El texto del persistente autor maulino Antonio Lagos (provisto en esta oportunidad con ilustraciones de la artista visual Paz Olea), revela en sus páginas una estética lírica teatralizada, y un humor que redescubre las vicisitudes mundanas —con una elegancia poco común—, en esta épica provinciana dotada de una sorprendente belleza y vitalidad interiores.
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 2.11.2022
«Propongo un amor libre y audaz/ Caminando como Jesús el Nazareno/ Sobre las aguas del mar de Galilea/ Que el amor abra sus piernas/ Solo en el amor/ Pero que también lo haga en la bella duda/ Para no arrepentirse después/ De haber hecho lo imposible…».
Antonio Lagos
Pudiera pensarse a priori que se trata de un texto profano, considerando que el autor conoce el valor sagrado de quien configura la esencia de este interesante libro, esto es, de Jesús, el hijo de Dios.
Y pudiera considerarse así por quienes perciben el mensaje del Mesías como segmento de un sector social, de aquel que establece las reglas canónicas y las leyes terrenales, que funda su proselitismo a cambio de favores concedidos.
Sin embargo, este poemario está lejos, muy lejos de aquello. Se trata de un texto escrito en consonancia con los que, se suponen, son los postulados y enseñanzas del hombre que vino a cambiar la historia y el destino de gran parte, sino toda, la humanidad.
Acá, Antonio Lagos (Linares, 1962) despliega la idea de un Dios hecho hombre a imagen y semejanza de quienes lo amaron desde la periferia ciudadana, más allá de ese imperio que terminó por sojuzgarlo y condenarlo a una muerte anunciada.
Y la obra apuesta por colocar a Jesús, el Cristo, como miembro activo de un barrio cualquiera, un ser humano más, un individuo que calza y viste como el resto, que está asociado a las pequeñeces y miserias del mundo real, de ese espacio en que la marginación construye sus sueños y extravíos a diario y desde donde se proyecta la ilusión de que un día los hombres y mujeres de esta civilización podrán mirarse de frente, sin temores ni resabios de clase diversos o antagónicos.
De ahí que Lagos muestra a este Jesús mimetizado en la ciudad de Linares.
Allí pernocta, allí reside, allí es uno más de quienes sobreviven apoyados en sus familias empobrecidas o son parte de las exigencias habituales que ven el poder lejano, y que, no obstante, dirige sus expectativas y destruye sus aspiraciones, tan básicas y elementales como anhelar vivir de un modo más digno.
Tal vez por eso ha dividido el libro en dos partes necesarias e indispensables: I. —La muerte que no puede vivir sin nosotros y, II. —Poemas de Sacrilegios y Misericordias.
Jesús aparece por el barrio
En la primera es Cristo quien debiera descender desde su crucifixión y tender su manto nuevo y bondadoso sobre quienes sufren con las carencias del día, los que lloran por el hambre y se mueren antes de conocer la vida. Los que pululan tosiendo en los centros de salud y esperan una cama que supere una enfermedad insostenible:
«/Hay un Cristo confundido y empapado/ Tosiendo barbaries en la fila del consultorio/ Develando los sueños del mar como un iluso» («Que todos somos Jesucristo», Pág. 24).
O, bien, que todos pueden llegar a ser y de hecho son la antítesis de la confusa lealtad: «/Que todos somos Judas Iscariote me dijo:/ Estúpido y humillado el vilipendiado traidor/ El instruido que vendió a su maestro/ Que había que salvar al mundo con la muerte/ Como era el bello deseo de Dios…» («Que todos somos Judas Iscariote», Pág. 25).
Luego, es el paso por una existencia indeseable, la secuencia de un castigo mediocre en que los viejos y los desahuciados esperan la llegada de la muerte con un rictus de amargura en los labios o una sonrisa contenida que presagiaba otro horizonte:
«/El dolor se nota claramente en las palabras/ Que yo les saco a los viejos de mi calle/Ya sea en la fuente de soda o en la esquina/O sentados en una banca junto al cementerio» («El dolor de los viejos», Pág. 33).
Y entonces la segunda parte nos asalta con un aviso que es una interrogante: «/ ¿Qué vas a hacer con estos sacrilegios? / Me preguntó mi madre temblando/Mira que al verte tan perdido por la vida/ Yo no hago otra cosa que rezarle a Dios sin descanso/ A ver si por misericordia se compadece de ti/ Y abre las puertas de tu salvación, me dijo/» («Los desvelos de mi madre», Pág. 37).
He ahí las sendas del peregrinaje. El poeta se desplaza por los estrechos vericuetos de una iglesia acomodada a ser la intermediaria de sí misma.
Y los versos se yerguen como un dedo acusatorio demostrando el rodaje del cinismo encubierto en las sotanas, de los cuestionamientos sin vuelta que el vecindario esgrime como una bofetada que invoca y que pregunta: «/Porque a la gente le gustaría ver al Obispo/ Sencillo y libre entre el gentío/» (Pág. 40).
Hasta que advierte: «/Y entonces Dios se hizo hombre/ Lo vi esquelético y andrajoso y barbón/ escupiendo un pesado aliento a vino tinto/ Mirándose a sí mismo crucificado en el altar» (Pág. 41).
Y es a partir de este anuncio que Jesús aparece por el barrio, se viene a vivir en la cuadra del poeta, consigue empleo y se integra al club de fútbol Misericordias, asumiendo en todas sus instancias posteriores el rol de un individuo, de un ser arruinado, deslucido y harapiento casi, que se asemeja a todos los desharrapados del mundo, pero que está allí al alcance de la mano.
De esta forma, se sumará también a las protestas contra el poder establecido y será perseguido con sus hermanos de lucha. Una gesta que se reitera al nivel de los ojos comunes y Jesús será de nuevo puesto en tela de juicio, porque descendió definitivamente y se hizo hombre y se enamoró como cualquier hijo de vecino, lo que se le enrostra sin ambages.
Un misterio abierto en el Maule Sur
En esa parodia ciudadana ya está absolutamente claro el papel de Jesucristo en la nueva sociedad. Está inserto en su propio mensaje y lo hace carne como uno más de los que vino a salvar o que serán salvados por su conversión al único dios posible. Pero su triunfo es su paradójica derrota:
«/Con qué cara de derrota va a mirar al Padre/ En estos días de barbarie/» (Pág. 54). Y allí comienza o recomienza la debacle: «/Lo cierto es que Jesús no quiere saber nada de nada/ Que no asiste a misa los domingos/ Que no levanta ningún clamor o letanía/ Sin hacer caso de hombre ciego/ Ni de paralítico ni de boda sin vino/ Ni de muchacho endemoniado/ Mucho menos si se trata/ De algún muerto que resucitar…» (Pág. 57).
Por ello los mercaderes del templo tuvieron su apogeo en los tiempos modernos y lo tentaron como en el viejo desierto. Y se multiplicaron las réplicas del Vía crucis con un «doble personificado». Para que finalmente el Príncipe Emérito instara a ese Jesús de barrio pobre a asumir su rol actual: «/Es que si hubiésemos sabido que usted venía/ Le aseguro que todo habría sido muy distinto/ Pero usted llegó así/ tan de repente…/» (Pág. 67).
La presencia ineludible de Judas Iscariote estará a la vuelta de la esquina, al acecho: «/Judas caminando a la sombra del Cristo…/» (Pág. 69). Y serán los inefables poetas quienes, en un bar de poca monta, reprocharán su aparente inocencia por la caída de su hermano.
Lo invocan, lo señalan, lo ensalzan, lo magnifican incluso, porque: «/Mira que por suerte/ La fortuna te ha traído a Chile/ Que en estas tierras arrasadas por el hambre/ La mala memoria ha construido su reino/ Que el olvido va de puerta en puerta aturdiéndonos…/» (Pág. 81).
Hasta que Jesús llegará al local de amanecida y: «/Jesús tomó a Judas de los hombros/ Y mirándole con una suave sonrisa/ Lo abrazo fuertemente sin mediar palabra/…/Que fue un abrazo de dos hombres libres/ Que saldadas las cuentas ya no se deben nada/» (Pág. 85 y 86).
Allí pareciera que la narración poética acaba, pero deja también abierto el misterio. No sabe qué pasará con su lectura: «cada quien sacará sus propias cuentas».
A pesar de este aviso, como un colofón, nos despide con «Poemas finales», como para resarcirse de las culpas e invoca en ellos a su país, al Chile, vilipendiado y amado: «/Decir que yo amo a mi país como sea/ Mi país de excéntricos y fanfarrones/» (Pág. 91).
Y rematando con una exhortación que resume el cántico de una profecía: «/Mire que esta pobreza original/ Ya no se puede soportar un día más/ A no ser claro que usted señor/ esté de acuerdo con nuestra desgracia/» (Pág. 104).
En suma, una poesía que intenta restañar las heridas abiertas hace milenios y las sitúa, aún sangrantes, en este mundo atosigado de esperas, con una confluencia quimérica, pero real, en los márgenes recónditos de una ciudad como Linares, donde el Dios de las escrituras osó de pronto poner su pie en las calles de su barrio y subvertir las monocordes existencias vecinales, como uno más, como el ser que habita en todos ellos, premunido de una sencillez cercana al sarcasmo y la tragedia, a una poética teatralizada, a un humor que redescubre las vicisitudes mundanas con una elegancia poco común, en esta épica provinciana dotada de una sorprendente belleza y vitalidad interior.
***
Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes.
Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).
De profesión abogado, se desempeñó también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén, hasta el mes de mayo de 2021. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Antonio Lagos.