Una manera apropiada de leer la principal novela debida al escritor francés Gustave Flaubert es, según el juicio de Vladimir Nabokov, la de tratarla como un conjunto de estructuras, un entramado de líneas temáticas, estilo depurado, personajes retratados con pinceladas infalibles y poesía que rezuma de la prosa.
Por Alfonso Matus Santa Cruz
Publicado el 16.11.2023
Es poco común penetrar en el bosque de una novela y tener la sensación de que, a cada paso, en cada raíz, en cada nervadura de los párrafos más aparentemente inocuos, todo está dispuesto con un cuidado y un sentido de joyería fina, de haiku con tarde llovida de fondo.
Son escasas las novelas que son también largos poemas en prosa, pero, como dijo Proust, eso es Madame Bovary, la clásica obra del maestro del realismo, Gustave Flaubert (1821 – 1880), y es por eso que no hay mejor pretexto para volver a leerla que la nueva reedición de la obra de Random House, en esta ocasión con traducción de Mauro Armiño.
Fueron 4 mil 500 los folios redactados por Flaubert, los que quedaron reducidos a unos 500. Poda drástica con precisión de ingeniero en cohetes; mezcla de esteta y científico del lenguaje, el narrador francés tuvo que enfrentar no solo la lucha cuerpo a cuerpo con el idioma francés, sino que también la vulgaridad y el rigor de la ley por «ofensa a la moral religiosa» y «ultraje a las buenas costumbres».
Por surte para nosotros la versión castrada de la novela quedó en un pasado y la versión original, con la escena del carruaje y el erotismo a caballo entre Madame Bovary y Léon, persianas abajo, con el conductor obedeciendo la voz del siga, siga, cada vez que trataba de detenerse y dejar de dar vueltas por las calles de Ruan, está tal como la quería Flaubert.
¿Qué sería una novela sobre el adulterio, sobre el patetismo febril de las pasiones amorosas llevadas a fondo con la voluntad de un naufragio, sin las descripciones minuciosas de las escenas más carnales? La perfección que atraviesa Madame Bovary es gracias a la precisión del lenguaje, a la belleza de una descripción que avanza trenzando cada detalle, cada gesto de los personajes, con el escenario, la atmósfera anímica y exterior, el destino de cada uno y sus respectivos orígenes.
Nada queda al azar. Y hasta el realismo se puede sacrificar ante la coherencia de la trama, porque es difícil imaginar un marido tan bonachón y despistado ante el aburrimiento mortal y las tácticas evasivas de su esposa para conseguir saciar sus afanes románticos. Su sed de libertad y pasión que es de una fatalidad tejida por las parcas más minuciosas.
Una manera apropiada de leer esta novela es, según el juicio de Vladimir Nabokov, la de tratarla como un conjunto de estructuras, un entramado de líneas temáticas, estilo depurado, personajes retratados con pinceladas infalibles y poesía que rezuma de la prosa.
El arco temporal abarca la medianía del siglo diecinueve, la trama se divide en tres partes y ocurre en tres localidades francesas: Ruan, Tostes y Yonville, de las cuales solo la primera es real, y las otras invenciones de Flaubert.
Una gran feria provincial
Nuestro primer protagonista en hacer acto de presencia es Charles Bovary, cuya primera imagen es la de un desaliñado provinciano entrando a una sala de clase con una gorra indefinida: «una de esas prendas lastimosas cuya muda fealdad llega a ser tan profunda como el semblante de un imbécil».
La descripción, como ocurrirá a lo largo de toda la novela, es un arte de estratos con una finalidad clarísima: la de insinuar y sintetizar el destino del personaje, en este caso el futuro marido de Emma Bovary, gracias a la técnica de superposición de capas, tallando con rigor y fatalismo el devenir de la trama.
Charles es en cierto modo ese gorro, esa incapacidad de situarse y darse cuenta lo que ocurre alrededor suyo, de ser el hazmerreír de los otros, aunque el trate de actuar guiado por la bondad.
En primer término, Charles se casa en un matrimonio pragmático con una viuda que parecía ser un buen partido, pero acaba endeudada y muere dejándolo solo, no sin antes haber conocido a Emma, de quien ya estaba enamorado y con la que se casaría poco después de cumplir el duelo de seis meses, tratando de seguir las buenas costumbres de la moral imperante.
Su mujer sería todo lo contrario: una mujer educada, que no servía mucho para labores domésticas, sino que aspiraba a la refinada atmósfera de los salones parisinos, de los poetas románticos y las novelas de aventuras.
Emma es una mujer de provincias con la cabeza inundada por sueños de pasión y libertad, los que solo en principio Charles pudo saciar, para luego dejarla desengañada ante su mediocridad de casi doctor, de hombre que mira hacer y ve pasar el mundo ante sus ojos sin darse cuenta de lo que se teje tras las cuerdas de la voz, en la intimidad de un corazón hambriento.
La mayoría de las relaciones románticas son la crónica de un naufragio anunciado, y esta es quizá la más hermosa y acabada de estas historias. Flaubert juega con el patetismo gracias a una ironía sutil que los lectores asiduos a detenerse, a leer entre líneas, identificarán sin tardar. Como menciona Nabokov en el capítulo que dedica a la novela en su Curso de literatura europea: «Lo irónico y lo patético se entrelazan de forma maravillosa en la novela de Flaubert».
Después de enfermarse de tedio, sin saber qué hacer para sanar a su mujer, Charles se muda con el ella al pueblo de Yonville. Allí ocurrirá el primer atisbo de adulterio en la pasión que le despierta un joven sensible llamado Léon, que luego se consumará con el más fingidor apasionado, Rodolphe Boulanger.
El cuesco de la novela se juega en un largo capítulo cuyo corazón es una gran feria provincial, en el que se intercalan los discursos oficiales con el diálogo secreto entre Emma y Rodolphe con una maestría polifónica rara vez alcanzada en la narrativa. Así expresa Flaubert lo que implicaba y significaba para él la composición de este capítulo en una carta a su amante Collete:
«Si alguna vez se han trasladado los valores de una sinfonía a la literatura, habrá sido en este capítulo de mi novela. Tiene que ser una vibrante totalidad de sonidos. Debería oírse simultáneamente el mugido de los bueyes, el murmullo del amor y los discursos de los políticos. El sol lo ilumina todo, y hay ráfagas de viento que agitan las tocas blancas… Consigo el movimiento dramático meramente a través de la interacción de diálogos y el contraste de los personajes».
Este capítulo es de por sí una obra de arte que reúne a los personajes principales en la tela de araña del destino de Emma. No es necesario comentar más spoilers de una obra leída y releída mil veces.
Lo necesario es invitarlos a leerla de nueva, a redescubrir en este fresco de las costumbres de provincia a una de las historias más hipnóticas de la literatura romántica, pero sobre todo un ejercicio de estilo espléndido en que el realismo y el arte de la descripción y las técnicas narrativas alcanzaron sus cotas más altas.
El artista de la mote juste acaso logró con esta novela y La educación sentimental, lo que alguna vez anunció cuando dijo que: «la novela busca a su Homero».
***
Alfonso Matus Santa Cruz (1995) es un poeta y escritor autodidacta, que después de egresar de la Scuola Italiana Vittorio Montiglio de Santiago incursionó en las carreras de sociología y de filosofía en la Universidad de Chile, para luego viajar por el cono sur desempeñando diversos oficios, entre los cuales destacan el de garzón, el de barista y el de brigadista forestal.
Actualmente reside en la ciudad Puerto Varas, y acaba de publicar su primer poemario, titulado Tallar silencios (Notebook Poiesis, 2021). Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Estatua de Flaubert en Place des Carmes en la ciudad de Rouen (Francia).