El autor chileno Tomás Lavados propone estos poemas precisamente en el año 2022, cuando apenas logramos remontar los grandes cataclismos que remecen a las certezas de lo moderno, a la obstinación imaginaria del Estado, y al sueño de inmunidad de la vida, acaecido durante las últimas tres temporadas.
Por Pablo Corro Penjean
Publicado el 11.5.2022
¿En virtud de qué unos versos podrían denominarse «inmortales»? Hasta ahora sólo los versos sagrados pueden pretender esa denominación.
Por ejemplo, la imagen versificada en palabras precisas en el Génesis, del Espíritu de Dios que en forma de paloma revolotea sobre el vacío cuya figura paradojal es la de un océano oscuro; o esa otra de Orfeo, que con distintas frases, las de Virgilio, Lope de Vega, Glück, Pavese o Cortázar, siempre baja al Hades para restituir a la vida y al plano del amor a Eurídice, descenso que siempre alivia el tormento de los muertos con la música de la lira y de su canto.
Entre ambos poemas actúa el tiempo y la certeza lírica pasa desde la regla de la palabra sagrada a la apertura y la trascendencia de la imagen antropológica, arquetípica, que quizá trasciende el libro porque ejemplifica el corazón y la conciencia de todos los hombres.
En el mundo, bajo el reinado del tiempo no hay versos que puedan afirmar su programación inmortal.
Sin embargo, Tomás Lavados (1994) propone estos Versos inmortales, precisamente en el año 2022 en que apenas logramos remontar los grandes cataclismos que remecen a las certezas de lo moderno, a la obstinación imaginaria del Estado, al sueño de inmunidad de la vida en los últimos tres años.
Quizá su conciencia no pertenezca a este tiempo, quizá sus poemas de ermitaños, reyes, licores, montañas, copas, guerras, comandantes, emperadores, surjan de esa dimensión de la memoria humana inconmensurable que todos contenemos, surjan del pozo del tiempo donde José, aquel de José y sus hermanos de Thomas Mann, mira la frescura de su rostro remoto.
En esa cima, que esta veintena de poemas frecuentan, el alma se encuentra con Dios, con esa divinidad ilegible que se expresa a través de zarzas ardientes y que inspira las escandalosas palabras del Mesías que construyen la certeza mayor acerca de su ininteligible forma de Dios/Hombre.
Tomás Lavados debe conocer el pasaje de El Evangelio según San Mateo de Pier Paolo Passolini en que se reúnen como un sinfín todos los sermones y parábolas del Señor quien apenas figura como un rostro en plano americano cuya circunstancia de espacio no importa y de tiempo no es más que la variación de la luz de día o de noche, del viento que le impone el uso de capucha o que agita su cabello suelto.
Como el poeta de Las cenizas de Gramsci o Accattone Tomás cree en la trascendencia de los discursos comprometidos con Dios, con el Hombre, frente al tiempo. Por eso sus Versos inmortales son posibles, porque son posibles y especialmente en el ciclo de la catástrofe donde es tan legítimo aspirar al goce del presente como a la trascendencia.
Un montaje paralelo
«Más vale morir que matar», es una máxima que atraviesa toda la obra, bajo la forma de poemas proféticos, saber sin matices, a viva voz y en plano general, propio de Juan el Bautista, de Simeón el estilita, de Zaratustra.
Esta doctrina que profesa el poeta es el centro de sus bienaventuranzas, su apropiación de Cristo y una opción por la vida que hermana el conjunto dramático de los versos retirados o versos monacales, con los poemas de la majestad, del poder filial o ancestral y con las irrupciones de lo moderno en la ejemplaridad general de esta poesía arcaica.
La preocupación por la prioridad por la vida, que particularmente figura su contrariedad en la cultura de la guerra, define el compromiso contemporáneo de Los versos inmortales.
No es esta una poesía filológica, que remede las perspectivas metafísicas de Milton, de Swedenborg, o las formas de El cantar de los cantares, es un sistema poético que ensaya la iluminación simbólica a través de cuatro sistemas icónicos, líricos y arquetípicos, sistemas de imágenes que se nutren de la poesía contemporánea de las imágenes en movimiento, de la poesía cinematográfica, que es el que mejor se ajusta a su sensibilidad por las metamorfosis, por la simultaneidad de mundos y por los dinamismos terminales, catastróficos.
Proponemos, como elementos de juicio para la lectura de este libro los siguientes cuatro sistemas figurativos o dramáticos, cuatro sistemas líricos: «Sermones y prédicas», ahí están las cinco «Proclamaciones» y los varios «Testimonio de un comandante a un poblado».
Segundo, el de «Las guerras de la palabra, las metáforas de la verdad cierta», que reúne poemas como «Contra los infieles», «Al gran combate» o «Yo soy el castigo de Dios»; tercer sistema, figuras de la majestad, que agrupa, entre otros, los poemas «La obra de la política en general», «Sibila, la adivina de París» y «La consagración real».
Por último distinguimos un grupo lírico que denominamos «De visiones contemporáneas o destellos anímicos», acá proponemos «La palabra», «Amor de almas gemelas», «Respiración cósmica» y «El eremita moderno».
En el conjunto de «Sermones y prédicas» tiene una manifestación referencial el paradigma de «El sermón de la montaña» con su montaje paralelo entre el sufrimiento terrestre y el efecto del bien metafísico:
¡Siervos Infames!
cuando hacen Guerra por la Luz,
¡Fieles Inmaculados!
quienes no empuñan la Espada,
¡Inmundos Paganos!,
cuando hacen Guerra por la Tiniebla,
¡Bienaventurados Honorables!
quienes Renuncian a la Venganza,
Al mismo tiempo la poesía y la ley
Los versos de Tomás Lavados asocian la ética con la acción, se trata de una moral dramática en el sentido de los efectos del hacer, de preferencia de los efectos de no hacer el mal contra la humanidad. En este sentido «las proclamaciones» imaginan la acción justa en una línea de tiempo escatológica mientras «El testimonio de un comandante» desarrolla la formación vital de un guía.
En «Las guerras de la palabra» el discurso de la infidelidad es tan amplio que coincide con el gran sentido de la alteridad, de la contrariedad de las creencias religiosas y todas sus consecuencias en el despliegue de las culturas, pero también se refiere a la reserva de lo mítico extramuros, el poema «El gran combate», que recuerda tanto el periplo de Odiseo como el de Arthur Gordon Pym es un acceso posible, especialmente sus versos de arranque:
Íbamos embarcados,
en una expedición Antártica.
Una espesa niebla, nos seguía hace días;
la brújula del barco,
para aquel amanecer,
había perdido su sentido,
daba vueltas en círculos, sin detenerse,
cambiando de dirección, errática.
A lo lejos, más allá de la espesura,
se oían cantos funerarios,
quizás nupciales,
de mujeres antiguas y vigorosas.
En el tercer sistema, el de «Figuras de la majestad», el poema «Sibila, la adivina de París» destaca por la inusitada figura de una diosa contemporánea en este entorno de versos arcaicos.
Sibila, la adivina de París,
deambula insomne,
por la bohemia de la ciudad,
vestida con finas pieles.
Fantasmagórica, como perdida,
en el Evo metafísico,
embriagada, de tanto beber predicho,
cada instante futuro.
Especula vehemente, en el bar,
contra el principio de no-contradicción,
completándose, insoportablemente,
los pensamientos, las frases, los gestos;
Yo la oigo pasmado,
por su belleza antigua, homérica,
y cuando oso interrumpirla,
Ella también completa mis respuestas.
Sibila, como una diosa homérica, ha sido olvidada por los hombres, como la Calipso de los Diálogos con Leucó de Pavese o la Donna Helena de Fito Paez.
Ser un Dios es ser eterno, en la eternidad todo se ha vivido, todo se conoce, esa imagen en el presente apareja el motivo del aburrimiento, de aburridos y hartos de existir moran inmóviles en un nicho los inmortales de Borges, uno de ellos, consultado por el protagonista del cuento recuerda haber sido Homero y haber escrito La Odisea.
En sus diversas formas, la majestad de reyes, emperadores, jueces que propone Tomás Lavados no es sólo una distinción agobiante, sino es el riesgo de las grandes tareas y el asedio más grave de la Ley, y en el orden de la poesía arcaica, de la poesía mística y metafísica la palabra admite al mismo tiempo la poesía y la ley.
El cuarto orden propuesto, el de «Visiones contemporáneas» o «Destellos anímicos», es el más forzado.
Ya dijimos que asocia con facilidad aquellos poemas cuya contemporaneidad es la brevedad de aquel acontecimiento que llamamos «la aventura», uno de esos momentos que Simmel y Bachelard distinguen como breves trances extraordinarios en lo cotidiano.
El otro orden de la contemporaneidad expresada en algunos poemas es la de las figuras de la técnica, cuadros materiales con la inercia futura de la lógica operativa de lo actual, visiones relevantes de un auto, visiones materialistas, motivos convencionales como el de una invasión extraterrestre.
Entre unos y otros se tiende un elemento ideológico aglutinante que ya denominamos como propiamente cinematográfico, el del valor de la videncia en el presente, de modos del ver que distribuyen el sentido entre las facultades tecnológicas, con sus programaciones, y las del espíritu, como iluminaciones.
El poema «El Eremita moderno», resuelve la dualidad y reúne las figuras del vidente con las imágenes nunca del todo naturales del sistema material moderno:
El Eremita moderno, tamborea perplejo,
en medio de un barrio de cemento,
ruidoso, de bloques ásperos y gigantescos,
sin la mínima inquietud, por la Tercera Guerra,
como el centro inmóvil del Universo,
en torno al cual giran todos los astros del firmamento;
La extrañeza de los sueños
Sin duda hay algo aberrante, reduccionista de la obra, en estos sistema propuestos para los versos de Tomás Lavados, pero con las primeras páginas advertirán que aunque resuenen familiares por arcaicos, por originales, en la significación de lo nuevo y lo primero, sus tópicos, sus imágenes, contienen la extrañeza de los sueños, de los dramas remotos, de las palabras de apocalipsis y salvación que claman los profetas sin oyentes en el ruido de nuestras plazas.
En virtud de esa extrañeza hemos ensayado esta taxonomía perfectamente refutable, este modelo semiótico que bien podría haber tomado otros caminos, no sólo el de las recurrencias dramáticas, sino otros, por ejemplo, el de la prioridad poética de los elementos, a la manera de la pasión de Bachelard, entonces, habríamos hablado de poemas de aire, de agua, de tierra y de fuego, otra posibilidad en lo posible que es el terreno de la poesía, más aún de aquella que propone Los versos inmortales.
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Pablo Corro Penjean es doctor en filosofía, académico e investigador en estética del cine y teoría del cine documental chileno. Autor del libro Retóricas del cine chileno (Cuarto Propio, 2012), y coautor de los volúmenes, Melodrama, subjetividad e historia en el cine y televisión chilenos de los 90 (Fuenzalida, Corro y Mujica. Facultad de Comunicaciones UC, 2009), Teorías del cine documental chileno (Corro, Larraín, Alberdi y Van Diest. Frasis, 2007) y Apariciones, textos sobre Cine Chileno 1910- 2019 (Ediciones UAH 2021).
Profesor titular de la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Chile y jefe del programa del magíster en estudios en cine del Instituto de Estética de la misma Casa de Estudios.
Imagen destacada: NoteBook Poiesis.