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[Ensayo] «Puertas entreabiertas»: Tragado por las sombras de la noche

En estas páginas transidas de la añoranza por la pérdida irremediable de su hermano Jorge, el escritor linarense Carlos Yáñez Olave se pasea por sus orígenes, a través de los estrictamente personales y también por las sílabas fundamentales de su familiar detenido y luego hecho desaparecer en la irracionalidad de septiembre de 1973.

Por Juan Mihovilovich

Publicado el 2.11.2023

«Hermano Carlos…/no te apresures/ en esculpir una excusa /en el hueco de mis manos vacías/…que todo quede flotando/ en el rictus amargo del olvido…/…mi nombre/ de qué sirve mi nombre/ si ya nadie lo pronuncia…/ rayas estériles…/iré caminando/ pausadamente/ escondiendo mi vergüenza/ en el polvo del sendero…/ ¿Vendrá alguien a detenerme? / … ¿alzarás tú la voz Amigo Sergio/ para romper el mutismo de mis iniciales? / ¿Serás tú, madre o tú, padre, limpio de las impurezas de la vida? /… ¿o tú, adorada mía? /… ¿Serán todos y no será nadie? /…respondedme, os lo suplico…/no se queden impertérritos/ mirándome desde la neblina de mi pensamiento…».
Jorge Yáñez Olave en el poema «He aquí el destino del hombre»

«Ni agua, ni alimentos…los gusanos no se comieron a mi hermano: Él vomitó a los gusanos».
Carlos Yáñez Olave

Los libros nacen de manera misteriosa, se abre una puerta y entra por ella el sigiloso paso de quien la utilizó por años. Y de pronto, un día cualquiera, la puerta se cierra, pero nunca por completo: alguien espera que aquél que partió un día regrese, que su olvido no será posible y que su partida forzada no deja nunca fuera a la esperanza.

Y la esperanza es el sueño que niega la mortaja del silencio. No hay posibilidad de que el joven que alguna vez fue niño un día desaparezca tragado por las sombras de la noche.

Carlos Yáñez Olave es el hermano mayor de Jorge, desaparecido y más tarde confirmado su asesinato por esos desquiciamientos que los seres humanos llevan dentro como una bestia agazapada que espera saltar sobre una presa inocente.

Y no se trata del depredador animal que mata por necesidad de supervivencia. No se trató tampoco de alterar el ecosistema de una naturaleza brutal, pero sabia y justa en su esencialidad. Nada de eso. Se trató de la pérdida de la razón, del extravío de la sensatez y su reemplazo por la locura de un tiempo que nos cuesta a todos los de antaño superar.

No es que en el corazón del narrador exista un odio insano, un resentimiento que se niega a salir de sus entrañas. Por el contrario. El estigma familiar quedó resumido en el dolor de la pérdida de uno de ellos, el más preclaro de sus hijos quizás, el poeta que visualizó un destino igualitario para hombres y mujeres de su tierra.

En efecto, no hay en este libro un juicio de valor, de superioridad moral de unos sobre otros. No existe en sus páginas otra verdad que la descripción de hechos, de esos crudos e impajaritables hechos que hacen que el sufrimiento sea asumido con dignidad, la dignidad que otorga un tiempo inclaudicable y que hace que el recuerdo no sólo sea un emblema, un símbolo de entrega o de pureza, sino sobre todo de sobrevivencia y enseñanza para los demás.

Y los demás podemos ser todos los que asistimos a ver la historia plagada de persecuciones y de abusos desmedidos. O incluso de aquellos que desde el hoy solo imaginan lo ocurrido.

Es cierto: la cordura se pierde en los estropicios de la ceguera. De pronto vemos sin ver, se adolece del sentido común y quedamos absortos en nuestras miserias, a menudo tan inhumanas, carentes de un horizonte que nos envuelva con su manto protector, que nos ilumine por igual con la simple certeza del nuevo día. No hay más derroteros entre los hombres que superar el miedo con la esperanza, la tristeza con la alegría, la fealdad con la belleza, el delirio con la prudencia, el mal con el bien.

 

Un destino de eximio poeta inconcluso

Así, en estas páginas transidas de la añoranza por la pérdida irremediable el autor se pasea por sus orígenes, los estrictamente personales y los de su hermano desaparecido. En los primeros su espíritu es hedonista, cercano a los placeres y la belleza que el mundo le ha entregado y del cual intenta disfrutar ávido y consciente de lo efímero de la existencia.

En el segundo, eleva a su máxima potencia la entrega comprometida de quien hizo de su vida un apostolado por los demás.

Dos hermanos que, no obstante, las diferentes percepciones de su entorno, tienen en su matriz la envoltura tierna de la madre y la solidez formativa del padre. De ellos nace la belleza y el compromiso, de esa estructura familiar se va consolidando el mundo al que acceden. Cada uno en lo suyo, pero cada cual pendiente del otro.

La fraternidad del hermano es más fuerte que las distancias o las opciones individuales. Por eso estas páginas rezuman admiración y amor por quien desapareció un día como tragado por la estulticia que destruyó sin remedio un destino de eximio poeta inconcluso.

Porque Jorge Yáñez Olave no sólo fue un sujeto político, un idealista consumado, un joven ávido de mejores días, más allá de las imperfecciones humanas que a todos nos son habituales. No. También fue un artista, un escritor, un poeta que atesoraba en su alma el don de la perfección y la hermosura vital.

Y un poeta no trabaja con más armas que la palabra. Su espíritu inquieto lo hacía ver la maravilla de estar vivo y amante de los demás, de su esposa, del hijo recién nacido, de sus hermanos, de los seres que habitaban su espacio y a los que dedicó sus cortos años con una dedicación digna de mejor suerte.

Pero claro, el destino no se entreteje solo con las ansías de ser mejores. El destino en ocasiones es cruel, se viste con ropajes ajenos y suele destruir cualquier sueño forjado en la soledad de una habitación donde el poeta describía su necesidad de amar sin rejas ni encierros o dominios circunstanciales.

Debido a eso y por mucho más, su hermano y autor de este libro doliente y dolido, no exento de una ternura solidaria, ha resucitado la memoria de un joven excepcional y cuya partida se adelantó sin ningún consentimiento, o, mejor dicho, con el epílogo absurdo de la perversidad humana.

Hay que dejar, entonces, las puertas entreabiertas. Las de este mundo y las del otro, porque sin duda Jorge Yáñez Olave espera a su hermano y le agradece no haber cerrado jamás la entrada de su casa eterna.

Lo demás, por desgracia, ha sido solo un mal sueño. Y del mal sueño siempre se despierta con el recuerdo difuso de que lo soñado no ocurrió nunca.

Por eso ambos hermanos viven reunidos, cada uno en su morada, ligados por esas puertas entornadas que ningún ser de este mundo pudo cerrar jamás.

 

*(Libro homenaje a Jorge Yáñez Olave, linarense detenido desaparecido el 16 de septiembre de 1973 en la ciudad de Constitución).

 

 

 

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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes.

Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).

 

«Puertas entreabiertas», de Carlos Yáñez Olave (Autoedición, 2019)

 

 

 

Juan Mihovilovich Hernández

 

 

Imagen destacada: Carlos Yáñez Olave.

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