En eso reside la singularidad de este libro —editado por los académicos Javier Agüero Águila y Carlos Contreras Gual— que se escribe en el reparto entre pensar y crear: su extrema atención a las brechas que abre la narración en el lenguaje, a las respiraciones que esas hendiduras permiten, el modo de concebir los acontecimientos en la lengua, como condición ética y política de la apertura de una vida a otra existencia.
Por Marcela Rivera Hutinel
Publicado el 10.12.2022
«La escritura: eso que forma y deforma todos los modelos, incluido el del lenguaje».
Jacques Derrida, en Épreuves d’écriture
«Escribir pese a todo pese a la desesperación. No: con la desesperación».
Marguerite Duras, en Escribir
«Allí donde cierta escritura tiene lugar, algo pasa y se subleva», apunta Ginette Michaud en su ensayo Leer en la noche.
Todo en esta frase —la cita de Derrida que ella contiene, el modo en que remarca lo que se pone en movimiento en la escritura, lo que con ella se levanta, la poética del pensamiento que en ella aflora— nos permite comenzar a bosquejar las «insurrecciones poéticas» que, en el cruce de literatura y filosofía, se agitan en los textos de este libro que compilan y editan los filósofos chilenos Javier Agüero Águila y Carlos Contreras Gual.
Se trata de ensayos donde poética y pensamiento, escritura y política, tensan sus puntos de intersección para extender la superficie de atención a las diversas formas de articulación entre lenguaje y violencia, a la vez que exploran un cierta potencia de contestación —del poder, del lenguaje, de las formas dadas— que se hospeda en el vaivén inquieto de la escritura y de la lectura.
A veces volcándose sobre un mismo autor (Derrida asoma como firma preeminente, Blanchot es también lectura compartida), otras rastreando en canteras de diversa procedencia (la literatura quebequense, Proust, Rimbaud, Duras, el Evangelio de San Juan), leyéndose entre sí, tendiendo puentes invisibles entre uno y otro, como lo hacen quienes comparten la vida en los libros, en estos textos se propaga la inquietud insumisa de la «filoliteratura», si asumimos ese híbrido o quimera lexical cuya materia es el lenguaje con el que Jean-Luc Nancy resalta la «vecindad íntima, compleja» entre poética y pensamiento.
En esto reside la singularidad de este libro que se escribe en el reparto entre filosofía y literatura: su extrema atención a las brechas que abre la escritura en el lenguaje, a las respiraciones que esas hendiduras permiten, el modo de concebir los «acontecimientos en la lengua» como condición ética y política de la apertura de una vida otra.
Una fuerza de escansión, de ruptura o de desplazamiento recorre estos ensayos, interrogando qué «nuevo aliento», qué «nueva mirada» puede despertar la lectura, más allá de los anquilosamientos de la «vida normada». Un «cambio de aliento», como aquel «Atemwende» que cincela Celan («Poesía: quizás signifique un cambio de aliento»), una nueva modulación de la vida y de sus formas que acaso puede germinar en el vuelo de las letras.
Así, «queda la literatura», «queda, entonces, sí, el poema», queda «lo que luce [luit] como una luciérnaga en la noche del poema», escribe Michaud, intensificando el envite de una literatura que se levanta, «sin condición», contra la «pulsión de cercar» que, como observa Bailly, predominantemente nos domina:
Queda la literatura, entonces, y el poema en tanto que eso «abierto», sin mayúscula, que: «excede la sola cuestión de su género», la ampliación, la extensión más allá de sí mismo: lo abierto, «como el nombre genérico de aquello que no se cierra sobre sí, de aquello que se desprende de la pulsión de cercar que es también, a pesar de tantos esfuerzos hechos para reducirla, absolutamente dominante», como lo escribe Christophe Bailly en L’élargissement du poème (Michaud, Leer en la noche).
Más allá de la costra del uso
Maurice Blanchot, que consagró su vida entera a la literatura (una vida volcada a, pero sobre todo, volcada por la literatura, vida que da un vuelco, que se transforma a partir de esta experiencia), no cejó en su empeño de escuchar ese repiqueteo insurgente de la escritura, su don de sublevación.
«Palabra de poeta y no de amo», señala en un acápite de El libro que vendrá, contraponiendo la palabra perentoria e imperante del dictador —ese «hombre del dictare, de la repetición imperiosa, el que pretende luchar contra el peligro de la palabra extraña»— a la voz venida de otra parte que despunta en la experiencia literaria, palabra sin poder, «desposeída y desarraigada», capaz sin embargo, con su fuerza vulnerable, de abrir más espacio a los seres y las cosas, para que en ella: «hable lo que carece de poder».
Ginette Michaud, al comienzo de su texto, nos tiende una carta de la escritora quebequense Elise Tourcotte, en la que se desliza una frase que condensa la potencia de una búsqueda que hace de la obra literaria una: «forma pensante, cuestionante del mundo», la paciente apertura de un lugar para que: «ocurra lo que no tiene lugar».
Tourcotte dice encontrar la fuerza para seguir escribiendo en la lectura, en el encuentro con aquellos libros que: «muestran que es posible escribir haciendo aparecer a los personajes que se mantienen en el ángulo muerto de la Historia».
De esta forma, se escribe, entonces, pese a todo, a pesar de estos «ángulos muertos» que nublan los ojos de la memoria, rebelándose contra los discursos tipificados, los juicios momificantes, los enmudecimientos de las vidas mínimas.
Se resiste en la escritura a lo que asfixia nuestras fuerzas vitales, como dice Deleuze que Kafka lo hacía, aunque para ello solo se cuente con «un acto de habla», tan solo eso: «Kafka pensaba que teníamos tan sólo un acto de habla para vencer la resistencia de los textos dominantes, de las leyes preestablecidas, de los veredictos ya decididos».
María Negroni, en El arte del error, vuelve a decírnoslo. Se escribe, se sigue escribiendo, porque es preciso aventurarse a: «pensar más allá de la costra del uso», allí donde el imperativo de lo unívoco ahoga nuestra capacidad de querer y de pensar:
«La escritura busca siempre lo mismo: rebelarse contra el automatismo y las petrificaciones del discurso, que cancelan el derecho a la duda, limitando a las criaturas el acceso a su propia inadecuación. De ese modo, y no de otro, produce estampas del desacomodo».
En la tangencia de palabras e imágenes
François Jullien forja una bella e inusitada palabra, Dé-coïncidence. Con ella nos permite pensar que escribir es una forma de descoincidir, «hacer des-coincidir [a la palabra] de su uso, para abrirla a un otro posible, antes insospechado», y así llevar a la vida más allá de los confines de su encierro.
Sumergiéndose en el mar de El barco ebrio de Rimbaud, explorando en él la invención de una lengua plenamente fluida, desamarrada, Jullien recoge de este «poema de la Descoincidencia» su «capacidad poética» para «forzar la clausura de las palabras [y] abrirlas hacia lo inconmensurable»: «es este entre ver inaudito, que deja al mundo expandirse, el que es portador de vitalidades nuevas: la circulación de savias inauditas, dice el poema, futuro Vigor, esto es la promesa».
«Soulévements poétiques (poésie, savoir, imagination)» es el título que Georges Didi-Huberman elige para retratar, en un breve ensayo publicado en la revista Po&sie, la historia de su encuentro con el poema como: «don de lengua» y como «acto de pensamiento».
Entre los dones de la experiencia poética que recoge como piedras sueltas, evocando los versos de Octavio Paz en los que relumbra esa imagen, Didi-Huberman señala que hay poemas en los que: «las palabras y las imágenes se encuentran, trabajan juntas para hacer sublevarse a nuestros pensamientos en el gesto de una suerte de insurrección desarmada».
Luego, en la tangencia de palabras e imágenes, asoman destellos de un levantamiento que solo cuenta con las armas de su cuerpo —un cuerpo a cuerpo con la lengua, la memoria, los deseos— para abrirse paso en un sentido inverso al del dictum soberano; se escribe a contrapelo de todos los nombres que nombran el todo (Dios, Verdad, Historia, Libro, Yo), desobedeciendo la apelación a un suelo común, a una memoria uniformada, a un decir unívoco.
Por eso el poema que se levanta no es un objeto, sino una experiencia, un acto o un gesto que, con cada una de sus palabras, acentos, espaciamientos y ritmos se sacude los imperativos de la voz de mando que pretende acallar la existencia singular que en él se expone.
«Invención idiomática de la singularidad», sugiere llamarla Marc Crépon en La vocación de la escritura, recordando que la literatura —las «invenciones singulares», siempre plurales, que reconocemos bajo ese nombre— sería la experiencia más radical de lo que en un idioma, por definición, no puede devenir universalizable.
Acaso por eso, dice Didi-Huberman, las cosas, los seres, esos detalles que no vemos, aparecen mejor en el poema, cuando éste les da la chance de encontrar su lugar en la lengua, inventando salidas poéticas a los límites de nuestro ver y de nuestro saber que nos impiden observar los infinitos matices de su comparecencia.
El poema nos enseña que mirar no es puramente un asunto óptico, toda vez que para aprender a ver es preciso tantear con los ojos de la lengua: «Separadamente, sin duda, las palabras son ciegas. Pero ciertas maneras de agenciarlas, ciertos giros para hacerlas tomar posición, ciertas frases en suma, son capaces de volverse videntes (…) Arthur Rimbaud, en 1871, dice y repite con insistencia que en poesía se trata de encontrar una lengua [para] ser vidente, […] hacerse vidente, […] volverse vidente«.
Así, en «Una ética política de la novela. Sobre una página de Proust», Marc Crépon vuelve sobre esta videncia de lo singular que también busca su forma en la escritura novelesca. En la novela, señala: «se trataría de imaginar esos seres singulares que no sabemos ver».
El aserto le viene de Proust, que en las páginas que dedica a la lectura en Por el camino de Swann ofrece las claves que permiten comprender los efectos políticos de la invención de la novela. En ella, la imaginación se convierte en una forma de conocimiento heterológico que hace frente a las mediaciones, del poder y del concepto, que homogenizan nuestra sensibilidad y nos impiden ver lo otro.
Allí donde nuestra sensibilidad no puede con el peso específico del «individuo real» —»Un individuo real, escribe Proust, sigue siendo opaco para nosotros, ofrece un peso muerto que nuestra sensibilidad es incapaz de sobrellevar»— la escritura de la novela, haciéndole espacio a la experiencia de «alteridades ficticias», se vuelve la vía privilegiada para enhebrar una red de imágenes plurales capaces de sostener ese peso singular: «la invención de la novela —dice Crépon— convierte [a la imagen] en la vía privilegiada para restituir derecho a la singularidad. Lo que no sabemos (y, quizás, nunca supimos) percibir, tendremos que aprender a imaginarlo».
Los dones insumisos de la literatura
Vuelvo a la imagen de las piedras sueltas con la que Didi-Huberman nos condujo a pensar en los dones que trae el encuentro con el poema. Retomo el gesto que la acompaña, el de la mano que tantea con paciencia entre los guijarros esparcidos, trocando en extraordinario tesoro lo que un minuto antes era un pedrusco indiferenciado entre otros, porque me parece una justa imagen de lo que hacen los ensayos de este libro.
Sus textos van recogiendo, como piedras esparcidas, los dones insumisos de la literatura, invitándonos a pensar que hay algo en la experiencia literaria que parece capaz, como dice Lévinas exponiendo el carácter «extraordinario» de «la significación que Blanchot le concede a la literatura», de «hace[r] temblar todo lo pensable».
Lo hace Michaud en Leer en la noche, haciendo oír sutilmente, a lo largo de su ensayo, los ecos del pequeño manifiesto sobre la lectura que Kafka deslizó en una carta escrita a los 23 años a su amigo Oskar Pollak: «Pienso que solo debemos leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que leemos no nos despierta como un puño que nos golpeara en el cráneo, ¿para qué lo leemos? (…) Un libro debe ser como un hacha que rompa el mar congelado que tenemos dentro».
Acompañándose de Derrida, de Nancy, de Didi-Huberman, Michaud va perfilando «la insurrección, el sublevamiento», es decir, al arte de no ser gobernado, que la escritura porta consigo.
Crépon también lo hace, recordándonos el odio a los libros de las fuerzas despóticas, tendiéndonos la imagen de los votantes que, en la última elección presidencial en Brasil, fueron a las urnas con un libro en la mano para, en el prisma de ese gesto común, darnos a pensar el lazo que se tiende entre literatura y democracia (el problema de la «libido del poder», dice Steiner de manera próxima en Los que queman los libros, es que ella, al igual que el odio, lee con apresuramiento, «lee deprisa»).
El ensayo de Crépon muestra, a partir de su encuentro con Proust, cómo una novela en la mano puede convertirse en: «un camino de liberación de las múltiples formas de consentimiento asesino que, a modo de juicios discriminatorios, la tiranía lleva siempre en su equipaje».
De François Jullien, de su elogio de la des-coincidencia, aprendemos que «la metáfora tiene vocación ética» (como la imagen de las piedras sueltas, en las que vemos lo que antes no percibíamos, los mil matices de una singularidad desatendida por la determinación opaca que oblitera su valor): «La metáfora se vuelve entonces, incluso en el lenguaje, la huella de una vocación ética que no rompe con el mundo, sino, al interior mismo de este mundo, desclausura el sí deslizándose en su identidad estéril, encerrada en su en sí, para abrirla a lo otro y dejarse desbordar».
Lorena Souyris recobra en Marguerite Duras, en sus «ritos de tinta negra», la puesta a prueba de una escritura que se mide con los límites de la nominación, labrándose como una «aventura del silencio»: «Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido».
En su ensayo, Souyris da a pensar que en Duras la soledad se escribe, que el silencio encuentra una forma en la escritura, enhebrando un modo de salir de la inermidad, del derrumbe. Si los discursos constituidos, si las representaciones corrientemente admitidas, no dan la exacta resonancia del la experiencia que hacemos de lo real, habrá que componer libros desobedientes, indomesticados: «libros —dice Duras— que se incrusten en el pensamiento y que hablen del duelo profundo de toda vida, el lugar común de todo pensamiento».
Cristina de Peretti opta por volver a Derrida, a su pensamiento de la amistad, esa forma singular del amor (amor extraño, amor sin philia) donde también Blanchot avistaba otra forma del pensar: amor del afuera, amor de lo desconocido.
«Para amar la amistad», para hacerle un lugar en el pensamiento, el filósofo deberá introducir un temblor en la lengua, inclinarse hacia el quizás y el como si, como lo hace la literatura, a contrapelo del discurso filosófico que menosprecia la vacilación en nombre de la firmeza de las certezas y proposiciones.
Las viejas molduras de la emancipación
Con todo, «más vale la apertura del porvenir», «la mayor intensidad de vida posible»: estas serán las lecciones que Derrida nos tiende, incluso en la memoria sobreviviente de ese mensaje que Peretti abre para nosotros, escrito de puño y letra por él para ser leído tras su muerte: «Préférez toujours la vie et affirmez sans cesse la survie».
«Preferir siempre la vida» será la veta resistente que a su vez retoma Benoit Mathot a partir de los trabajos de François Jullien acerca de la des-coincidencia. «Es des-coincidiendo consigo misma (…) que la vida se aviva». Esta frase de su libro Dé-coïncidence lleva a Mathot a explorar la «lectura audaz» que Jullien realiza de El evangelio de San Juan, interrogando la «doble noción de vida» que se escribe en el evangelio y el modo en que Jesús enseña su palabra «por des-coincidencias» múltiples, que permiten «des-adherir» la vida de lo que la estanca.
Escribir pese a todo. Pese a estas adherencias. De esto nos habla Javier Agüero, asumiendo el riesgo de escribir: «en torno a la figura mujer», amasando en esas incisiones de la lengua (en torno a, no sobre; no la mujer, sino su figura) una exigencia de justicia. En este texto, «la figura mujer» y la escritura «se unen y reúnen en un principio de rebeldía». «[…] si el estilo […] era el hombre… —Derrida dixit— la escritura sería mujer».
Si la noción de «figura», como propone pensarla Nancy, es «la palabra de la ficción, del modelaje», si ella avisa que algo debe producirse —»modelarse y modalizarse»— para cernir y discernir lo que no tiene forma dada, esto es, «la potencia misma de lo abierto», cabe imaginar que estos textos confeccionan figuras de la resistencia que resquebrajan, desde el amor al fragmento que también es la escritura (amor por las piedras sueltas, por el reparto de la singularidad), las viejas molduras de la emancipación.
Estos ensayos nos enseñan que hay poética en la insurrección, y que pensar, como dice Michel Deguy: «es siempre una forma de inventar, de abrirse paso, y por lo tanto remover y dar vueltas la lengua en la lengua».
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Marcela Rivera Hutinel es licenciada en psicología y filosofía por la Universidad Católica de Chile y doctora en filosofía con mención en estética y teoría del arte de la Universidad de Chile. Actualmente es directora del Departamento de Filosofía de la UMCE.
Imagen destacada: Verlaine y Rimbaud.