El filme de la realizadora estadounidense Eliza Hittman ofrece un logrado e íntimo drama audiovisual acerca de la violencia de género que sufre un par de adolescentes de sexo femenino, en el contexto de una travesía emocional de cruda y cuestionable liberación afectiva, bajo la compañía de una comprometida y sensible banda sonora, en la mejor tradición del cine independiente norteamericano.
Por Jordi Mat Amorós i Navarro
Publicado el 3.3.2021
Tú me dijiste: no lloró mi padre
tú me dijiste: no lloró mi abuelo
no han llorado los hombres de mi raza
eran de acero
Así diciendo te brotó una lágrima
y me calló en la boca…; más veneno
yo no he bebido nunca en otro vaso
así de pequeño
Débil mujer, pobre mujer que entiende,
dolor de siglos conocí al beberlo
¡Oh, el Alma mía soportar no puede
todo su peso!
Alfonsina Storni
A partir de un excelente guión propio, la realizadora estadounidense Eliza Hittman nos ofrece una contundente ficción dramática que es fiel reflejo de la desigualdad de género que –pese a los avances- rige en nuestra sociedad.
Debo advertir al lector que el análisis que sigue contiene inevitablemente spoilers.
Autum —Sidney Flanigan, en una buena interpretación— es una joven adolescente de carácter introvertido que vivencia en propia piel el machismo de su entorno. En casa, tiene que lidiar con un padre —o padrastro— que desprecia a las mujeres y una madre que lo tolera. Un hombre que delante de su mujer, Autum y sus dos hermanas menores, estimula sexualmente a la perra de la familia afirmando que es una “pequeña zorra”.
El machismo también impera en la escuela. Es muy significativa la escena inicial en la que en una celebración a la que acuden las familias vemos a Autum cantando un tema a guitarra —sola, así se siente— sobre el poder del amor —que ella busca y desea— y un chico entre el público que cobardemente —en el no ser visto de la oscuridad— grita “puta”.
Nada pasa, que siga el espectáculo, el bochornoso espectáculo de la humillación de género, de la humillación de una mujer.
Nadie dice nada en esa sala de actos ni en la comida posterior. Se consiente el agravio, ha de ser ella misma la que vierta un vaso de agua sobre el cobarde.
“Puta” o “zorra” en boca de hombres que nunca serán calificados como “puto” o “zorro”, porque es sabido que para demasiada gente un machote libre en lo sexual es un héroe a aplaudir.
Para la mujer la libertad sexual puede ser fácilmente una carga, para el hombre casi nunca lo es. Un hombre puede y suele pasar de las consecuencias de un sexo sin control con una mujer mientras que ellas las sufren en propia piel.
Ese es el caso de Autum, quien es humillada —lo sabremos después— por haber tenido varias relaciones. Y quien carga en su soledad la responsabilidad de saberse embarazada. Nada quiere decir a una madre servil incapaz de empoderarse ante su macho, ante el machismo reinante en esa población del interior de EE. UU. en el que se ambienta la acción.
Al saberse embarazada, Autum prueba de autoinducirse el aborto de distintas maneras. Impacta la escena en la que se golpea la barriga frente al espejo cual boxeadora. Es duro ese tenerse que autoagredirse.
Y es duro ser culpabilizada por querer abortar. Así es en su visita a una veterana profesional médica local que le “invita” a ver un vídeo antiaborto.
Y probablemente en esa culpa impuesta de forma más o menos silenciosa —no sólo por esa mujer que la ha atendido— y como modo de rebeldía o de estar hasta las narices de la falsedad e injusticia social, se agujerea la nariz para colocarse un piercing.
Compartiendo la carga, la mano tendida
Pero afortunadamente Autum no está del todo sola, tiene a su prima Skylar (Talia Ryder) y es ella la única que se da cuenta de que algo le ocurre.
Las dos adolescentes trabajan como cajeras en un supermercado. Es sintomática la escena en la que la amabilidad de la prima con un cliente le da pie a este a una incómoda invitación que ella esquiva como puede o el desafortunadamente común “entrar a saco” de tantos machos que se creen con derecho a todo.
Por ese machismo que les desborda no es de extrañar que las dos aseguren que preferirían ser chicos, conscientes —en propia piel— de la dificultad de ser mujer en una sociedad tan desigual cómo la suya —y en general, cómo la nuestra—.
Ellas han aprendido a sobrevivir en la complicidad del silencio y de la mirada. Se apoyan en todo. Por eso Skylar acompaña a su prima a Nueva York para abortar a escondidas de todos —allí no se necesita autorización paterna—.
Así, solas y con dinero robado a esa empresa que las explota —hay una crítica a la precariedad laboral de tantos trabajadores y especialmente de jóvenes y mujeres en la escena de la manipuladora negativa del jefe a dejar que Autum se ausente por indisposición— las primas cargan con su simbólica pesada maleta rumbo a la gran ciudad.
La gran ciudad, el contraste con el pequeño mundo en el que siempre han vivido. Así, la mirada de asombro de Autum al divisarla desde la ventana del autocar. Y el desconcierto de ambas, su estar perdidas en ese apresurado gentío urbano anónimo.
Y el bello —a pesar de la dureza— retrato de sus vicisitudes de centro en centro de atención, sus noches sin alojamiento, sus caras de cansancio, sus silencios, su salir por piernas del metro al ver a un tipo masturbándose mientras las mira, su aseo con toallitas o “baño de puta francesa”, según Skylar que provoca la terapéutica risa cómplice…
Y en una sala de máquinas de juegos, Autum jugando a un estrambótico tres en raya con una gallina encerrada. Simbólica imagen, así “viven”.
No obstante, la realizadora deja en buen lugar a las profesionales de estos centros de ayuda a la mujer —todas mujeres, sintomático—. Pero a pesar de esa buena praxis, Autum se muestra reticente a confiar en ellas, pesa demasiado la mala experiencia vivenciada en su abusiva tierra.
Sólo se abre un poco a la que se presenta como consejera y se interesa por saber si aborta libremente. Con ella repasa su historial médico y de relaciones sexuales.
Y la reveladora batería de preguntas sobre esas relaciones sexuales a las que responde con un:
«Nunca, raramente, a veces, siempre», que da título a la película.
Preguntas que le duelen, que le hacen cambiar la cara, que le inquietan y que tarda en responder, que le hacen llorar. Y que evidencian que algunos chicos con los que se ha relacionado la han golpeado y le han obligado a tener sexo sin tener ganas.
E incluso que ha sido violada —quizás el compañero de su madre—. Pero no quiere profundizar. Frente a ello, el respeto de la profesional y el teléfono como mano tendida para cuando la necesite.
Y en la intervención, la mano de esa asistenta a Autum en la camilla. Una mano de mujer a mujer, la fuerza femenina ante la adversidad.
Y una mano de mujer a mujer también de Autum a su querida prima. Skylar decide llamar a un chico neoyorquino, que conocieron en el autocar para conseguir dinero para regresar a casa —nada les queda ya—.
Tras pasar la noche los tres juntos, Skylar le pide el dinero en la forma de un préstamo. El chico acepta llevándosela sólo a ella al cajero. La cara de preocupación de ambas. Tardan en regresar y una Autum agotada que carga con la pesada maleta para buscarlos.
Los encuentra. La prima apoyada en una columna dejándose toquetear y morrear por el chico a quien nada importa su no implicación, la insensibilidad ante el evidente no tener ganas de la chica. Es allí cuando Autum sin ser vista le tiende la mano, en ese darse la mano la fuerza femenina ante la adversidad.
Y por fin regresan a casa en el autocar, por la ventanilla el paisaje —como la vida— pasa veloz y desenfocado —como el no querer ver de unos o el querer desaparecer de los que sufren ese no querer ver—.
Puntos suspensivos de la posibilidad de cambio en el volver a lo que tanto carga y duele —nada fácil— gracias al uso de esa tarjeta de mano tendida neoyorquina.
En todo caso, la película nos hace reflexionar sobre la necesidad de cambiar entre todas y todos el caduco modelo social patriarcal en el que aún —en pleno siglo XXI— vivimos.
Al hilo del poema de la gran Alfonsina Storni que encabeza este artículo entiendo que es crucial preguntarse: ¿Hasta cuándo el no llorar de tantos hombres (y mujeres)? ¿Hasta cuando el no sentir la vida como la sienten los que lloran?
¿Hasta cuándo permitir que ellas (o ellos) beban el dolor no reconocido de los otros? ¿Hasta cuándo el duro acero que les distancia en primer lugar de ellos mismos?
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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Tráiler:
Imagen destacada: Nunca, casi nunca, a veces, siempre (2020).