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[Ensayo] «Los sueños de Akira Kurosawa»: En lo onírico, las angustias y las esperanzas

Uno de los últimos filmes del icónico realizador japonés —y quizás su obra audiovisual más conocida en Occidente— se despliega a través de ocho historias en apariencia inconexas entre sí, pero unidas por una profunda estética existencialista.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 22.3.2021

«Si miras con cuidado, toda la naturaleza tiene su belleza. Cuando aparece esa belleza natural, me pierdo en ella. Y luego, como en un sueño, el paisaje se pinta así mismo para mí. Pero es tan difícil mantenerlo adentro».
Citado en la película

Ocho sueños aparentemente inconexos, que son recurrentes en la vida del maestro japonés, y quien los recrea con suma belleza en la que sería una de sus últimas películas.

Son mundos oníricos en los que se vivencian las angustias y las esperanzas humanas. Sueños que hablan de la infancia inocente, de la tradición cultural, de nuestra relación con la naturaleza, de la culpa, del egoísmo, del amor, de la muerte…

Temas trascendentales en las brumas del inconsciente onírico personal y colectivo. Porque a pesar de que Kurosawa aseguró no pretender buscar significado a esos relatos soñados, es casi inevitable —al menos para el que escribe— dejarse llevar por su fascinación y reflexionar sobre los aspectos tratados en ellos.

Por algo el ya anciano realizador decidió sacar a la luz esa intimidad onírica. Probablemente en esa desnudez quiso hablarse y hablarnos de los claroscuros que compartimos todos en nuestro tránsito por este mundo que denominamos realidad.

Él mismo dijo que: “Tenemos muchos problemas y es necesario afrontarlos”, plasmar esos sueños de angustias y esperanzas —entiendo— es una llamada apremiante a hacerlo.

Y hacerlo desde la propia individualidad, cada uno autoobservándose y responsabilizándose de sus inevitables errores para así mejorar su vivir. Ese parece ser el propósito de Kurosawa quien en los relatos nos presenta protagonistas que observan atentos lo que ocurre, lo que les ocurre. Protagonistas masculinos a modo de autorretrato onírico.

 

Las guerras

El militar que camina a pleno día hacia un túnel oscuro en el sueño El túnel. Un perro agresivo sale a su encuentro. Con valor prosigue en la negrura de esa construcción humana y sale a la noche oscura, sólo un débil farolillo rojo ilumina el nuevo escenario.

Tras él aparece un grupo de soldados muertos que estuvieron a sus órdenes. Y el militar revive los errores propios (la orden que los llevó a su muerte) y colectivos (la absurda guerra que mata las almas de los muertos y los vivos), les pide perdón y con sinceridad asegura que hubiera preferido morir con ellos. Permanecen inmóviles en su piel azulada mortuoria hasta que su mando les ordena que regresen. Y estando nuevamente solo cae de rodillas, es entonces cuando reaparece ese perro enfurecido.

Esos hombres sólo obedecen órdenes, son soldados (la comodidad de ser soldado no sólo en el estamento militar sino por analogía en la vida de cada uno). Todo soldado entrega la responsabilidad de sus actos a alguien superior. El militar protagonista lo es para ellos y podría hacer lo mismo delegando su responsabilidad (al menos en parte) al superior en la cadena de mando o a la tristemente común excusa “es la guerra”.

Pero con valentía asume su error ante esos hombres que confiaron en él y ahora se enfrenta a la culpa que —entiendo— simboliza ese perro furioso. Qué necesaria la valentía de reconocer y enfrentar el error ante los otros. Y qué difícil perdonarse a sí mismo, abrazar a esa culpa que nos devora.

 

«Los sueños de Akira Kurosawa» (1990)

 

La contaminación

Y la culpa también de un hombre que se siente responsable de la dantesca explosión de una central nuclear cercana a un volcán en erupción en el relato onírico titulado El Fujiyama en rojo.

Enfundado en su traje, un directivo de la planta reconoce que no valoró su potencial riesgo, habla con propiedad de las coloridas nubes radiactivas que flotan en ese ambiente infernal. Y diserta sobre la estupidez humana y la inevitable muerte que les espera.

Todo esto lo comenta a una mujer que busca proteger a sus hijos y a un hombre que acaba de llegar e intenta abrirse paso a contracorriente entre la muchedumbre que huye de ahí.

También la contaminación radiactiva protagoniza el sueño El demonio lastimero. Demonios son los humanos que han mutado tras la explosión de unas bombas nucleares. Lo descubre —una vez más— un caminante solitario forastero que atraviesa un paisaje desolador sumido en inquietantes brumas.

Descubre a ese antes hombre ahora con cuernos que le relata lo sucedido y le habla de las mutaciones en todos los seres vivos mostrándole la extraña y escasa vegetación existente en donde antes hubo un campo de flores.

Y añade que ante la falta de alimentos los otros demonios se comen a los suyos más débiles. Sabe que pronto irán a por él. Comenta que existe una jerarquía y que los de rango superior son inmortales: “La inmortalidad es su castigo. Torturados por sus pecados, deberán sufrir eternamente”, le explica mientras detalla esos “pecados”. Es el caso del productor que prefiere tirar sus excedentes alimentarios para especular con los precios antes que distribuirlos a las gentes.

La destrucción del mundo fruto de la insensatez humana en el uso temerario de la energía radiactiva en estos dos sueños apocalípticos. La crítica a la prepotencia humana y a la falta de visión de futuro al utilizar los recursos naturales y generar residuos. Un problema no resuelto que clama solución.

Dos relatos apocalípticos que retratan las consecuencias del egoísmo y la insolidaridad humanas. Dos angustiosas advertencias en la mente de un maestro del cine que sin embargo mantiene la esperanza.

 

«Los sueños de Akira Kurosawa» (1990)

 

La naturaleza

La confianza en el hombre que persiste y no desfallece ante las adversidades. Este es uno de los mensajes implícitos en el sueño La tormenta de nieve.

De nuevo, la extraordinaria fuerza de los fenómenos naturales. Cuatro hombres avanzan a duras penas en medio de una tormenta de nieve. Llevan días perdidos en las montañas intentando regresar al campamento base. Kurosawa nos lo muestra en bellas tonalidades azules como hiciera Picasso en sus pinturas.

Hay uno que dirige y anima al grupo pero ellos —sumamente agotados— ya han perdido toda esperanza y se dejan caer. El líder intenta impedir que se duerman y finalmente cae como ellos.

Una mujer coloca una tela sobre él y logra despertarlo. Muy bella la secuencia de esos cuidados con su larga cabellera y la tela que le cubre ondeando libremente en contraste con el congelamiento del hombre. Y él que quiere incorporarse pero ella se lo impide con fuerza casi asfixiándole, finalmente puede el hombre y la etérea mujer se eleva desapareciendo en el viento que cesa derrotado.

La tormenta pasó en ese paisaje montañoso y en ese hombre. Reanimado rescata a los suyos sepultados por la nieve. Ahora pueden ver el campamento que estaba allí mismo oculto antes por la fuerza natural que lo retaba.

La fascinante fuerza de la naturaleza —la tormenta y las escarpadas montañas— simbolizada en esa mujer etérea. Y ante ella la no menos fascinante fuerza de la naturaleza de un hombre corajudo que mantiene la esperanza.

Y la fascinante fuerza de un pintor que se funde con la de la naturaleza que retrata en su arte es el tema del relato onírico Cuervos.

El sueño gira en torno a Van Gogh, ese genio que plasmó como pocos la fuerza de la naturaleza. Sus cuadros —expuestos en un museo— son observados por un hombre que acaba entrando en uno de ellos para hablar con el artista.

Encuentra a Van Gogh (interpretado por Martin Scorsese) pintando un campo de trigo quien le comenta:

“Si miras con cuidado, toda la naturaleza tiene su belleza. Cuando aparece esa belleza natural, me pierdo en ella. Y luego, como en un sueño, el paisaje se pinta así mismo para mí. Pero es tan difícil mantenerlo adentro”.

Y tras ese encuentro, el observador deambula por sus potentes pinturas. Hasta que vuelve la apariencia real al tiempo que unos cuervos alzan el vuelo sobre esos campos. El famoso cuadro de los cuervos que el hombre contempla de nuevo en el museo.

Un sueño que plasma la fuerza de la naturaleza en el hombre, especialmente en el hombre que reconoce y ama la fuerza de la naturaleza toda a la que pertenece. El pintor que se funde en ella para sublimarla y el observador que conecta con la fuerza de su pintura y deshace la barrera entre lo real y las infinitas posibilidades de la imaginación, lo onírico, la poesía, la magia… el ancho mundo de los “locos” y de la infancia.

 

«Los sueños de Akira Kurosawa» (1990)

 

La inocencia

Un niño protagoniza los dos primeros sueños recreados en la película. En Llueve y brilla el sol sale de casa adentrándose en el bosque tras ser advertido por su madre de que allí, tras la lluvia, los “zorros” hacen sus “procesos nupciales”.

En ese lugar observa una comitiva de adultos y al regresar a casa, su madre le entrega una daga para que se suicide. Sólo con el perdón de los “zorros” que viven bajo el arcoíris podría volver a entrar en el hogar.

Bellísima escena del niño en un campo de flores y el gran arcoíris al que se dirige con valor. Un arcoíris de luz que se abre a unas escarpadas montañas en tinieblas.

Ese campo de flores como imagen del paraíso que es en sí la inocencia infantil. Inocencia que —entiendo— se ve obligado a dejar (a matar) para adentrarse en la dificultad y dureza del mundo adulto (las montañas).

Ese mismo niño es el único de su casa capaz de ver a otra niña tan inocente como él en el sueño El huerto de los duraznos.

La sigue —de nuevo— por el bosque hasta que llega a un claro donde también de nuevo ve a los adultos quienes lo juzgan corresponsable de la extinción del huerto de árboles frutales familiar.

Su llanto inocente hace que se le obsequie con el retorno momentáneo de ese paraíso, es bellísima la lluvia de pétalos en la que se sumerge. Y tras esa felicidad plena, el paraje vuelve a su desnudez.

El niño desconcertado observa un solitario arbolito florido en el lugar que antes viera a la misteriosa niña. Lo observa compungido llorando la pérdida.

Nuevamente la culpa, ahora en el niño inocente como indeseada herencia familiar. La desconexión adulta del medio natural —de la vida plena— en esa extinción arbórea que entiendo como imagen de la desconexión de tantos adultos que han encerrado a su niño interior.

No obstante a pesar de toda esta angustia por la pérdida de la inocencia, por tantas alas cortadas a lo largo de los tiempos, por la degradación del paraíso natural que es nuestro planeta… a pesar de tanto, Kurosawa mantiene la esperanza como hiciera el montañero soñado ante la tormenta de nieve.

Así, culmina esta excelente película con el relato onírico La aldea de los molinos de agua, en el cual un forastero observador —cómo no— acude a un pequeño poblado junto a un río. Un bello paraje de aguas limpias, flores y niños en libertad.

Un anciano centenario le comenta que allí tratan de vivir como vivían antes los hombres y critica la desconexión del medio de nuestra orgullosa civilización, especialmente cita a los científicos.

“Serán inteligentes, pero la mayoría no comprende el corazón de la naturaleza. Sólo inventan cosas que al final hacen infelices a las gentes”.

Y añade que quienes los inventan se sienten orgullosos de sus inventos y lo que entiende peor: la gente se siente orgullosa de tenerlos como si fueran milagros.

Ese anciano entiende que es bueno estar vivo y se siente agradecido por su vida de pocos inventos. Ha sido y es feliz en ese lugar paradisíaco y no teme a la muerte. En ese poblado de longevidad celebran la vida del que muere, el recuerdo de tantos momentos compartidos en lugar de llorar la pérdida del ser querido. Viven en contacto con la naturaleza y respetan sus procesos.

La imagen de ese poblado rodeado de flores y el agua de vida que mece las hierbas acuáticas de su río conforman el bello cierre de esta joya cinematográfica.

 

***

Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: Los sueños de Akira Kurosawa (1990).

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