La obra del ingeniero chileno Fabián Riquelme Csori (Ediciones Inubicalistas, 2022) es una novela paradójica, y la cual escoge un título que contradice al tejido que la concibe estéticamente: un enjambre de palabras aterciopeladas que bien podrían recubrir las paredes del cofre con el que solemos vincular a la imagen de un recuerdo.
Por Macarena García Moggia
Publicado el 21.7.2022
Al ingresar en esta novela, se me vino a la cabeza una imagen: la de Robert Walser caminando solo, en medio de la nieve, rumbo a su muerte.
Hay instantes, pensé, que resumen una vida, o más bien la vida, por sí misma, que a veces se nos revela como apenas algo más que un conjunto de movimientos y sensaciones —el pensamiento y la memoria también lo son—, que con la misma velocidad que permanecen, se esfuman, dejando poco más que una textura que registra el paso del tiempo.
Una textura que se parece a piel, y que traduce el encuentro que vamos teniendo con el mundo. De esa textura, me parece, está hecha esta novela, escrita con palabras tan gélidas como aterciopeladas para ofrecer, con lo mejor que tiene la literatura, una imagen posible de lo que la vida, con su voluntad de perdurar, y expandirse, se esfuerza por mantener al borde de lo imposible.
Olvidarlo todo es una novela paradojal. Una novela que escoge un título, para empezar, que contradice el tejido del que está hecha. Un tejido de palabras aterciopeladas, decía, que bien podrían recubrir las paredes del cofre con el que solemos vincular la imagen de un recuerdo.
Ese cofre cálido, que tanto cuidamos. Un cofre oscuro, que sabe cerrar puertas y ventanas para protegerse del frío, incluso si a ratos, más a menudo de lo que quisiéramos, es invadido por ráfagas de luz, viento y violencia, como ocurre en esas barracas del campamento militar que en esta novela ocupan el rol del paisaje, cuando no del personaje principal.
La historia que se nos cuenta escoge una construcción en espiral, como en espiral se recorren los anillos del infierno, porque la sensación de un tiempo eterno es también así, en espiral. El eterno retorno de lo mismo, salvo que lo mismo, aquí, se aferra a una estructura narrativa que va añadiendo elementos, ganando, a cada paso, perspectiva.
Así, donde primero hay un observador que narra en tercera persona, hay luego un conjunto de hombres sobreviviendo; luego se añaden fuerzas militares, con sus usos desmedidos y su omnipresencia; luego aparece el yo, un yo reflexivo que mide el espacio con la misma vara con la que mide el transcurso de los días, para finalmente disolverse el relato en un conjunto de voces fantasmales que dan cuerpo y registro a las capas de memoria que subyacen bajo la nieve.
Los fantasmas de una isla, la isla Dawson, que fue campo de concentración durante la dictadura pero que casi un siglo antes fue un campo de exterminio Selknam; los fantasmas de la vida humana sobre la tierra, que por cada hombre vivo arrastra al menos treinta muertos en la historia de la especie.
Asimismo, los fantasmas de una historia singular, de una vida singular, como es aquella que un día fue a parar ahí, por infortunios de la Historia con mayúsculas, y se vio forzada a borrar la suya para sobrevivir, convirtiendo el día a día en una especie de mantra laboral orientado a mantenerla atada al presente; los fantasmas, finalmente, de la escritura, de todo aquello que un relato, para ser contado, debió dejar atrás.
Hechos repetidos hasta imprimirse en el cuerpo
La apuesta formal de esta novela es arriesgada y al mismo tiempo, en cierto modo, performática, en el sentido de que escoge una forma que está tramada, profundamente, con el contenido de lo narrado. Porque eso que se narra no es solo una experiencia del tiempo singular, como decía hace un momento. La experiencia de un tiempo repetitivo exento de acontecimientos, a no ser porque es ella misma un acontecimiento decisivo en una vida que se quiebra, que se parte en dos.
Leí hace poco, a propósito de esto, una novela testimonial de la poeta uruguaya Circe Maia en la que, escogiendo también el recurso de la multiplicación de voces, narra indirectamente la experiencia de su marido, médico, en una cárcel durante la dictadura.
Y allí desliza una observación que me resultó iluminadora para penar esta primera obra narrativa de Fabian Riquelme (Concepción, 1984). Habla, Maia, acerca del espesor que la repetición en el tiempo le brinda a las cosas, de la densidad que alcanzan los hechos repetidos hasta imprimirse en el cuerpo, a veces, bajo la forma de hábitos que, incluso en las situaciones más adversas e innombrables, pueden dar forma a algo que logre, todavía, llamarse vida.
Pero retomo lo que decía. Eso que se narra, en esta novela, es también un modo de estar en el espacio, de ocuparlo y moverse en él. De reconstruirlo, en lo concreto, y también en la memoria. Y el modo como los espacios regresan a la memoria, es decir, logran ingresar en el marco de un registro, de un relato, no puede ser nunca lineal, porque nuestro modo de estar en él posee al menos 360 grados de experiencia.
Entonces me vuelve la figura de la espiral para describir un tiempo, pero también una experiencia espacial que es muy afín, por lo demás, a la idea que tenemos de una isla, cuya característica es justamente estar rodeada en sus al menos 360 grados de agua. Me vuelve esa imagen, pero también las distintas perspectivas que esta novela multiplica, a su paso.
Un poco como ocurre en Al faro, de Virginia Woolf, Fabian Riquelme utiliza aquí el recurso del montaje o la yuxtaposición de distintas perspectivas de lo mismo, que es acaso el modo como observa, también, un dibujante. El dibujante, arquitecto, cuya vida comienza a despejarse en estas páginas, a cobrar forma, rostro en un espejo, contornos en las hojas de papel que lleva siempre en el bolsillo.
Las páginas empañadas de nuestra historia
Me refiero a la figura de Miguel Lawner, el arquitecto que fue a parar al campo de concentración en isla Dawson, que hizo dibujos en vivo y de memoria de lo que allí vivió, que al salir al exilio reconstruyó los planos y la disposición espacial de un lugar de confinamiento y tortura cuyo rastro sería estratégicamente eliminado.
El mismo Miguel Lawner que años después, a su regreso del exilio, volvería a pisar la isla para escribir su testimonio, confrontar la nada que había entonces con los trazos que pese a la niebla necesaria del olvido, su memoria conservó.
Por esa razón, quiero decir, me pareció tan hermoso encontrarme, al final de estas páginas, con la reproducción de algunos de los dibujos del mismo Lawner. No porque ilustren necesariamente la novela, evidentemente es la novela, en cualquier caso, la que podría servir de ilustración narrativa de ellos, a la manera de una écfrasis, como sugiere sagazmente Jonathan Opazo en el epílogo de este libro.
No porque la ilustren, decía, sino más bien porque redoblan algo así como la poética de esta novela, que es también, a su modo, un conjunto de croquis literarios, centrados, como todo croquis, en los gestos y las circunstancias de aquello que el ojo pudo ser capaz de robarle a la fugacidad del tiempo, para comunicárselo a la mano, y luego al papel.
Hay una imagen, hacia el final de la novela, que me pareció tan elocuente acerca esto, aunque a decir verdad no entiendo muy bien por qué. Es la imagen nebulosa de un niño que sentado junto a la ventana le narra a su abuela, con su vocecita aguda, todo aquello que observa tras el cristal: el jeep que pasa cada mañana, los oficiales con sus botas, el humo saliendo de la chimenea de la casa del frente, una cortina que se cierra y se vuelve a cerrar.
Mucho más que eso no ocurre, a no ser porque además de oír, la anciana mujer se entretiene mirando desde su cama los dibujos que hace su nieto, mientras narra, sobre el vidrio empañado. Son dibujos destinados a desaparecer, a confundirse con la niebla que interrumpen durante un breve instante para volver a registrar, una y otra vez, los mismos jeep, las mismas botas, los mismos humos de la casa del frente.
Ese niño bien podría ser, imagino, una figura del narrador. Del delicado escritor que nace, también, al calor de estas páginas empañadas de nuestra historia. En buena hora.
***
Macarena García Moggia, escritora, traductora, doctora en filosofía, editora en Ediciones Mundana, profesora del Instituto de Arte de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Autora del libro de poesía Aldabas (Edícola), y la novela Maratón (Cuneta). Ha publicado, junto con Catalina Porzio, el libro La tercera mano. Extractos de entrevistas a Adolfo Couve (Alquimia, 2015).
Imagen destacada: Fabián Riquelme.