[Ensayo] «M» y «The Fall»: El cine y los abismos de la obsesión criminal

Tanto la cinta del mítico director alemán Fritz Lang (1931) como la serie del realizador británico Allan Cubitt (producida originalmente entre 2013 y 2016) expresan relatos audiovisuales que han permitido desarrollar de una forma artística satisfactoria, el intrincado perfil de un asesino y el laborioso proceso policial para cazarlo.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 22.4.2021

«Es necesario llevar un caos dentro de ti para poder dar a luz una estrella danzante».
Friedrich Nietzsche

Los asesinos seriales, un tema recurrente en el cine que atrae al gran público. Como si el ver los horrores que sufren otros aligerara los propios. Y de alguna manera el compartir el proceder policial para atrapar al criminal despertara nuestro propio potencial para solucionarnos.

Sea como sea, el retrato de esos hombres —casi ninguna mujer ha sido asesina en serie— dementes y fríos nos ayuda a entender las sombras de la condición humana. Asesinos compulsivos y obsesivos que suelen cazar a mujeres y niños.

Asesinos que —entiendo— reflejan hasta qué punto la inocencia infantil y la naturaleza femenina son vistos como amenaza para esas mentes desequilibradas —y dicho sea de paso para demasiada gente—.

Todo tipo de relatos criminales ya sea basados en hechos reales o bien ficciones, han sido llevados a la pantalla desde los inicios del séptimo arte. En la mente del cinéfilo habitan títulos de culto firmados por maestros, de entre ellos he elegido M de Fritz Lang —rodado en los albores del sonoro— por su certero retrato de un asesino que se teme a sí mismo.

Y este análisis se completa con una excelente serie británica contemporánea, The Fall de Allan Cubit en la que se nos muestra un elaborado retrato del asesino y de la agente que investiga el caso. Su formato televisivo de superior duración permite desarrollar mejor el intrincado perfil de un asesino y el laborioso proceso policial para cazarlo.

Porque en las ocho décadas que separan ambas obras audiovisuales se ha avanzado mucho en la metodología policial en lo que se refiere a medios técnicos y muy especialmente en las capacidades personales del buen investigador para dar luz a la oscuridad humana que encarna un asesino serial. Así, el talento de Stella la detective de The Fall es infinitamente superior a la de sus colegas en M.

Sin más, el análisis de ambas obras en torno a un asesino de niños (M) y acerca de un cazador de mujeres (The Fall). Advertir que inevitablemente contiene spoilers.

 

«M «, de Fritz Lang: retrato de un asesino que se teme

«Espera solo un ratito, de negro el monstruo vendrá sólo con su cuchillito y a ti te rebanará».
Canción en la película

Una niña canta la canción mientras juega a un “pim, pom, fuera” con sus amigos reflejando en ese espeluznante estribillo la psicosis en la que viven. Un asesino anda suelto y va a por ellas.

Así inicia el filme el mítico director alemán quien pocos años después de realizar esta obra emigró a EE. UU. huyendo del nazismo. Y es fácil entender que la psicosis que retrata es reflejo de la que planeaba en su tierra tras la gran depresión y el resurgimiento del movimiento liderado por Adolf Hitler que fatalmente acabaría gobernando el país.

Así mismo ocurre con los burdos procedimientos policiales que se retratan en el cual los agentes invaden cualquier domicilio sospechoso sin orden judicial ni cuestionamiento previo.

Con M de mörder (asesino) conoceremos al hombre que buscan, nunca sabremos su verdadero nombre. Pronto lo vemos en acción de espaldas y en sombras. Como ocurre en tantas grandes películas de la época del blanco y negro, Lang realza las sombras y las convierte en inquietantes coprotagonistas.

En este sentido, la escena en que “vemos” a M por primera vez es antológica. Una niña jugando con su pelota por la calle hasta que encuentra un pirulí en el que luce un cartel de recompensa para quien atrape al criminal y ella que la hace rebotar en él al tiempo que surge la sombra del asesino. La sombra devora en imagen tal cual devorará ese hombre a su nueva presa.

Y antológicas también las imágenes de la ausencia de la niña en el hogar materno. Planos fijos de la mesa preparada para su cena, la silla ladeada para que se siente sin esfuerzo. Y así mismo ocurre con los dos detalles de la consumación del acto: la pelota que cae a un terraplén y el globo que el asesino le regala como cebo que vuela lejos. Sutileza y silencio, genial.

Tardamos en ver el rostro de ese cazador de infancias femeninas. Al tiempo que un grafólogo hace un retrato del asesino por una nota que redactó, lo vemos frente al espejo; vemos cómo se mira y prueba a hacer muecas con ojos desorbitados. Esos ojos, las muecas y la inquietud corporal especialmente en sus manos conforman una caracterización magistral del mítico actor Peter Lorre.

El grafólogo cree que el asesino evidencia una fuerte patología sexual, indolencia y locura. Un dictamen certero que es casi el único acierto en la infructuosa investigación policial.

Por eso los ciudadanos toman cartas en el asunto, especialmente el colectivo de delincuentes que ven cómo las batidas policiales a lo ciego en sus locales nocturnos perjudican su “modus vivendi”.

Son ellos los que logran identificarlo gracias a un buen trabajo de equipo de los vagabundos a los que reclutan para observar en el anonimato.

Y es un ciego —paradójica crítica, entiendo— quien lo identifica por su silbido característico que escuchó cuando le vendió —ese es su oficio— el globo con el que engatusó a su última víctima.

Ahora el asesino es identificado por la M que le han marcado en su espalda, y finalmente es apresado por los delincuentes quienes van a ajusticiarlo.

Impresiona ver a la multitud de hombres —y alguna mujer— que se amontonan en una gran nave abandonada para presenciar el juicio popular en el que M acaba confesándose asesino y se desnuda anímicamente.

Queda claro lo que ya se había intuido viéndolo actuar durante todo el metraje, M es un enfermo mental que tiene pánico de sí mismo, algo común en personajes despóticos como el que pronto gobernaría Alemania.

Lo confiesa arrodillándose y descompuesto describe su tortura interior:

“Siempre vagando por las calles percibiendo que alguien me está siguiendo. ¡Soy yo! ¡Mi propia sombra! Me siento a veces como a la caza de mí mismo. Quiero escapar (el público marginal en silencio, algunos asienten identificándose en él). Pero ¡no puedo huir de mí mismo! Debo obedecer a ese impulso y corro. Y conmigo vienen los fantasmas de las madres y las niñas ¡Nunca me dejan! Siempre están presentes excepto cuando lo estoy haciendo. ¿Quién sabe lo que pasa en mi interior? Cómo grito y sufro por dentro cuando tengo que hacerlo. No quiero hacerlo, debo hacerlo”.

La confesión cala en el público y se inicia un interesante debate ético a voces sobre la eficacia de la justicia y de los internamientos psiquiátricos. Para unos pocos M es un enfermo y para la mayoría un monstruo que no merece perdón ni tratamiento.

La película acaba con el juicio real tras la irrupción de la policía en ese simulacro. Y las sentidas palabras de las madres llorando sus pérdidas: “Esto no traerá de vuelta a nuestros niños. Deberíamos de vigilar más de cerca a nuestros hijos”.

Un sentir que es también una denuncia porque a pesar de la amenaza ninguna medida de prevención o de protección ha sido adoptada ni por las autoridades ni —más tristemente aún— por los padres. Los niños han seguido andando solos por las calles y nadie les ha prestado atención en su ajetreo adulto.

Y una infancia no vista ni cuidada es reflejo de una sociedad triste y desaliñada. En ese ambiente —o peor— probablemente creció M y los delincuentes que le pretendieron juzgar, ellos debieron ser niños descuidados que no tuvieron protección ni buenos referentes y en su desubicación se convirtieron en sombras de sí mismos. Sombras que se temen y que a menudo huyen de su miedo infundiendo miedo a los demás.

 

Afiche de «M» (1931)

 

«The Fall», de Allan Cubit: en la mente del asesino

«Nadie sabe qué sucede en la cabeza de los demás. Y la vida sería intolerable si pudiéramos hacerlo».
Paul

De un asesino de niñas a uno de mujeres. Aquí también sabemos bien pronto quién es él, Paul —gran caracterización de Jamie Dorman— es un padre de familia que trabaja como consejero de duelo.

Un asesino serial consolando a gente que ha sufrido la pérdida de un ser querido, o a una mujer maltratada diciéndole que tiene derecho a estar segura en su casa. Él, que penetra en la intimidad de sus víctimas para asesinarlas en su propio hogar, brutal ambivalencia.

Dirige la operación policial para atraparlo la reputada investigadora Stella Gibson a la que da vida una excelente Gilliam Anderson.

Dos mentes brillantes frente a frente, dos cazadores experimentados con objetivos radicalmente distintos. Cubit subraya ese aspecto coincidente alternando a menudo el hacer de uno y de otra.

Ambos metódicos, obsesivos en su tarea y dominantes. Dominantes especialmente en lo sexual. Quizás por esas coincidencias —más allá de su experiencia y capacidad— Stella es capaz de elaborar con poca información un buen retrato de ese depredador esquivo.

La detective entiende que todo asesino serial es como un drogadicto, su adicción es creciente. Y describe acertadamente a Paul, cree que él disfruta matando a las mujeres y dominándolas gozando de su poder especialmente al verlas muertas: le «pone» sobremanera esa total sumisión.

Así es, lo vemos masturbándose en casa observando la fotografía que hizo a su víctima más reciente.

Porque guarda fotografías y retratos al carbón de sus presas en un cuaderno en el que anota impresiones personales tales como: “¿Es el asesinato o la sombra del asesinato lo que causa el mayor placer y el mayor dolor?».

Y en una nueva coincidencia de ser, Stella también tiene su cuaderno.  En él desvela su sentir y apunta ideas sobre la investigación del caso. Un cuaderno que guarda junto a su cama y que Paul llegará a leer —devorador de intimidades como es— en el largo proceso de caza a dos bandas entre estas personalidades antagónicas y sin embargo tan coincidentes.

Por su parte, Paul esconde su cuaderno en su afán de no ser reconocido. Lo guarda en el falso techo de la habitación de su hija de cuya trampilla cuelga un simbólico móvil infantil de mariposas o la transformación y elevación del que se cree poderoso y no un “gusano” como los que le rodean.

La niña duerme bajo los retratos de las mujeres asesinadas. La pobre tiene pesadillas recurrentes. Su madre preocupada le comenta a Paul que desearía saber qué le pasa por la cabeza y él responde un significativo: “Nadie sabe qué sucede en la cabeza de los demás. Y la vida sería intolerable si pudiéramos hacerlo”. Sin duda, ella se horrorizaría si le leyera el pensamiento a su esposo.

No obstante, Paul es incapaz de hacer daño a los niños. Su problema, su rabia está con la feminidad y no con la infancia. Por eso, cuando se entera de que su última víctima estaba embarazada envía una carta a sus padres asegurando que de haberlo sabido no la hubiera matado.

Y en su argumentación cita a Nietzsche: “Es necesario llevar un caos dentro de ti para poder dar a luz una estrella danzante”. Nuevamente el ego desmesurado, la mariposa entre gusanos.

Paul se cree estrella liberada en un mundo de necios.

Como sucediera con M, esa carta lo delata. Gracias a ella Stella puede entender mejor a su oponente y por su análisis sabrá que es padre de una niña. Y otra coincidencia entre ambas obras audiovisuales, el descuido del asesino que escribe sobre una base que por calca proporciona pistas a la policía, en M fue una superficie peculiar y aquí Paul escribe sobre un dibujo de su hija.

Asesino e investigadora cada vez más cerca en una confrontación cara a cara aunque Paul juega con la ventaja del anonimato.

En este sentido es significativa la conversación telefónica que ambos mantienen. Él que llama a la policía exigiendo el teléfono privado de ella. Y Stella que acepta saltándose el reglamento en su obsesión por cazarlo.

Esas características similares —deseo de controlarlo todo, obsesión e incluso relativismo moral— son las que Paul esgrime en su disertar ante Stella. Para el asesino la diferencia está en que: “tú estás atada a nociones convencionales a cerca del bien y del mal y yo soy libre”. Diferencia que Cubit realza al mostrarnos a Paul al aire libre mientras que su interlocutora se encuentra en el interior de un edificio.

Pero Stella no se achanta y le hace bajar de su pedestal consiguiendo descolocarle, especialmente al mencionar que saben que tiene al menos una hija. La infancia a proteger, su punto débil como monstruo, el valor humano que sobrevive en él.

Paul está cada vez más tocado, más consciente de la lucha entre el bien y el mal que encarna. Más humilde y viendo peligrar su vida familiar pone la mano en la barriga de su mujer embarazada diciéndole: “sólo tú puedes salvarme de mí mismo”, ella —inocente— cree que le habla de su amorío con la canguro…

A partir de aquí asistiremos a la huida hacia delante de Paul, a su captura y a inesperados acontecimientos que nos mantendrán en vilo hasta el capítulo final.

En todo caso y como conclusión resaltar el ya comentado fondo humano de este asesino que se evidencia en su afán por no dañar a los niños.

Y que sin duda Paul es un enfermo que requeriría internamiento psiquiátrico. Lo que nos lleva de nuevo a debatir —como en el juicio popular de M— si un monstruo como él tiene cura.

No es fácil salir del abismo propio, pero tal y como argumenta el padre de la víctima embarazada a la escéptica Stella existe la posibilidad: “Me parece que la gente mala es gente mentirosa. Se mienten a sí mismos y mienten a los demás. Si es capaz de dar al menos un buen paso en la vida puede que le sea más difícil escoger el mal sobre el bien”.

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Tráiler 1:

 

 

Tráiler 2:

 

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: M (1931), de Fritz Lang.