El ambiente de la escena es el de una típica habitación de burdel para señoritos burgueses parisinos: una chica de cariños bastante persuasivos —rodeada de muros entelados con diseños de tornasol, y de un biombo japonés—, en una composición ambiental muy del gusto exótico y refinado, de esa alta cultura que solía coleccionar acuarelas de Hiroshigue y singulares adminículos antropológicos.
Por Juana Selva Ferrer
Publicado el 3.5.2024
Capitalismo monstruoso
Una mujer corriendo en pánico por oscuros y ruidosos pasillos de una gigantesca nave espacial a punto de estallar. Tropieza con restos humanos de una tripulación extinta desperdigados por todos lados, mientras huye de un extraterrestre en extremo hostil con una súper biología prácticamente indestructible que despide un ácido corrosivo como sangre.
Poco antes de subirse a una nave menor que la llevará fuera del alcance de la onda expansiva de la bomba nuclear que hará explotar la nave madre, se devuelve por los mismos oscuros y ruidosos pasillos donde acecha el extraterrestre, con el propósito de rescatar a un gato antes de que todo estalle.
¡Qué escenita! ¿Por qué alguien en una situación tan extrema de peligro de muerte, se arriesga, disminuyendo aún más sus remotas posibilidades de salir con vida, solo para salvar un gato? Sin más, se trata de una acción realmente estúpida que va más allá del instinto de supervivencia, del sentido común y de lo que sea.
Definitivamente, esa escena es el único momento absurdo del excepcional filme Alien (1979), realizado por Ridley Scott con guion de Dan O’Bannon y Ronald Shusett. La película, hipotéticamente futurista, tiene una lógica trivial, tanto así que pone de manifiesto la escenita absurda en cuestión como algo que no es en absoluto trivial.
La tensión de la escena, palpitante y caótica, redunda en lo mismo, y nos pone empáticamente, por medio de la cámara subjetiva, en la situación de riesgo extremo de la protagonista, Ripley, la chica del gato. Se me ocurre que los únicos que podrían justificar una escenita así son los militantes de grupos «mascotistas» (léase también como gente filosóficamente precartesiana en época del poscartesianismo), cuestión que haría de la película una miseria intelectual.
Entonces, tiene que haber una explicación plausible que nos permita comprender ese absurdo narrativo. Pues bien, propongo partir de la misma estupefacción de la absurda escena como una absurda escena per se, pero no porque sea realmente un desatino absurdo, sino porque la escena en cuestión no puede ser de otra manera.
Lo que está en juego ahí es una profunda verdad que no tiene otra salida más que como un evidente absurdo. Ese absurdo está en código, es otro tipo de registro y, por lo tanto, se tiene que leer de una manera diferente a las coordenadas de la narrativa trivial del filme.
Así, la historia es muy sencilla. Los hechos tienen lugar en la nave espacial Nostromo, un vehículo de carga de una compañía transplanetaria que se dedica a la extracción de minerales y la fabricación de armas. El grupo de tripulantes a cargo son siete y cada cual tiene su específico lugar jerárquico. En ese contexto, la historia se desarrolla desde el comienzo con tensas disputas contractuales, brechas económicas y reproches de explotación laboral entre los integrantes de la tripulación.
Esas relaciones contractuales ponen el contexto de ciego egotismo y coerción entre los personajes bajo una lógica cultural poscapitalista. En ese escenario aparece el monstruo, y no para suspender necesariamente el sustrato capitalista de la trama, sino más bien todo lo contrario, a saber, poner en evidencia una teleológica monstruosidad: un devastador y expansivo capitalismo antihumano.
Bajo ese sentido, la película es futurología pura. ¡Perfecto! El filme hasta ahí ya tiene un lugar en la historia del cine de ciencia ficción y el cine político, incluso.
Pero, luego viene la escena de la chica del gato. Ripley, la protagonista, es la única sobreviviente de la tripulación; Alien, el monstruo que aniquiló a cinco de sus compañeros, es el octavo pasajero. Ash, el androide, prácticamente idéntico a un ser humano, se mueve dentro de un fino espacio de confusión ontológica como un integrante más de la tripulación, siendo drásticamente desenchufado cuando descubren que es el suche de la compañía que quiere al monstruo para fines armamentísticos.
¿Y el gato? El gato, al que llaman Jonesy, no está en el conteo.
A medida que transcurre la película notamos que el gato aparece muy poco y de manera totalmente anodina. Además, nadie le presta la más mínima importancia, excepto Ripley, que aparece un par de ocasiones con Jonesy en su regazo.
Un guionista puramente técnico podría argüir que el gato es, por una parte, un elemento descriptivo sentimental de Ripley, y por otra, es un elemento para poner a los personajes en situación de tensión en algún momento, como efectivamente ocurre cuando uno de los tripulantes, tratando de encontrar al animal para que no fastidie, es brutalmente asesinado por el monstruo.
Por esa razón el gato Jonesy aparece prácticamente como parte del decorado y justificar luego esa escena sangrienta. Ok, pero eso no explica la importancia del gato en la escenita absurda, pues ahí adquiere una relevancia vital para la protagonista.
Arte absurdo
Para responder y entender este registro fuera de toda la narrativa trivial del filme es necesario recurrir a la historia de las escenas absurdas del arte. Obvio, ¡por donde más habría que empezar! Todos sabemos que la historia del arte nos tiene, desde Giorgione hasta los hermanos Chapman, una historia especial de absurdos hermosos.
Pregunta: ¿dónde aparece un gato que no es un elemento relevante, incluso prescindible, en alguna escena pictórica? Respuesta: en Olympia (1863) de Eduardo Manet.
En efecto, se trata de una pintura en la que casi todo es de extrema coherencia. Una mujer desnuda de piel marmórea aparece recostada sobre una cama desordenada, y solo viste unos sensuales atavíos: una orquídea en el pelo, aretes, una cinta anudada bien ajustada al cuello, un brazalete dorado y un solo zapatito puesto.
Luego, en segundo plano, de pie, una sirvienta negra le enseña un ostentoso ramo de flores que Olympia no atiende pues tiene la mirada puesta en nosotros, los espectadores.
El ambiente de la escena es el de una típica habitación de burdel para señoritos burgueses parisinos, con muros entelados de diseños tornasol, un biombo japonés, todo muy del gusto exótico y refinado de la alta cultura que solía coleccionar acuarelas de Hiroshigue y adminículos antropológicos.
Con todo, el nombre de la puta, Olympia —que en verdad se llama Victorine Meurent—, es un álter ego que responde al esnobismo de la decadente sofisticación de esa época: Olympia es un seudónimo tomado del nombre de la concubina del papa Inocencio X, Olimpia Maidalchini, que llegó a las más altas esferas del poder pontificio amasando una colosal fortuna —sin duda, una chica con cariños muy persuasivos—.
En el extremo derecho, prácticamente en el margen de la pintura, y a los pies de Olympia, aparece un gato negro engrifado que apenas podemos notar del fondo oscuro de la habitación.
Pictóricamente hablando, el gato está resuelto al modo de una descuidada mancha negra, como si estuviere pintado de un solo brochazo, cuestión que hace contraste, por ejemplo, con los cuidadosos efectos brillantes de la seda en las sábanas blancas de la cama de Olympia.
Cualquiera que conoce algo de composición diría que el gato es un elemento de escaso aporte figurativo y visual a la escena, incluso prescindible… o sea, el gato es la figura absurda de la pintura.
Olympia, la cabrona, tiene una postura canónica típica que se usó para la representación de mujeres desnudas con nombres de diosas míticas, como la Venus. Nuestro queridísimo señorito Eduardo tomó referencias de otras pinturas y las cita en la propia (después de todo, Eduardo es el primer pintor de la historia del arte que hace citas de la historia del arte). Eligió apropiadamente La venus de Urbino (1538) de Tiziano.
Las razones son evidentes: una mujer desnuda en primer plano, deliciosamente cubierta con un tocado en trenza adornando su pelo, un brazalete, un anillo en el dedo meñique, un manojo de pequeñas rosas en una mano y la otra mano cubriendo su pubis. A sus pies, un perrito acurrucado apenas discernible de las sábanas de la cama. Al fondo, unas sirvientas buscando vestidos en un baúl.
Esta pintura de Tiziano produjo cierto escándalo en su época, básicamente por la identidad de la mujer retratada que él hizo pasar por una Venus. Asunto que sin duda Manet tuvo en cuenta pues se trata de una mujer sensual tomada de una referencia real y no una alegoría del amor producto de la imaginación y la tradición pictórica.
La venus de Tiziano también se tapa el pubis con una mano, pero hay elementos de contexto histórico cultural que nos permiten pensar en una significación erótica. La venus de Tiziano nos ofrece su desnudez poco antes de ser vestida, con una mirada nada decorosa.
El perrito, que aparece acurrucado a sus pies, fue en el Renacimiento un símbolo de fidelidad, por lo tanto se puede asociar a la prudencia sexual, pero en ningún caso a la abstinencia. De hecho, la pintura fue un encargo de Guidobaldo della Rovere, duque de Urbino, para su aposento nupcial, como una advertencia de lo destructivo que pueden llegar a ser las pasiones.
Sabido es que las costumbres sexuales de la aristocracia de esa época son en extremo lúbricas y las encontramos en gran número de pinturas manieristas.
En esa galería erótica podemos ver, a modo de ejemplo, la escena incestuosa de Alegoría del amor (1545) de Bronzino, o la intimidad lésbica de Gabrielle d’Estrée (1594) compartiendo la tina de baño con su hermana, de autores anónimos de la Escuela de Fontainebleau, o bien el abierto discurso de liberación sexual de Joachim Wtewael en la pintura Perseo liberando a Andrómeda (1611).
Todas esas cuestiones están, aunque replanteadas, en Olympia. Manet retrata a Victorine Meurent sin hacerla pasar por una diosa mítica para justificar su desnudo.
Por lo mismo, hay algo paradigmático en el desnudo de Olympia, más allá del pudor, y que tiene que ver con negarle al espectador aquello por lo cual el desnudo tiene pleno sentido: mostrar las partes pudendas.
Olympia se cubre el pubis con la mano sin despegar la vista del espectador. El espectador, o sea nosotros, que en esa lógica social de comercio sexual somos el cliente, que satisfecho por los amorosos servicios de Olympia, la engalana con un gran ramo de flores. Nosotros, el cliente, somos un personaje más en relación a la escena.
El gato es otro personaje en la obra y está en el lugar que ocupa el perrito de la pintura de Tiziano, apenas apercibido, tan ajustado al margen derecho de la pintura que en muchas reproducciones aparece cortado verticalmente viéndose menos de la mitad del animal, casi a punto de quedar fuera de cuadro.
Definitivamente, el gato está en el límite de la representación. Sin embargo, la cercanía con Olympia le da una connotación significativa. De hecho, el pie con el coqueto zapatito de la cabrona apunta al gato, rescatándolo de su marginalidad narrativa y de su virtual desaparición.
La cuestión es saber cómo se justifica la elección del señorito Eduardo, es decir, por qué un gatito y no un perrito, y seguir así a paso seguro con una tradición temática e iconológica sin problemas. La clave está en la actualización de las connotaciones culturales e idiosincráticas de la época del propio Manet.
Así, la sirvienta negra, por ejemplo, como personaje pone la nota contemporánea a la pintura pues se trata de los sujetos de segunda clase que fueron a Francia a hacer el trabajo sucio, como resultado de la colonización francesa en el norte de África durante todo el siglo XIX.
Por otra parte —otra idiosincrasia—, y de modo significativo, gata en francés se dice chatte, y todo francés sabe que la palabra en cuestión tiene un uso coloquial vulgar que se refiere a la vagina. En nuestra cultura chilensis también existen remplazos coloquiales bien vulgares de esa zona femenina asociado a diferentes animales que, por decoro, no voy a mencionar.
Lo mismo pasa con la asignación en inglés de pussy, que significa gato o gata y, coloquialmente, vagina, o bien como designación de una mujer lasciva. La cuestión es que el juego de la pintura de Manet nos ofrece un enroque conceptual de vaginas que, por un lado, niega la visión de la parte pudenda y, por otro y al mismo tiempo, la muestra en su significación más cruda.
En otras palabras, la pintura de Manet tiene como recurso semiológico una transnominación sexual que se desplaza desde el pubis negado por la mano de Olympia hasta la chatte noir a sus pies, intercambiándose conceptualmente.
Significativamente, este hermoso absurdo de la historia del arte nos provee de una espléndida pedagogía para comprender, no tan solo el gran arte del señorito Eduardo, sino que además, y especialmente, para el caso de la absurda escena de la película Alien. Solo nos falta completar la secuencia y dar con la significación del gato de Ripley.
El gato filosófico
La mascota Jonesy realmente se nos aparece al final, en medio de una situación en extremo pavorosa, cuando parece todo perdido y el gato, por insistencia, se convierte en un —absurdo— imperativo. La protagonista, en pánico total, mientras se acerca a la última escotilla para abordar una nave y escapar, escucha el maullido de Jonesy, que Ripley había dejado en el pasillo mientras evadía al monstruo.
Este es un momento curioso de la absurda escena del filme y nos brinda por lo menos dos suspicacias ontológicas diametralmente opuestas entre sí: ¿No es acaso el gato la ontologización del dasein heideggeriano ante el miedo como afección primordial? O bien, ¿no es Ripley acaso la reafirmación del sujeto cartesiano ante la supremacía del mero y puro ser?
La escena en cuestión y la relación Ripley-gato es en verdad una trampa ontológica. La primera suspicacia podría ser, pero… no, gracias. Me explico: Heidegger en algún parágrafo de Ser y tiempo (1927) nos dice que el dasein es «miedoso». La escena nos presenta a la protagonista en tal pavor ante el monstruo que se paraliza; el maullido del gato le «recuerda» que «está ahí», como si se tratase del entsprechen-zusprechen heideggeriano formulado en La pregunta por la técnica (1962).
Si aplicamos ese Heidegger, la cuestión sería algo así como la respuesta (Ripley) al llamado no humano del dasein (gato). En ese caso, habría que suponer del dasein algo así como un ventrílocuo ontológico pues habla o llama desde fuera de lo humano, o sea, el gato sería un ente incidental al zusprechen del ser; o bien, podría pensarse como un desplazamiento del propio dasein, cuestión insólita en ambos casos puesto que la designación espacial del dasein «ahí» se dispersaría por el mero espacio indeterminado del ser y pierde toda facticidad o, lo que es lo mismo, no habría manera de conciliar momento y domicilio como existencia humana específica.
Además, miedoso y amnésico parecen meras consideraciones psicológicas y geriátricas del dasein.
La segunda pregunta es más interesante de responder por su simpleza. La explicación más evidente estriba en el factor humanizante ante la total desolación. Como ya sabemos, en un momento determinado Ripley queda sola ante la inminente muerte. Toda la tripulación ha sido aniquilada y ante tal mortificación la protagonista saca una «cartita bajo la manga»: ¡humaniza al gato!
De ese modo, re-inventa un horizonte humano en medio de la extinción. En ese sentido, el gato es verdaderamente un imperativo existencial, incluso a pesar de Ripley. Si pensamos el gato como una extensión óntica se nos hace fácil concebirlo como la insistencia existencial de Ripley consigo misma, pues el gato, en este caso, es un reflejo meta corporal.
Podríamos considerarlo como un modo del ser transhumano (y no prehumano, como podría leerse desde Heidegger). Es decir, el movimiento ontológico que va de Ripley al gato Jonesy; o, hegelianamente hablando, la proyección del ser para-sí en las cosas meramente en-sí.
Cuando pasamos revista nos dimos cuenta que el gato no aparece en el listado de la tripulación. No obstante, les puedo asegurar que sin el gato no tenemos a Ripley en absoluto. No es una mera relación, o sea —y aquí un hegeliano tendría razón—, lo que pareció en un momento una mera relación (alguien buena onda con su mascota), es en otro momento una relación que se supera como fundamento ontológico, pues está el ser puesto de Ripley en Jonesy. Por eso tiene que devolverse a rescatarlo porque con ese último acto de riesgo mortificante se rescata a sí misma.
Ripley y el gato son lo mismo, solo que de dos modos diferentes. En ese sentido, es una reafirmación del cogito cartesiano pero con una considerable reforma del entendimiento de la sustancia, al modo de Spinoza. La cuestión es que no podemos salir de la trampa ontológica esperanzados en el zusprechen, que depende de la fortuna, de quien pueda tocar a nuestra puerta, o de nuestro buen oído para escuchar con claridad el llamado del ser en aprietos.
Por eso es más interesante la segunda opción para salir de esta trampa ontológica. Con eso explicamos incluso la insospechada motivación de los grupos pro animalistas, que en el cuidado y la exigencia de derechos animales, en el fondo, se contemplan a sí mismos, en la propia vulnerabilidad existencial ante un mundo que se devasta a sí mismo.
Lo que pasa es que no lo saben. Con todo, esa es la lectura fácil. La lectura difícil es pensar el gato, en tanto una extensión óntica, como el «falo» de Ripley.
Historia de la vagina
Recapitulemos. Tenemos dos gatos metalingüísticos ocupando los bordes de la representación: el gato de Olympia rozando el margen de la imagen y el gato de Ripley con un número ínfimo de fotogramas en la película. Por supuesto, el gato de Olympia está ahí por el vericueto idiosincrático de la cultura coloquial francesa. Lo mismo pasa con el gato de Ripley, está puesto para que hagamos el enroque conceptual vagina-pussy.
La relación conceptual animalidad-sexo, más específicamente animal-genital, es bien añeja y está presente míticamente en la cultura. Ahora bien, decimos «gato» por una mera consideración universalista o neutra porque pueden ser gatos o gatas indistintamente.
Pienso en Baudelaire, el señor de los gatos. En Las flores del mal (1866), obra contemporánea a la Olympia de Manet, el poeta nos habla de los gatos tratando el término de adrede con cierta vaguedad, confiriéndole así una característica andrógina. Aun así, con Baudelaire es posible vislumbrar de los gatos analogías femeninas.
Según Jakobson y Levi-Strauss en Los gatos de Baudelaire (1962), la imagen del gato está estrechamente ligada a la mujer, proponiendo incluso trueques simbólicos de mujeres por gatos y viceversa. En la bestiología los gatos tienen la chance de ser animales fantásticos, pues se les ha connotado de diversos talentos —buenos y malos— a lo largo de la cultura.
Por lo mismo, Baudelaire no deja el tono de celebración hacia los gatos en sus poemas de Las flores del mal, connotándoles de una mítica y mágica energía sexual (no olvidemos que definiciones sensualistas similares asociadas a los gatos fue siglos antes motivo suficiente para quemar mujeres acusadas de brujería).
Ahora bien, todas esas consideraciones de magnificencia animal están bien aprendidas en la cultura simbólica francesa a través de la profunda huella que dejó el romanticismo. La energética animal la encontramos en las escenas de carreras de caballos de Géricault, sobre todo aquellas donde los jinetes apenas pueden contener la estampida, o de grandes y exóticos felinos en las pinturas de Delacroix.
Curiosamente, en la pintura de Manet y en la película de Scott, los gatos no aparecen de modo magnificente, sino todo lo contrario, son aburridos y pusilánimes.
Entonces, ¿cómo podemos asociarlos a la energética animal? Y, cuestión pendiente, ¿cómo podemos pensar el gato como un falo? Ripley, en tanto una relación conceptual vagina-gato, se puede pensar como un ente «pasivo-activo», es decir, como una historia libidinal.
Freud, el gran novelista de las historias indecorosas que tenemos que sacar con tirabuzón, nos comenta en el texto Sobre la sexualidad femenina (1931) que la ambivalencia «pasivo-activo» es fundamentalmente un rasgo arcaico que involucra los sentimientos de amor y de odio.
Esto trae consigo que el primer objeto sexual de la mujer es la madre, reorientando luego su energía libidinal hacia el padre. Y si la madre está como objeto amoroso en primer lugar, entonces la fase correspondiente es fálica. La vida sexual de la mujer es, en una primera instancia, masculina, es decir, clitoridiana; luego es específicamente femenina o vaginal.
Al respecto, y en el comentario de Jakobson y Levi-Strauss en Los gatos de Badulaire, el poeta Brizeux en 1832 recitaba con exclamación que las mujeres (o gatos) son: «¡seres dos veces dotados! ¡Seres calmos y poderosos!». Frase extraordinariamente pre-freudiana, en tanto se puede relacionar los dos aparatos genitales de la mujer, el clítoris y la vagina, con los dos momentos del trabajo libidinal femenino.
El siempre polémico Balthasar Klossowski, más conocido como Balthus o el rey de los gatos, autor del resistido retrato de Térése soñando (1938), que se expone en el museo Metropolitano de Nueva York, obra que fue puesta en tela de juicio por los nuevos párrocos de la moral que juntaron 12 mil firmas para hacer presión y conseguir con eso que retirasen la obra del museo en 2017.
Cuestión que afortunadamente no se produjo, pero que puso a girar el debate sobre la ética por sobre la estética, de los artistas confundiendo supuestamente la libertad de expresión con transgresiones sexuales del tipo pedófilas, y cosas así.
La pintura en cuestión, es el retrato de una niña de 11 años, Térése Blanchard, vecina del pintor, en una inquietante pose que muestra a la niña con las piernas entre abiertas enseñando su ropa interior, todo con una expresión ensimismada o abstraída.
Esto es interesante, pues nos muestra el momento de la pasividad freudiana, previo al conocimiento de las diferencias genitales y a la consecuente transformación del amor en odio por una castración de origen.
Freud nos dirá que aquí subyace, en la vida libidinal arcaica de la mujer, la envidia del pene. Con el complejo de masculinidad, producida por una impresión (el momento pasivo), la niña, comparativamente con un niño, culpa a la madre por su desventaja fálica. Ante tal “castración”, esta mujer arcaica se reconoce y se rebela (el momento activo).
Lo verdaderamente inquietante en la pintura de Balthus, es el gato que aparece de manera inofensiva sorbiendo leche de un plato puesto en el piso. Es la misma operación semiológica del cuadro Olympia del señorito Manet, es decir, un trueque simbólico, un gato por otro. La diferencia estriba en que Manet propone el resentimiento del momento activo o vaginal y la pintura de Balthus, en cambio, el regocijo ignorante de la pasividad clitoridiana.
Pánico genital
Volvamos a la película. Ripley, mucho antes de la escena absurda, la vemos acariciando a Jonesy, cuestión significativa pues se trata de los residuos masturbatorios de su fase clitoridiana, y mientras no haya total prohibición, el goce persiste de modo pasivo.
En ese sentido, el gato es el falo incipiente (clítoris) de Ripley. Ahora bien, esta insipiencia fálica produce una desvalorización de la feminidad en tanto la confusión propia del objeto del deseo (la madre), cuestión suficiente para rebelarse contra la castración. En gran parte de la película, Ripley tiene una importancia totalmente menor.
La rebelión toma lugar cuando se ve amenazado su espacio libidinal ante la devoración-castración del monstruo, y cuando eso acontece, lo pasivo deja de serlo transformándose en pura energía libidinal activa.
Coherentemente, vemos a Ripley premunida con un gran lanza llamas —un arma de flamígeros chorros seminales podríamos decir— apuntando en todas direcciones, no para aniquilar necesariamente al monstruo, sino para preservar su propia identidad (o determinación ontológica).
Se podría decir que es una performance de insistencia para reafirmar la propia existencia. Cuestión que nos recuerda algo de la violencia de Genital Panic (1969) de la artista performer Valie Export, una agresiva acción de arte que proponía la sustitución de la vagina por una metralla, todo eso de suplir el complejo de masculinidad con prótesis fálicas, muy en sintonía con los cyborgs de Donna Haraway.
Tópico, por lo demás, bien viejo. Bien sabían de prótesis y sucedáneos fálicos en época de la Inglaterra victoriana, como nos narra Burgo Partridge en Historia de las orgias (1958), en que la «castración cultural» y las prohibiciones sexuales llevó, por una parte, a los señoritos a usar en extremo la imaginación y las asociaciones lúbricas, y por otra, a las señoras a tomar medidas al respecto, cubriendo las patas de los pianos y mesas para evitar que una visita masculina tuviera un acceso de lujuria ante tales contornos. Incluso, se promovió el uso rebuscado de palabras como rooster para evitar la palabra cock (que significa gallo y también pene).
Como quiera que sea, la escena absurda está más allá de esa analogía. La cuestión es que la monstruosidad castradora saca a Ripley de su regresión infantil pasiva o clitoridiana y, se lanza a la fase vaginal por necesidad de dominar el mundo exterior.
Esta transformación, cuya energía libidinal nos llevó de una figura a otra, no es otra cosa que una reafirmación ontológica. Entonces, de la dificultad de pensar el gato como falo a la dificultad de volver a pensar la vagina como un gato.
Otro ejemplo pictórico nos puede ayudar a comprender mejor esa dialéctica —antítesis dice Freud— progresiva de lo pasivo a lo activo. Se trata de Leda con el cisne (1560) en la versión de Jacopo Tintoretto.
Marginalmente —no podría haber sido de otro modo—, vemos una escena dentro de otra, es decir, dentro de la escena principal en la que Leda juguetea amorosamente con un cisne, vemos una pequeña escenita complementaría en la que aparece un gato que reacciona agresivamente ante un ánade que saca la cabeza por entre los barrotes de su jaula.
Así, el esquema es el siguiente: el cisne es el pene, cuestión evidente pues, como todos sabemos, Zeus elige esa forma animal de cuello fálico para seducir a Leda, esposa de Tindaro, al modo de una trivial competencia sexual en la que se esgrimen argumentos de tamaño fálico; consecuentemente, el ánade es un ave pequeña parecida al cisne, y que perfectamente podría representar, por mera analogía y proporcionalmente, a un pene incipiente o clítoris; el gato, qué duda cabe, es la vagina.
Está evolución o superación de una fase a otra no es una toma de conciencia o posición ante la inminente castración-mortificación en una mera apropiación fálica, suplantando metafóricamente la falencia de falo por un arma de fuego que apunta agresivamente a un espectador porno masculino, sino que todo lo contrario, es decir, que el «pánico genital» de Ripley es una reafirmación constitutiva del ser situado ante el horror del puro y mero ser.
La escena absurda no es otra cosa que el corolario de la historia progresiva del poder de la vagina.
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Juana Matilda Selva Ferrer es filósofa política, fotógrafa, artista visual autodidacta y crítica de cine, arte y cultura contemporánea. Es parte de la agrupación Artistas Yungay.
Imagen destacada: Olympia (1863), de Édouard Manet.