En esa línea reflexiona el académico, escritor, traductor, calígrafo y poeta chino nacionalizado galo François Cheng en el ensayo que acá se analiza, un texto que junto a «Discurso sobre la virtud» conforman este cuidado volumen de GG Editorial, y el cual incluye bellas ilustraciones de clásicos de la pintura oriental como Wu Zhen o Su Shi.
Por Jordi Mat Amorós i Navarro
Publicado el 22.4.2022
«Es necesario salvar las bellezas ofrecidas y nos salvaremos con ellas. Para ello, como los artistas, tenemos que colocarnos en una postura de acogida, disponer en nosotros un espacio vacío hecho de espera atenta, una abertura hecha de empatía. De este modo estaremos en estado de detectar (la belleza de) lo imprevisto y lo inesperado».
François Cheng
El pasado domingo de pascua asistí a la representación del monólogo Autobiografía de un Yogui a cargo del gran Rafael Álvarez «El Brujo», una excelente obra teatral —basada en el libro de título homónimo— en torno a la figura de Paramahansa Yogananda y que es una oda a la búsqueda de la belleza del ser como vía de transformación personal y colectiva.
El juglar andaluz comenta que con ella espera lograr: «que la gente sea tocada por la belleza del relato porque tal y como bien decía Francisco de Asís sólo la belleza puede transformar el corazón». Y añade que desde los albores del teatro en Grecia la belleza ha estado siempre presente en lo heroico y en lo romántico, la belleza pues entendida como inspiración, ventura y catarsis humana.
Un hilo rojo sutil
Y en esta línea reflexiona el académico, escritor, traductor, calígrafo y poeta chino nacionalizado galo François Cheng (1929) en su ensayo Mirar y pensar la belleza. Un texto que junto a Discurso sobre la virtud conforman esta cuidada edición de GG Editorial que incluye bellas ilustraciones de clásicos de la pintura china como Wu Zhen o Su Shi.
El filósofo catalán Xavier Antich nos introduce ambos escritos —que Cheng expuso como conferenciante en París a principios de este siglo— en un brillante prólogo que inicia así:
«Existe un hilo rojo, sutil, que vincula desde los antiguos bien y belleza. O, si el bien parece una noción excesiva, incluso metafísica, podemos entender el bien en su dimensión humana como bondad y precisar el vínculo recordando que, desde tiempos remotos, belleza y bondad han vivido hermanadas, casi como inseparables».
Y concluye afirmando que el doble texto de Cheng es: «una invitación a renovar la mirada, a descubrir el pálpito estético que late en cada acción y la dimensión moral que se esconde en toda belleza».
Aunar en belleza
Y es que el anciano académico pretende ampliar nuestra percepción ofreciéndonos una visión filosófica y ética de la belleza que aúna sabiamente las grandes tradiciones de Oriente y Occidente.
Para ello Cheng evoca la belleza de corazón en los místicos y santos de todos los tiempos y culturas relacionándolo con las artes. Y enfatiza que también para el artista (entiende que todos somos más o menos artistas por el mero hecho de vivir que supone un cierto «arte de vivir») a menudo es dura la búsqueda de la belleza, lo es no sólo en la técnica sino especialmente en la profundización personal que conlleva, en «la noche oscura del alma» de quien busca trascender:
«En la base de toda gran obra hay una visión profunda que posee el artista. Dicha visión sólo la alcanza tras dominar los datos sensibles del mundo exterior, así como los recursos escondidos de su mundo interior, incluidas las pulsiones más oscuras. La visión será tanto más profunda cuanto que se dejará iluminar por los sufrimientos que el artista habrá padecido en su vida. La unión de estas dos luces, exterior e interior, conquistadas con esfuerzo, otorga un valor auténtico a la creación artística cuya intención no es sólo figurar, sino transfigurar. El arte en su estado supremo, es una parcela de esa belleza, a la vez física y espiritual, del universo vivo revelada por un alma humana».
La belleza del arte humano que es por nuestra naturaleza de observadores privilegiados de la belleza del mundo a pesar de tanto, en palabras de Cheng:
«Gracias a la belleza es que, a pesar de nuestras condiciones trágicas nos apegamos a la vida. Mientras haya una aurora que anuncie el día, un pájaro henchido de canto, una flor que perfume el aire, un rostro que nos conmueva, una mano que esboce un gesto de ternura, permaneceremos en esta tierra que con tanta frecuencia es arrasada. En cierta forma, la belleza justifica nuestra existencia. ¿No es cierto, acaso, que, en el seno de la belleza, objetivo de nuestra búsqueda, tenemos la sensación de no querer cosa alguna? Estamos obligados a constatar que la belleza es esencial en la medida en que participa en el fundamento de nuestra existencia y nuestro destino».
En este sentido nos invita a ir más allá para «habitar poéticamente la tierra, tal como lo propuso el poeta Hölderlin», es decir para captar la belleza no sólo en lo más reconocido, sino sentirla hasta en sus manifestaciones más humildes: «esas flores anónimas que crecen en las grietas de una acera, ese rayo de sol que, de repente, hace resplandecer una vieja pared, ese caballo pensativo en medio de un prado tras la lluvia…».
Sentido y verdad
Así, Cheng nos coloca como observadores de corazón del mundo en el que transitamos, un mundo antiquísimo que no hace tanto nos vio nacer:
«Con el advenimiento del hombre, nace otro tipo de belleza que podemos calificar de belleza del corazón o del alma. Esta compete al ámbito ético y al ámbito espiritual. Pensamos sobre todo en las cualidades de generosidad, empatía, compasión, sacrificio en nombre de la vida, amor incondicional. Estas cualidades, traducidas en actos, realzan la humanidad, la salvan de la desesperanza y la perdición. Al hablar de dichos actos no hablamos de gestos verdaderos o de gestos buenos sino de gestos bellos».
Y en esa conciencia de belleza humana mucho más allá de la estética, Cheng reflexiona sobre nuestro papel en este inmenso mundo:
«Quizá nuestro destino forme parte de un destino mayor que nosotros. Esto, lejos de disminuirnos, nos engrandece: nuestra existencia deja de ser esa aventura absurda y fútil entre dos motas de polvo; goza de una perspectiva abierta. En esta óptica, nuestra mirada —que percibe la belleza— y nuestro corazón —que se conmueve con ella— dan un sentido a lo que el universo ofrece como belleza y, al mismo tiempo, el universo adquiere sentido y nosotros adquirimos sentido con él».
Y añade que precisamente: «Gracias a todo un conjunto de gestos bellos, la humanidad accede poco a poco a la verdad».
Una verdad —entiendo— que está más allá de los miedos y las apariencias contradictorias, una verdad que es pálpito de corazón desnudo.
No me queda más que recomendar la lectura de este excelente libro y dar las gracias a François Cheng por tan bella aproximación a la belleza.
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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: François Cheng.