La novela de la desaparecida narradora estadounidense Nelle Harper Lee —que obtuvo el Premio Pulitzer del género en 1961—, fue la inspiración de este texto leído por el poeta y juez chileno, en el contexto de la sexta jornada del Ciclo sobre Literatura y Sistema de Justicia que organiza la Comisión de Lenguaje Claro del Poder Judicial, y la cual se llevó a cabo durante la jornada del último miércoles 28 de junio.
Por Víctor Ilich
Publicado el 12.7.2023
Se dice que es de buena educación hablar a los demás de lo que les interesa, no de lo que le interesa a uno. Por tanto, no hablaré en esta ocasión sobre la amistad de Harper Lee y Truman Capote. Tampoco sobre los linchamientos de afroamericanos que motivaron la canción «Strange Fruit», de 1939, interpretada por Billie Holiday.
No profundizaré en las paradojas que son posibles de advertir en esta obra: Matar un ruiseñor (1960), percibido como un texto contra el racismo.
Tampoco voy a hablar de la película de 1962 protagonizada por Gregory Peck, homónima del libro que nos convoca, y que obtuvo nominaciones y premios; no hablaré del profeta Isaías, ni de los centinelas y su vinculación con Harper Lee (1926 – 2016).
Tampoco de Cicerón y de su amigo Atticus. Ni de la democracia, ni de Hitler, ni del fascismo de baja intensidad de Antonio Méndez Rubio; finalmente, no hablaré de Ha vuelto, de Timur Vermes. Entonces, ¿de qué voy a hablar?
De la anatomía de la injusticia. ¿Puede un libro dar para tanto? Este sí.
Algunos sostienen que hay una brújula interior en cada uno de nosotros. ¿Cómo es posible advertir aquello? —afirman—, es que somos sensibles al desequilibrio. Quizás no estemos tan conscientes de ello, pero nuestro cuerpo lo percibe e incluso lo podría somatizar: la náusea, que a ratos se menciona en esta novela, lo gráfica.
En otras palabras, hay un sentido de justicia connatural a nuestro ser. Por eso somos tan sensibles a detectar cuando somos víctimas de un agravio: aquello que comúnmente denominamos injusticias, ya sea porque nos hemos sentido ofendidos o alguien se aprovechó de nosotros o abusó derechamente del vínculo que teníamos.
De esta forma es posible detectar un elemento común a toda injusticia. ¿Cuál es?: no respetar límites. Sabemos que hay límites naturales, como los ríos, los océanos, las montañas; otros son autoimpuestos, límites convencionales u organizacionales, sociales, culturales, límites tácitos o explícitos, límites legales.
En otras palabras, toda injusticia traspasa un límite. Aquí surgen varias preguntas: ¿cuál es el límite?, ¿cómo saber si es un límite flexible o no?, y si lo es, ¿qué tan flexible? Un antiguo proverbio hebreo llama a no traspasar el lindero antiguo. Aquí antiguo no es sinónimo de conservador, y no es el antónimo de progresista.
¿Se han preguntado quién fija esos límites? Nuestro propio cuerpo humano tiene limitaciones y esas limitaciones nos permiten mantenernos con vida.
Somos vulnerables a la temperatura, a la falta de agua, de sueño, a algunos alimentos. No estamos diseñados para volar, pero podemos volar y como lo sabemos, tomamos precauciones de seguridad en los aviones o si nos lanzamos en paracaídas o parapente.
Los límites se vinculan al orden inevitablemente y el orden se vincula con la armonía. Aquí es necesaria una digresión. La armonía en términos musicales es una técnica, esto es clave porque tiene que ver con una habilidad. Y las habilidades se desarrollan.
En la armonía se eligen y combinan dos o más notas musicales con el objetivo de crear cierta sonoridad, preferentemente a base de acordes. Esto, a fin de producir progresiones o secuencias armónicas que el compositor deliberadamente dispone de una forma u otra para un fin: conmover o evocar una determinada emoción, por ejemplo, la tristeza.
Anatomía de la injusticia
¿Y qué vinculación puede tener esto con la justicia?
Dicen que aplicar la ley es más fácil que administrar justicia. Algunos pretenden que los jueces solo se limiten a aplicar la ley. Lo que se traduce en que se censure o derechamente se condene cualquier opinión o argumento que escape a lo explícito de la ley. Afuera queda cualquier atisbo de emocionalidad o de opinión personal.
Pero si entendemos administrar justicia como un arte, lo que implica aprender y conocer cierta técnica y armonizar no tan solo los textos escritos, sino también principios generales del derecho que imperan, inspiran y a ratos están contenidos en normas legales, es posible ser algo más creativo, siempre respetando los límites de la ley: Atticus lo sabía.
¿Estamos conscientes de que aplicar la ley es más fácil que administrar justicia? Esta última requiere armonizar más elementos para una solución adecuada. Es un desafío. Una justicia que respete la ley, el límite, pero que nos permita volar.
No se trata de torcer la ley. Se trata de desear ser justos en la resolución de una situación. ¿Queremos ser justos realmente? Y aquí cabe una interesante hipótesis: se puede aplicar la ley sin desear ser justos. Es cosa de responsabilizar al legislador y aplicar sin asco una norma.
Si quien interpreta una pieza con un instrumento musical lo hace con habilidad, siendo muy bueno, incluso destacado, eso no implica que sepa o pueda armonizar musicalmente una obra. Ser juez es conocer la ley, indudablemente, y muchos son hábiles en aplicarla. He conocido jueces brillantes en este aspecto.
Ellos estaban conscientes de que ser juez es difícil y ser un buen juez es aún más difícil. Y que aplicar la ley es muy distinto a saber armonizar algo y buscar la justicia. Tenemos que estar conscientes nosotros también de esto, por nuestro propio bien, para evitar las falsas expectativas: las propias y las ajenas.
Y siguiendo la idea de la armonía, ¿cuál es nuestra tendencia natural, hacia el orden o hacia el caos? ¿Hacia la armonía o la disonancia?
Alguien podría preguntar: ¿es posible juzgar solo por las apariencias? Absolutamente. Es algo que hay que evitar, el injusto juzga según las apariencias. El envoltorio, lo externo, lo evidente. Siempre se juzga la personalidad de los demás, las primeras impresiones son muy relevantes para ello.
Siempre buscamos puntos en común y diferencias con quienes nos rodean, en las reuniones de apoderados, en el trabajo, en el colegio, donde sea. Se dice que buscamos a nuestros iguales: esto es natural y habitual, pero el riesgo es ser sectario y de eso hay que estar conscientes.
En este sentido, todos llevamos un juez dentro de nosotros. Algunos de ustedes ya me juzgaron, en 30 segundos se hicieron una impresión, sin conocerme mayormente. Se fijaron en cómo hablo, cómo me visto, cuáles son mis expresiones faciales, si muevo o no las manos, cuál es mi vocabulario. Así fue, estoy seguro, así somos.
«Conócete a ti mismo». Yo complementaría este aforismo griego con otra aseveración: el conocimiento sin dirección yerra el blanco. ¿Cuánto nos conocemos? ¿En qué áreas nos conocemos mejor? ¿En qué áreas podríamos conocernos más? ¿Tenemos alguna meta al respecto?
Y otra persona podría preguntar también: ¿cómo evitar juzgar según las apariencias? Pues examinando y ponderando elementos de contexto, viendo más allá de lo evidente, reflexionando, deteniéndonos en pensar y no dando lugar a la automatización. ¿Difícil? Lo es, requiere esfuerzo, como todo aquello que nos importa realmente en la vida.
Siempre se habla de administrar justicia hacia otro, pero ¿somos justos con nosotros mismos?, ¿respetamos nuestros propios límites? Tratarnos con cuidado a nosotros mismos es lo básico, lo elemental: por ejemplo, cuidar este cuerpo con el cual administramos justicia, cuidar adecuadamente de nuestra alimentación, de nuestra calidad de sueño y de mantenernos en movimiento.
Pregunto: ¿somos justos con nuestros padres, con nuestros hijos, con quienes tenemos vínculos íntimos o con nuestros vecinos: los Radley de nuestra vida, los Atticus, las Calpurnia, las tías Alexandra y los Tom Robinson que podrían aparecer? ¿Les damos la atención y el cuidado que requieren o necesitan? ¿Somos cuidadosos? ¿Qué tanto vivimos para ellos?
Cuando se emite un fallo
Es necesario, en este sentido, evidenciar nuestros prejuicios. Reflexionar, no actuar en forma automatizada. Todos tenemos prejuicios, ideas preconcebidas o anticipadas sobre algo o alguien que nos predisponen y distorsionan nuestra percepción. Esto puede generar cierta confusión o ceguera mental: no ver lo evidente. Por eso es importante estar conscientes de esa predisposición.
No debemos enjuiciar sin conocer o sin tener todos los antecedentes. Esto se puede vincular con los sesgos de confirmación y con las falacias argumentales. Pueden coexistir tantos prejuicios como personas, aunque solo existe una clase de personas: los seres humanos. No todos los prejuicios son malos o provocan un resultado dañino. Saulo de Tarso dijo: «Examinar todo, y retener lo bueno».
Por otra parte, están los estereotipos. Esas generalizaciones acerca de un grupo o colectivo de personas. Nos ayudan a comprender el mundo que nos rodea, pero lo simplifican a tal punto que minimizan o ignoran aspectos o elementos que nos podrían ayudar a dar un trato más adecuado a determinada situación.
No tendré tiempo para hablar de la incoherencia discursiva y las falsas expectativas, de la indiferencia hacia los imputados o la indolencia hacia las víctimas, porque el tiempo también es un límite al cual debemos ajustarnos. Todos estamos sujetos a un plazo. Ya saben, todo tiene su tiempo.
No obstante, puedo agregar que el libro alude —en el capítulo 12, de la segunda parte— a las disonancias del lenguaje, esas brechas que dificultan la comunicación. Es que administrar justicia también implica hablar con claridad.
Por tanto, parece oportuno terminar vinculando esta actividad con el lenguaje claro como principio rector. Para ello citaré un breve texto de un fallo dictado en el contexto de un juicio por abuso sexual, que me pareció pertinente. Esto escribió un juez:
Por último —dijo este juez—, lo que pretende este fallo no es tan solo administrar justicia, como solicitó el padre de la víctima ante estrados, sino desde esta posición resarcir en algo la dignidad y honra de una adolescente, menor de edad a la fecha de los hechos, que hoy es una mujer joven y que el tribunal espera que desarrolle su máximo potencial posible en aras no tan solo de su bienestar, sino del de todos, ya que lo que haga o deje de hacer con su vida siempre impactará a quienes le rodean, y como no es posible una justicia distante cuando se emite un fallo, ya que el corazón de los jueces y juezas de este país también late como el corazón de las víctimas o de los imputados, una justicia restaurativa, con un lenguaje claro sobre el propósito de esta decisión, en algo puede contribuir a la salud emocional de esta víctima sabiendo que un juez de la República la escuchó, ponderó las versiones y valoró lo escuchado desde una perspectiva de género, para finalmente creer en su relato.
Hoy ustedes son el jurado sobre esta exposición, tienen nombre y apellido, no son una turba. A algunos los conozco, por eso les puedo decir: ¡ánimo!
No lo digo desde el optimismo ingenuo, sino desde los ejemplos que he visto y conocido, ya que algunos en forma implícita me han enseñado que, aunque no es fácil, es posible administrar justicia.
Y a quienes no conozco les puedo decir: pónganse en el lugar de los jueces durante un minuto, con eso es suficiente, porque Matar a un ruiseñor sería un pecado, es decir, sería errar en el blanco. Y si no me creen o hay algún escéptico entre nosotros, está en todo su derecho, pero antes de juzgar, lean este libro, porque hace bien.
Y lo que hoy es un ejemplo, mañana podría ser una realidad que afrontar.
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Víctor Ilich nació en Santiago de Chile en 1978. Egresado del Instituto Nacional General José Miguel Carrera y de la Escuela de Derecho de la Universidad Finis Terrae, además de ejercer como abogado y juez de garantía en la Región de O’Higgins es el respetado autor de más de una docena de elogiadas obras literarias.
Imagen destacada: La ministra Ángela Vivanco y el juez Víctor Ilich.