De esa manera, y además de establecer momentos reparadores, el personaje principal también instala segundos de progreso y de consciencia sobre lo otro, en la medida en que los árboles le muestran que afuera de lo humano existe un entramado aún más complejo que su propia vida.
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Víctor González Astudilllo (Santiago,1996) es licenciado en lingüística y literatura hispánica por la Universidad de Chile y diplomado en literaturas del mundo por la misma Casa de Estudios. Dirige, actualmente, el proyecto de difusión cultural revista Phantasma.
Imagen destacada: Mike Wilson.