[Ensayo] «Poesía reunida (1949-2000)», de Blanca Varela: La eternidad a destiempo

En este libro se encuentra la evidencia creativa de la obra literaria desarrollada durante medio siglo por la voz poética y femenina de la notable autora peruana, un texto que —desde su primera aparición en 2001—, luego fue reeditado unos años después (en 2017), debido a su éxito tanto a nivel crítico como de público académico y lector, en general.

Por Nicolás López-Pérez

Publicado el 5.2.2021

Una poesía reunida es una cajita de herramientas para establecer un punto de partida hacia un pensamiento poético.

En este libro está la evidencia de la obra poética cincuentenaria de la poeta peruana Blanca Varela (Lima, 1926-2009) que, desde su primera aparición en 2001, fue reeditado en 2017. Hay otras ediciones con la poesía reunida considerando el mismo período de tiempo (1949-2000), en: Donde todo termina abre las alas (España, Galaxia Gutenberg, 2001) y El suplicio comienza con la luz (México, UNAM, 2012).

El comienzo es Ese puerto existe (1949-1959), un trabajo fraguado en una década. Lo interesante del título, la referencia a un puerto y que existe. La poética de Varela me parece no va en la dirección que el plano cartesiano exige para las condiciones de posibilidad de algo susceptible de lenguaje. Sino que en una estructura comprometida con las emociones antes que con una reflexividad ovillada —se verá que en otros libros hay yuxtaposiciones entre ambos derroteros de la creación— en una fórmula como “siento, luego existo”.

“Puerto Supe” inicia los fuegos con estos versos:

“Está mi infancia en esta costa, / bajo el cielo tan alto, / cielo como ninguno cielo, sombra veloz, / nubes de espanto, oscuro torbellino de alas, / azules casas en el horizonte” y remata en la última estrofa así: “Aquí en la costa tengo raíces, / manos imperfectas, / un lecho ardiente donde lloro a solas.”

La reminiscencia del lugar, en el estilo “la infancia es mi patria” (Rilke), abre terreno en las percepciones, un juego entre metáforas y colores, hasta que se puede desembocar el río de las emociones a través del llanto, el tsunami de la mirada.

Y después de transportar el lenguaje hacia las lágrimas, el siguiente texto se titula “Las cosas que digo son ciertas”. No solo es la impresión de adentrarse en un terreno donde el título es bien sugerente, sino es ya un cambio de forma. De lo breve e intenso que es el verso y los cortes que la poeta ofrece, a párrafos en prosa cuya acentuación está en la subjetividad de un paisaje mental donde sanar.

En ese texto, Varela sugiere el empleo de la pregunta retórica como vía para avanzar en la construcción de imágenes y símbolos que, ya más adelante, pueden verse como las vigas de una gran maquinaria poética.

La pregunta retorna, de vez en cuando. En “Primer baile”: “¿Qué nos hace gemir y caer de rodillas? (…) ¿Qué significará el amanecer para quien no conoce sino la noche y el sueño que sucede al sueño?”.

La pregunta, en un monólogo interior que va abriendo la luz que recompone el poema con la realidad, que lo conecta con los temores, con lo frágil de las cosas que en cualquier momento se esfuman y que, sin embargo, se quedan en un lugar.

Ese lugar puede ser bien el puerto o el poema. Ya el cierre del poemario es sugerente para derribar cualquier otra mitología de poéticas que pueden resultar extemporáneas para el contexto —pensando, fines de los años 50— “siempre la eternidad a destiempo”.

 

Una desesperación permanente

Ese puerto existe fue publicado por vez primera en México y contó con un prólogo de Octavio Paz, que venía de editar, entre otros textos, El arco y la lira. En esa auspiciosa pero alérgica y paternalista presentación, el mexicano cita el poema “Capital del dolor” del francés Paul Eluard, en cuyo último verso resuena “vous dansez sur les sources du ciel” (bailas en las fuentes del cielo).

Llama la atención que, para Paz, Varela sea “un” poeta y que además responde al instinto del verdadero poeta. No solo masculiniza a la poeta, sino que ve de parte de la poeta una actitud condescendiente con un canon literario patriarcal.

Ahora bien, al inicio de su segunda publicación, Luz del día (trabajado entre 1960 y 1963, y reeditado en Chile el año 2020 por la editorial valdiviana Komorebi), abre con el texto “Del orden de las cosas”, dedicado a Paz.

Un subrayado de algunas líneas del poema:

“Hasta la desesperación requiere un cierto orden. Una desesperación auténtica no se consigue de la noche a la mañana. Hay quienes necesitan toda una vida para obtenerla. No hablemos de esa pequeña desesperación que se enciende y apaga como una luciérnaga. Basta una luz más fuerte, un ruido, un golpe de viento, para que retroceda y se desvanezca. Y ya con esto hemos avanzado algo. Hemos aprendido a perder conservando una postura sólida y creemos en la eficacia de una desesperación permanente.”

La introducción de Paz pese a estar inflamada de retórica y grandilocuencias que trazan una frontera entre vieja y nueva poesía, tan clásica al momento de hablar de renovaciones de un fenómeno que, a lo largo del holoceno, no cambia.

La poesía aquí y hace miles de años, cuando no era escrita sino oral; la poesía como una columna vertebral que puede torcerse sin quebrarse, sino como arcilla para tomar no solo otra forma, sino otra dirección, otro sentido y una energía que viaja de un tiempo a otro.

Para Paz, en El arco y la lira: “escribir, quizá, no tiene más justificación que tratar de contestar a esa pregunta que un día nos hicimos y que, hasta no recibir respuesta…” (advertencia a la primera edición).

La poética de Varela tiene más preguntas que respuestas. Y no lo afirmo con lo explícito de lo que proviene en los textos. En Luz del día, algunas preguntas que conducen la electricidad de los textos:

«¿Volveremos tú y yo a recorrer estos mismos lugares?» (en “Calle Catorce”), «¿qué hacer con los recuerdos?» (en “Canto en Ítaca”), «¿qué clase de sueño traerán (los hijos no nacidos)?» (en “Antes del día”) y «¿de qué perdida claridad venimos?» (en “Palabras para un canto”).

Paz en El arco y la lira abre señalando: “la poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono” y en el prólogo, ya citado —y publicado tres años después de ese libro—, a Ese puerto existe, como “re-conocimiento”.

Si pensamos que hay una poética que asuma la respuesta como forma de avanzar, la certeza de lo que se va explorando, es probable que el destino sea un espacio taxativo donde funcionan las palabras y donde no habría desesperación. Por tanto, el compromiso, en la idea de Paz, es con una zona de confort hacia donde el poema se transforma indefectiblemente en una imagen y ese es el final de su camino.

“Del orden de las cosas” nos habla de ensayar formas en que se despliega un orden. Un orden de los hechos, de las palabras, de las experiencias, de las percepciones, de los pensamientos. O de cualesquiera o de dondequiera que provengan los materiales de construcción de un poema.

En la sección “Muerte en el jardín” de Luz del día, Varela vuelve a ordenar, más bien a concentrar imágenes, símbolos y una sintaxis que hace vital al poema:

“Esto es hoy / algo perdido”, dice “Epitafio”. O en “siempre”: “Siempre yo / siempre saliéndome al paso”, lo que persiste, lo inevitable es parte de un punto donde no se pierde el poema. Con un guiño de lo inmanente —sin un lenguaje con metáforas que desvanecen la trayectoria de la lectura— la sintaxis vuelve a su ciclo, lo cierra y no se convierte en un eterno retorno a la misma búsqueda. Algo queda fuera del poema, una escena del mundo que no colapsa.

En “Invierno y fuga” escribe: “Todo es posible / en ese activo sueño” y en “Allá prima”, “¿Falta de amor/ o haber mirado demasiado / con una estúpida, / fija pupila / de cuarzo / el mundo?”, un boleto de ida y regreso de la mixtura entre emoción y pensamiento en el tejido que las palabras forman y reclaman sentido para sí, para lo otro de lo mismo.

Luz del día anticipa lo que ocurriría entre 1964 y 1971 con el poema “Vals”. Una escritura que ensaya el movimiento del tiempo que no pasa sino en un cuerpo, un instante, una luz efímera que resplandece en un par de impulsos nerviosos que son tan efímeros como difíciles de capturar. El viaje es en dos superficies. Exterior, interior. Falsas confesiones, dice la poeta, ¿y qué es lo que puede implicar esto?

Cuando “Nadie sabe mis cosas”, un poema largo de ocho partes, abre el libro, hay una bisectriz en el ritmo que queda a la deriva de los ojos. La puntuación desaparece y comienza un nuevo momento en la poética de Varela.

El poema se cierra abriéndose: “y no habrá sido en vano que tú y yo / sólo hayamos pensado lo que otros hacen / porque alguien tiene que pensar la vida”. Con la sugerencia de una desesperación más allá de la desesperación ya ordenada o de un orden desesperado.

 

La poeta peruana Blanca Varela

 

El hambre como el fin del poema

Las falsas confesiones son una cajita de Pandora, aunque ¿pueden ser consideradas como sueños? ¿O son pensamientos que se hilvanan entre un lugar y otro? En “Conversación con Simone Weil”, hay una serie de ideas que se pegan al ritmo del poema. Por ejemplo: “El verbo no alimenta / Las cifras no sacian (…) los niños se van a la cama hambrientos / los viejos se van a la muerte hambrientos”.

Como una forma de exceder el lenguaje tatuado en las letras y los significados que resuenan, el poema ya no se compone en exclusiva de palabras. No hay una fuerza de gravedad que haga caer al poema a la tierra, al suelo, ¿tendremos que hablar, por otra parte, de la levedad?

Pienso en esa relación levedad-peso que Italo Calvino establece en Seis propuestas para el próximo milenio (1985) como una de las propiedades que tendrá la literatura del siglo XXI. Un espacio temporal a donde la poesía de Varela se ha amplificado.

La levedad como un aligeramiento del lenguaje a través del cual una idea viaja, como viaja un impulso nervioso por los tejidos eléctricos que desembocan al cerebro. Y esa idea adquiere una consistencia que se pone de relieve en el verso y en los cortes a los que afecta.

Hay un espacio donde las palabras no alcanzan. A propósito del hambre, su absoluto rigor. El hambre como el fin del poema, como un lugar que no puede tocar, como una trinchera desde donde salir a preguntarnos por el mundo en que estamos viviendo, el mundo que queremos, el que hacemos y el que soñamos.

Confesiones falsas. Desde donde emerge la fuerza de la confesión, una brusquedad que deja un sedimento, la aspereza y rebeldía con la realidad. Aquí parece deslizarse en forma tácita lo que Denise Levertov llama “la fidelidad a la experiencia”, pero ojo, la poesía de Varela ofrece un pacto de ficción con quienes van leyendo, una máscara que se sabe máscara, más parecida al rostro de lo que no aparenta.

Entras en su poesía, en su casa umbría (como figuraba Martín Adán) y te sumerges en el caleidoscopio del desplazamiento de lo íntimo hacia otro lugar, un puerto por descubrir. Una guía de lectura sin serlo, pavimenta el camino con las pérdidas, la dulzura de lo que no volverá frente a la vida por venir. Conecto ese cable con el poema 1741 de Emily Dickinson (“lo que ya no volverá / es lo que hace más dulce la vida”).

En el primer prólogo de esta poesía reunida, Roberto Paoli habla de lucidez y desencanto, de una búsqueda que importa una aceptación dolorosa de la realidad y que, además, posee un límite metafísico. De todas formas, siento que Varela hace realidad la página del poema, gestiona el terreno indeciso hacia dónde caminan las palabras, para no cerrar en el último verso ni abrir en el primero.

Hay una representación de algo, de suerte que varios de los poemas que componen la obra pueden asemejarse a cuadros donde la variación recae en el color, en el trazo, en las imágenes que quedan superpuestas, en una especie de doble exposición.

Cuando ingreso a la lectura de poemas, por ejemplo, de Ese puerto existe, me veo en una película donde las palabras van dialogando con la nostalgia de un paisaje y paralaje que, si bien se sitúa en la infancia, tiene sabor a una reconciliación con el tiempo y con la fisura que queda entre los fantasmas y los contrastes devastadores que agitan la voz.

En Canto villano trabajado entre 1972 y 1978, la pregunta atrae lo que parece perdido. El primer poema “Reja” con sus dos únicos versos: “cuál es la luz / cuál es la sombra”. Un espacio entre el adentro y el afuera del poema que se arrastra por una “imagen justa”.

Esta idea me viene por un artículo de Varela publicado el 5 de agosto de 2001 en el suplemento “El Dominical” del diario El Comercio. El hipervínculo es de la poeta a Roger Caillois como “la imaginación justa”.

Escribe: “Es decir, poner los pies en algún lugar de la realidad y repetir en este pequeño testimonio lo que creo haber perseguido siempre con la escritura: no evadir la realidad sino explorarla, encontrarle un sentido, convivir con ella, asumirla”.

La imaginación, en ese sentido, transforma la realidad que se ensaya con el poema, buscando un orden posible para probar una pregunta. Y es la pregunta la que se va abriendo dependiendo del espacio donde se le permita transitar, diferenciándose —en cada lectura— del alcance e impacto que puede tener. De ahí que se pueda pensar en dos categorías conceptuales como “modo de imaginación” y “producción de sentido”, ¿acaso el poema reclama imaginación o sentido?

Avanzando en el poemario, la curiosidad aumenta en “Monsieur Monod no sabe cantar” y en “Camino a Babel” verdaderos artefactos poéticos que hacen aparecer las imágenes a la vez que desaparecen en la medida que la mente y los ojos van cediendo terreno a la cadencia y el ritmo con que la “producción de sentido” actúa, consiguiendo que se active un reverso compatible entre el poema y su dirección. Así: “en la trampa del ser / o del no ser / o de no quiero esto sino lo otro”.

Ejercicios materiales (1978-1993) labra una senda similar a la producción literaria anterior. Un ritmo que a veces está sugerido con los signos de puntuación, y que otras veces se convierte en las olas del mar de las palabras que tocan los ojos.

Por otra parte, intercala las formas de abordar el pensamiento poético. A partir del corte de los versos, medido y preciso, tal vez más allá de la respiración, sino como ejercicios de respiración. A partir de una abertura sobre lo místico, relee parte de la tradición occidental y traspone el desdoblamiento del cuerpo entre lo metafísico y lo físico.

Por ejemplo: “y estos dedos recién contados / te atraviesan en el aire y te tocan / y suenas suenas suenas / gran badajo / en el sagrado vacío de mi cráneo”.

En los poemas que aparecen desde la página 175 a la 206, la introspección y el balanceo de un yo poético que emerge, que se rehúsa a una desaparición forzada entre las imágenes que intentan dar hospedaje al silencio.

Ejercicios materiales piensa, a la distancia, a los Ejercicios espirituales (1548) de San Ignacio de Loyola, entendiéndose éstos, por su autor, como: “todo modo de examinar la conciencia, de meditar, de razonar de contemplar; todo modo de preparar y disponer el alma, para quitar todas las afecciones desordenadas con el fin de buscar y hallar la voluntad divina”.

En “Escena final”: “soy la isla que avanza sostenida por la muerte / o una ciudad ferozmente cercada por la vida / o tal vez no soy nada”.

Desde ese aporema, una zona de penumbra al intentar ordenar la desesperación. De suerte que la desesperación si bien puede tener orden, no es definitivo ni firme, sino provisorio. En la estabilidad de los nombres, el secreto de un poema que es una cerradura, un poema con un disparo hacia lo trascendental, lo que solo es un viaje de ida.

 

«Ejercicios materiales», de Blanca Varela (1993)

 

La posibilidad de un nombre

Por otro lado, en la inestabilidad de los nombres, el secreto de un poema que es una llave, un viaje de regreso, colmando y no un vacío. El vacío evoca un espacio umbrío para dar vitalidad a la escritura, para que el poema pueda respirar más allá de las imágenes.

En la poética de Varela, se doma al silencio. Y cruzando cables, “doma” en ruso significa casa: un poema como un nicho por donde des-conocer, por donde gatear hacia lo re-conocido o lo que se aloja en la memoria que la escritura trabaja.

Como en Hélène Cixous: “La escritura es, en mí, el paso, entrada, salida, estancia, del otro que soy y no soy, que no sé ser, pero que siento pasar, que me hace vivir -que me destroza, me inquieta, me altera…” (La risa de la Medusa, Anthropos, 1995, p. 46)

El libro de barro (1993-1994), como título, evoca los primeros libros del holoceno. El poema de Gilgamesh y los cantos de Enheduanna, barro sobre barro, viajes en busca de la inmortalidad, formas de escapar de la muerte.

En una entrevista concedida a Efraín Kristal, publicada en el volumen XXIV N°2 (1995) de la revista Mester, la poeta declara: “El barro es el adobe primigenio, ancestral del hombre (…) En El libro de barro la presencia del mar es también muy importante: es de donde viene la vida.”.

El agua y la tierra, juntos, el barro, desde ahí germinan algunas formas. El libro de barro presenta una serie de tactos —y actos— en la oscuridad por donde avanza la palabra transfigurándose en un cuerpo que se libera entre escenas en medio de la nada y, al mismo tiempo, un corazón que palpita fuera de todo.

“No sé qué nombre darle a estas cosas” (p. 230) y rebobinamos sobre la trayectoria estética de las palabras que se aferran a la condición de posibilidad de un nombre.

En las reuniones de obra poética de Varela, esta edición —y la que se publicó en España en 2001 también— contiene Concierto animal (1999) y El falso teclado (2000).

Ambos libros son ejercicios de concentración en medio de la realidad que espera y desespera. Tras la muerte de uno de sus hijos, en 1996, la experiencia de ver la muerte ajena, de ser tragada por el abismo, lo que emerge llevando al cuerpo a un inxilio, articulado en forma de una pregunta a través de un conjunto de poemas.

En algunos versos como: “deseando tocar una luz / que endurezca mi corazón”; “si me escucharas / tú muerto y yo muerta de ti”; “qué haríamos pregunto / sin esta enorme oscuridad”; “sin azotes la aceptaré / te lo prometo”; “y luego en blanco y negro hay música / y voces que se apagan”.

En el inxilio no hay muerte que dure más que una vuelta de rueda. En lugar de eso, un espacio inaugurado por el poema: el más allá del vacío, una casa que se ha vaciado por completo, pero cuyo ajuar se recuerda en un orden que cambia según la distancia con un recuerdo. El yo poético de Varela es un vector que traslada los sedimentos de desesperación que no solo existe, sino que tiene voz.

En ese tránsito, una resurrección que sitúa al lenguaje y al tiempo más allá del deterioro y de los sentidos. En el artículo “Antes de escribir estas líneas”, la poeta cierra una reflexión como un eterno zarpar, en sus palabras: “Lo demás, si no está escondido entre mis poemas, está entonces definitivamente perdido. Hablo de lo que hace la vida de cualquier persona, de cualquier mujer, como es mi caso. La casa, el amor, los niños, la lectura, la música, los viajes, la ciudad, y también el tedio, el dolor, la impotencia, la soledad y el silencio.”

En la idea de Terry Eagleton, “un poema es una declaración moral” (Como leer un poema, Akal, 2007, p. 35). La delgada línea que amplifica el conocimiento, ética y estética buscando puentes para fundirse en una gran vorágine de sentido.

En la poesía se da una suerte de pensamiento ético, una forma de aspirar a un descolocamiento armónico a la pregunta cómo se vive la vida.

Para cerrar, vuelvo a Cixous: “Por eso es bueno escribir, dejar a la lengua intentar, como se intenta una caricia, tardar el tiempo necesario para una frase, un pensamiento para hacerse amar, para resonar” (La risa de la Medusa, pp. 55-56). La voz como resonancia y desprendimiento, algo queda, algo se va. El poema da. El poema quita.

La poética de Blanca Varela se apresura con lentitud, viene y se va, bordeando la nostalgia de regresar al grado cero de la escritura, a fin de apapacharlo e inventarle un refugio, ya sea un orden contingente para una desesperación permanente.

 

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Nicolás López–Pérez (Rancagua, 1990). Poeta, abogado & traductor. Sus últimas publicaciones son Tipos de triángulos (Argentina, 2020), De la naturaleza afectiva de la forma (Chile/Argentina, 2020) & Metaliteratura & Co. (Argentina, 2021). Coordina el laboratorio de publicaciones Astronómica. Escribe & colecciona escombros de ocasión en el blog La costura del propio códex.

 

«Poesía reunida (1949 – 2000)», de Blanca Varela (FCE, México, 2017)

 

 

Blanca Varela

 

 

Imagen destacada: La poeta peruana Blanca Varela (1926 – 2009).