El filme del realizador estadounidense Albert Lewin —protagonizado por Ava Gardner, James Mason y Nigel Patrick—, y el cual data de 1951, es una bella metáfora audiovisual en torno al destino y al significado de los encuentros entre los seres humanos, a lo largo de la existencia.
Por Jordi Mat Amorós i Navarro
Publicado el 18.5.2021
«El amor se mide según lo que uno está dispuesto a abandonar por él».
Citado en la película
Una historia en la que convergen leyendas con aires mediterráneos y que se rodó casi íntegramente en la bella Tossa de Mar, población entonces pesquera que siete décadas después mantiene su encanto a pesar del crecimiento que ha experimentado por el turismo que acude a la popular Costa Brava catalana en la que se ubica.
El mediterráneo, el mar que ha acunado a lo largo de los tiempos a tantas culturas que conforman las raíces de nuestra civilización. Un mar luminoso que es como un gran lago que invita al descanso y a la diversión e inspira el arte.
En la película Tossa es rebautizada como Esperanza, haciendo alusión al cabo africano de Buena Esperanza que está relacionado con una de esas leyendas y resaltando que al lugar llegan gentes que parecen buscar allí un cambio favorable en sus vidas.
El realizador neoyorquino —quien también firma el guión— nos ofrece un relato muy original en torno al amor y a la condición humana en el cual las leyendas y los mitos cobran inusual vida. El reparto lo encabezan dos grandes de Hollywood: Ava Gardner como Pandora y James Mason quien es Henrick, el holandés herrante, ambos brillantes en sus interpretaciones.
Pero a pesar de tanta excelencia la película no tuvo el merecido respaldo del público.
Una mujer y muchos hombres
Uno de esos forasteros que ha llegado a Esperanza es quien se convierte en el narrador de esta historia arquetípica. Geoffrey es arqueólogo y se ha instalado en una confortable residencia con vistas al mediterráneo para rescatar del fondo marino esculturas y objetos de culturas desaparecidas. Un erudito al que le interesan también los relatos y mitos de tiempos antiguos.
Entre ellos la leyenda del holandés errante, que versa sobre un capitán de barco condenado por Dios a navegar eternamente sin rumbo y sin tocar tierra hasta el día del juicio final. Y se dice que él prometió no volver nunca atrás hasta cruzar el cabo de Buena Esperanza.
De las muchas versiones que existen sobre el relato algunas hablan de que al capitán se le permitía desembarcar al cabo de no pocos años para tratar de hallar a una mujer con la que compartir su maldición. Una mujer que le amara tanto como para morir por y con él liberándole así de su cruel inmortalidad.
Una leyenda que está a punto de revivirse allí mismo por la llegada de un misterioso velero tripulado por un enigmático holandés que como Geoffrey es hombre de cultura y de gusto artístico.
La primera que acude a conocer al marinero es la bella Pandora, otra forastera que ha encontrado en Esperanza un buen lugar para vivir. Ella es pianista y cantante, y tiene un gran magnetismo —la Gardner llena la pantalla con su presencia— que atrae a todo tipo de hombres. Entre ellos nuestro narrador, Stephen, un piloto de automóviles de carrera y Montalvo un afamado torero.
Muchos hombres enamorados de una mujer que no ama a ninguno y que juega con ellos como forma de sentirse poderosa. Unos se sienten fuertes en su erudición, otros en su valor ante el riesgo físico y ella en su poder para manejarlos a todos.
Se siente poderosa pero no es para nada feliz, para ella la vida no tiene valor. “Al fin y al cabo la vida no es importante”, dice a todos los que la critican por el suicidio de otro enamorado no correspondido.
Y en su desgana vital acabará aceptando la propuesta de Stephen pese a no estar enamorada de él.
Pandora, un nombre que alude a otro mito que también será revivido en esta historia arquetípica. En la mitología griega Pandora es la primera mujer hecha por Hefeso (dios de la forja y el fuego) por orden del supremo Zeus después de que Prometeo (titán amigo de los mortales) otorgara —contra su voluntad— el don del fuego a la humanidad.
A Pandora se le responsabiliza —cual Eva— de las desgracias que asolan a la humanidad por abrir la caja que contenía todos los males perdiendo así los humanos su condición benéfica original.
Debo advertir que el análisis que sigue contiene inevitablemente spoilers.
El mito encarnado
Pandora se lanza a nado en plena noche para alcanzar el misterioso velero que fondea en la bahía. Y con valor accede a él encontrando al holandés muy concentrado pintando un cuadro, el hombre sin inmutarse le indica dónde está el vestidor. Y nada responde a su batería de preguntas, sólo un encantado cuando ella se presenta.
Pandora se acerca a ver el cuadro y queda impactada. Se trata del retrato de una mujer muy parecida a ella —¡podría ser yo!, exclama— en la antigua Grecia que sostiene una caja cual su homónima mitológica.
La diva busca una explicación a esa coincidencia, cree que él la ha visto antes en algún club nocturno o que tiene una fotografía suya publicada en alguna revista. Y añade un sentido: “No se parece en nada a mí, pero así es como me gustaría ser”, preguntándole al pintor por qué ella no es así .
“Quizás porque no está satisfecha o porque no ha encontrado lo que quiere o bien porque no sabe lo que quiere; puede que esté descontenta y eso se apacigua con furia y destrucción”, responde Henrick acertadamente.
Ese último comentario la estimula y le pregunta si le gustaría que destruyera ese cuadro, él sin perder la calma: “si eso le ayuda a apaciguar su alma” y Pandora emborrona su rostro con rabia. Pero como el holandés no se enoja, ella se avergüenza de lo que ha hecho. “Es una sensación nueva, no sé si me gusta”, confiesa la diva desconcertada.
Y él, que gentilmente la libera de culpa asegurando que su acción es creadora mientras retoca el cuadro. Y le comenta —entiendo que sabiamente— que: “Ninguna obra de arte está acabada hasta que interviene el factor suerte. Lo inesperado y lo sorprendente son indispensables”, haciéndole notar el paralelismo entre la Pandora griega y la Eva bíblica, ambas acarrearon la culpa del paraíso perdido de la humanidad por su curiosidad innata.
Y comenta que esa mujer mítica (dígase Pandora o Eva): “debería ser el genérico y original huevo del que imaginamos que desciende la raza humana”, restituyéndole así su valor fundamental. Y le/nos muestra cómo ha sustituido el rostro del cuadro por el simbólico huevo primigenio.
Ese huevo semi-transparente y blanquinoso como crisálida de una mutación y en sus manos la famosa caja —originalmente ánfora— que aquí es un cofre que reproduce una edificación en la que se alternan columnas y portales en arco (la dualidad de este mundo).
Hablan sobre ella y el mito homónimo, y el holandés dice que la diva es: “la diosa secreta que todos los hombres desean”. Y ante ese acertado dictamen, el silencio mezcla de desafío y admiración de Pandora, se miran en un prolongado y bello silencio de reconocimiento mutuo que rompen las voces de sus otros hombres (Stephen y Geoffrey) que en barca se han acercado a ver si todo iba bien. Y el holandés que en ese encuentro de pretendientes se entera del compromiso entre Pandora y Stephen.
Pandora no es consciente de que encarna el mito, pero Frederick sí del de ella y del propio. Y el marinero alucina porque no puede creer semejante coincidencia o aparición en su cruel vida eterna. Ambos se han reconocido (sabremos de ese reconocimiento atemporal), ambos se sienten atraídos, en ambos despierta el amor verdadero compartido.
La medida del amor
Pandora acepta casarse con Stephen porque él le demuestra su amor al desprenderse por ella de su más preciado bien material. La diva lo pone a prueba —cómo le gusta jugar y provocar— y él no duda en lanzar su bólido —bautizado Pandora— por un acantilado.
“El amor se mide según lo que uno está dispuesto a abandonar”, sentencia admirado Geoffrey al saberlo y esa afirmación valdrá también —y en mayor medida— para el amor con mayúsculas que aflora en esa mujer frustrada.
Porque hasta ese encuentro con el enigmático marinero, para la diva los hombres eran juguetes a los que podía manejar sin rubor. Nunca antes se sintió avergonzada por su comportamiento y nunca antes se sintió reconocida por su verdadera grandeza más allá de esa apariencia fatal.
Por ella se suicida un hombre perdido, por ella se desprende del bólido Stephen y por ella asesina o mejor dicho cree que asesina el torero Montalvo.
En ese hombre celoso anida el tercer mito evocado en la obra, el famoso mito de Teseo y el Minotauro. Montalvo se siente fuerte en el laberinto de la vida por su valor para enfrentarse al animal bravo que encarna el toro. Sin embargo ese domador de animales exteriores está en manos de su desbocado animal interno.
Así, al darse cuenta —Montalvo como Pandora es puro instinto— de que su verdadero rival no es Stephen sino Frederick, el torero decide dar muerte al inmortal. Y lo apuñala repetidas veces hasta creerlo muerto.
Al día siguiente al verlo tan campante entre el público que asiste a la plaza de toros, Montalvo pierde la concentración y es embestido fatalmente por el inocente animal a quien ha hecho enrabiar y pretendía matar.
Todo —entiendo— como metáfora del propio animal inocente que nunca supo abrazar. Y es sabido que el “minotauro” no abrazado (comprendido) suele acabar devorándote.
Y se nos muestra cómo ese apuñalamiento evoca en el holandés el origen de su amarga historia. Porque él apuñaló a su amadísima mujer también por celos, celos —ahora lo sabe y lo comprende— totalmente infundados. Ella era una mujer todo corazón que se entregaba fácilmente a amigos y conocidos, pero sólo él era su gran amor de alma y carne.
Y ahora al inmortal errante se le ha aparecido la que parece ser la reencarnación de aquella mujer.
En una de las mejores escenas de la película, los vemos juntos una noche en la playa, él apesadumbrado mirando al mar y dándole la espalda a ella.
Frederick comenta: “aquí estamos nosotros, inmersos en la oscuridad, asustados ante alarmas confusas de luchas y duelos donde ejércitos ignorantes combaten” y Pandora que conoce ese poema marinero. Y le pregunta al holandés si ama el mar, él se gira —¡qué bellos son siempre los giros de amor!— y se besan.
Pandora asegura que siente como si lo amara desde siempre, en otras vidas que no recuerda. Y afirma que desde que llegó no es tan cruel y odiosa, reconoce que “dañaba a la gente porque era infeliz” y añade que sabe ahora de dónde le venía la destructividad, “es una falta de amor, así de sencillo”. Y le declara su amor a ese hombre callado que tanto sabe.
Pero Frederick precisamente porque sabe y por el inmenso amor que siente también por ella, la aleja con indeseada frialdad con la intención de evitar que muera por él.
Un océano entre ambos hasta que —en la víspera de su boda con Stephen— Pandora logra que Geoffrey —el único que sabe la verdad— se lo explique todo y le entregue el manuscrito que tradujo con la ayuda de su autor inmortal.
Y ella que de nuevo se va a nado hacia el velero del amado con las velas desplegadas esperando viento para partir. Se repite la escena de ese reencuentro orquestado por los hilos misteriosos del destino, ella empapada cubierta por una toalla. Y él junto al cuadro, esta vez con un libro de poemas.
Hablan, Pandora que ve generosa complicidad en ese viento que no quiere soplar y él que le confiesa su temor a que no se atreviera a regresar. Y vemos el cuadro en el que vuelve a estar su cara y el holandés que le enseña el retrato de la mujer de su vida que asesinó y que es su fiel calco.
La extraña realidad
Aclarado todo, Pandora se reafirma en su disposición a morir por él y le pregunta cuánto tiempo les queda, él mirando a su simbólico reloj de arena negra le pregunta cuánto tiempo cree que hace que están allí juntos.
La diva responde que “parece que el tiempo no existe, como si estuviéramos encantados” y en ese momento el reloj de arena se para lo que entiendo como imagen de que en ellos ya no hay gravedad, de que ya no hay falta o culpa.
En esa ingravidez y atemporalidad de amor, Frederick asegura sentirse feliz y que ella ha conseguido borrar sus siglos de cruel soledad. Y Pandora se da cuenta de que casi no recuerda lo que ocurrió ayer.
El holandés da luz a su sentir compartido: “Porque ayer y todo el pasado fue imperfecto, irreal pero nuestro amor es real y está más allá del tiempo”, que ella suscribe con un “es como si estuviéramos hechizados fuera del tiempo, en el infinito”.
Y tras la comprensión se nos muestra el reloj ladeado con el cristal resquebrajándose como imagen de la repentina tormenta que acaba con sus vidas en este extraño mundo en el cual vivimos y que denominamos realidad.
Ahí queda para la reflexión esta historia de mitos encarnados en la que se subraya el papel del destino en nuestras vidas.
La mano —o manos— misteriosa que teje, enreda y desenreda los hilos del destino. Mano o manos divinas para algunos y para los no creyentes el gran misterio de este mundo por el que transitamos que está fuera del alcance de nuestra comprensión.
De eso habla un poema del libro Rubaiyat que es el que Friederick lleva en sus manos al recibir a Pandora y que encontrarán junto a sus cuerpos ahogados unos pescadores de Esperanza. Rubaiyat es una recopilación de poemas del gran poeta persa Omar Jayam que versionó libremente el también poeta Edward Fitzgerald.
El poema dice así:
Pero el dedo implacable
sigue y sigue escribiendo
seducirlo no podrás
con tu piedad o ingenio
para lo escrito tachar
ni con tus lágrimas borrar
ni una coma ni un acento.
Ese es el sentir del poeta. Nada dice del amor verdadero y su efecto en el destino individual y colectivo. En la película, el amor verdadero de dos almas atormentadas ha apiadado al “dedo implacable” que los ha liberado de sus respectivas cargas.
Todo por y gracias al amor. Agustín de Hipona decía —sublimando la cita que nuestro narrador Geoffrey invoca repetidamente— que: “La medida del amor es amar sin medida”. Así se han amado ellos a pesar de sus inevitables errores humanos.
Por ese amor que se antoja eterno se han unido definitivamente en la muerte de este mundo en un momento determinado. Y cada uno de los espectadores sacará sus conclusiones de si eso significa un punto y final o no. Y en consecuencia si el dedo —o los dedos— es implacable, sabio o “juguetón”.
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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Tráiler:
Imagen destacada: Pandora and the Flying Dutchman (1951).