[Ensayo] «Ripley»: Un asesino con efecto documental

Lejos de seguir seguir los cánones estéticos que uno esperaría en esta clase de formatos, esta miniserie de ocho episodios y dirigida por el realizador estadounidense Steven Zaillian, se trata de toda una obra de arte, lo que ayuda a jugarle algunos boletos más de esperanza a la búsqueda de calidad dentro de un modelo altamente comercial.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 23.7.2024

Antes una limitación expresiva. Hoy, un recurso de enriquecimiento expresivo. Así evolucionan los diferentes medios con los que cuentan las artes cinematográficas —y fotográficas en general—. El realismo extra que aportó el color encandiló a productores, cineastas y público.

Claro está que habría que preguntarse acerca del alcance del término «realismo», haya o no hubiera color de por medio. De hecho, las diferentes estrategias de filmación fueron expandiéndose para dar más que «realidad», «espectacularidad» a lo que se ve: alta definición, múltiples proyectores (como en Cinerama o en el efímero Cinetario), mayor sensibilidad en la películas, procesos de digitalización, cine en 3D, etcétera.

La cuestión se centraba, en verdad, en la faz artística: no siempre se requería de semejantes prodigios tecnológicos. Es más: los directores de cine-arte recelaban de abusar de estos medios expresivos. Andrei Tarkovski fue uno de los que más teorizó acerca del manejo artístico del color: usar el color en todas sus variantes (desde plena presencia a imágenes monocromáticas o blanco y negro) debía ser según lo que «signifique» aquello que se está viviendo en la pantalla.

Si el color es usado sin que el filme lo exija —decía Tarkovski— responderá a intereses comerciales y no artísticos. Incluso puede aparecer como un inesperado toque estético, como en Kill Bill de Q. Tarantino (2003), cuando parte de los 1703 litros de «sangre» usados en las dos partes del filme no alcanzarían y hubo que filmar una escena de acción clave, con mucha sangre «roja» pero en blanco y negro.

Otros dijeron que era porque ya venían quejas desde «arriba» acerca de la violencia excesiva de la película, pero, como sea, el tramo de la lucha entre la protagonista (U. Thurman) y Lucy Liu y 88 yakuza se ve repentinamente en blanco y negro, y resultó en un toque estético excelente.

 

El blanco, el negro y sus infinitos grises

Hoy, el regreso al blanco y negro abarcando todo el filme o partes de él, se ha convertido en una fuente artística de amplias posibilidades.

Es muy bueno para dar «efecto documental» a lo filmado o acentuar las curvas de los trayectos argumentales en el manejo de intrigas, secretos y misterios de la trama, a la par de servir a un incremento de inquietudes en el público en un filme de terror.

Así, el minimalismo expresivo cuenta en el blanco y negro de un gran aliado ya que, eliminando el color, se remueve un elemento de mucha carga visual de la cual se puede querer prescindir. Y lo mismo ocurre con el alejamiento en la psique del espectador respecto del mundo real: quitar el color del medio es un despojamiento que puede servir para abstraer más al público del mundo que transcurre fuera del cine.

Lo simple puede quedar, en blanco y negro, más simplificado y dejarnos más intensamente vinculados al argumento. Las atmósferas del blanco y negro, por su parte, ganan en presencia cinematográfica ayudando a acercar a lo filmado más a su «espíritu» que a su «materialidad». En este sentido, el rol de la iluminación se vuelve mucho más central y le da a la imagen una plasticidad no visual sino psicológica, que el color puede llegar a debilitar.

Y es precisamente de esta «plasticidad psicológica» por la vía visual en la que nos queremos quedar al tratar una muy interesante miniserie de Netflix de ocho episodios que retoma a un personaje muy conocido por lectores y cinéfilos: las aventuras delictivas de Tom Ripley escritas por Patricia Highsmith en una saga de cinco novelas —desde 1955— sobre este estafador psicópata que deviene en asesino.

En cine, la obra literaria se había revelado como Plein Soleil, tal como se la difundió en la Argentina al menos (A pleno sol) de René Clement (1960) con Alain Delon y más tarde El talentoso Sr. Ripley de Anthony Minghella (1999), con Matt Damon en el papel principal.

Readaptada a la modalidad del streaming —anunciada para Showtime pero que terminó en manos de Netflix—, esta miniserie no sigue los cánones comerciales que uno esperaría en esta clase de formatos, sino todo lo contrario: se trata de toda una obra de arte, lo que ayuda a jugarle algunos boletos más de esperanza a la búsqueda de calidad dentro de un modelo altamente comercial.

Siguiendo el principio acerca del uso del color propuesto por Tarkovski, el director, productor y guionista Steven Zaillian apostó todo al blanco y negro, creando la sólida plasticidad psicológica que este formato visual permite.

Cuando se empezó a trabajar la idea, se propuso la realización de un largometraje, pero el director elegido —el armenio Steven Zaillian—, propuso hacer una miniserie que le permitiría: «ser más fiel a la historia, el tono y las sutilezas del trabajo de Highsmith. (Traté) de abordar mi adaptación de una manera que imaginaba que ella misma lo haría».

Zaillian se asoció como productor ejecutivo a los nombres de Garrett Basch, Guymon Casady, Ben Forkner, Sharon Levy y Philipp Keel, con el actor Andrew Scott, también como productor.

 

La oscuridad de mirada y sus sutiles

El 25 de septiembre del 2019 se anunció a Andrew Scott como el nuevo Tom Ripley. En enero de 2020 Johnny Flynn fue elegido para hacer de Dickie Greenleaf, y en marzo de 2021 se eligió a la blonda Dakota Fanning como Marge Sherwood.

Cuando uno revé fragmentos de la actuación del Delon de 1960, se ve a las claras la lucha del actor para vencer el ícono de su legendaria belleza —que se sabía iba a ser el gran atractivo comercial del filme— y hacer surgir los momentos breves, acotados y precisos de conflictos más estratégicos que morales del personaje Ripley.

Pero con Scott la cosa iba a ser diferente, tanto para el director como para el actor, quien afirmó que: «no juegas con las opiniones, las actitudes previas que la gente pueda tener sobre Tom Ripley. Tengo que tener el coraje de crear una versión propia y mi propia comprensión del personaje».

Comprender el personaje es tratar de comprender el vacío moral que implica la mente de un psicópata. Scott posee la máscara de un rostro común que debe atraer la mente del público desde lo interior, apenas emergiendo a través de la solidez marmórea de su aspecto: serio, falso y absolutamente creíble para todos los demás actores.

Sabemos que en el interior de un psicópata apenas si hay una estructuración larvaria de la moral. Sabemos que carece de empatía y que reemplaza su desapego para con la vida y sentimientos del otro a través de una gran capacidad de imitación: imita al detalle aquellos aspectos de personalidad que sabe tranquilizan al otro pero que nunca encontrará en él.

«Fue un papel muy duro. Lo encontré muy duro mental y físicamente —y agregó que— ciertas cosas las puedo entender, pero otras cosas, en realidad, es el vacío con el que a veces es difícil interactuar», declaró Scott.

Ese vacío es la nada moral del psicópata y que encaja con la apreciación de la filósofa neoyorquina Sharon Street, para quien los valores morales muy bien pueden entenderse como el resultado de la adaptabilidad de la especie humana.

Ya que más que buscar un valor trascendental absoluto, manejamos una idea del bien y del mal que surge como herramienta evolutiva y que (¡oh, casualidad!) justo coincide con los valores morales absolutos, verdaderos per se, y que pensamos como independientes del resultado de nuestra evolución. Por estas cuestiones que se abren en la escatología de la moral es que resulta tan peligroso juzgar la conducta del prójimo.

Sea como fuere, y más allá de su amoralidad patológica, el rostro de este actor tiene de por sí una escultoridad (valga el neologismo) que se reafirma en el blanco y negro de su anatomía facial: no es un hombre bello, pero el calculado manejo de las sombras que su estructura ósea perfila sobre la piel, le da a la cara un vacío espiritual aberrante que el personaje necesita transmitir.

La fotografía estuvo a cargo del multipremiado Robert Elswit, y en los ocho episodios se filmó con cámaras digitales Arri Alexa LF, donde se logra mostrar la distancia entre lo que los demás personajes ven o sospechan en Ripley y lo que el espectador ve porque sabe de quién se trata.

Sus sonrisas son —virtud plena de Scott— una cáscara cínica y especulativa que estremece al igual que la oscuridad de mirada y sus sutiles.

 

El inagotable derrotero por la eternidad del mal

El armado del guion por parte de Zaillian posee un ritmo de crecimiento con un arranque no estrictamente de lo que llamaríamos «cine lento», pero que en el formato del streaming desconcierta, especialmente en sus dos primeros episodios, con un «aire» a que «no va a pasar nada importante» más allá de la historia de un falsificador mediocre en Nueva York que, sorpresivamente recibe la oferta de viajar con todos los gastos pagos a Italia para tratar de convencer a un bon vivant a que retorne a los Estados Unidos con su familia.

El tempo de estos dos primeros episodios sirve para la presentación de la faz más compleja y pervertida que se avecina desde el tercer episodio.

Y que el tiempo es un elemento clave, que arranca entre el tic tac de relojes y el golpear de la cabeza de un cadáver a medida que lo van bajando por una escalera de las primeras imágenes. Y ese tiempo se detiene, incluso, por un tiempo, cuando una puerta se abre en lo alto de un edificio de Roma en 1961 como pródromo de lo que se sobrevendría en los siguientes episodios.

Las esculturas envejecidas, los arcos, columnas y demás estructuras arquitectónicas de Nueva York y luego las más ricas de Italia constituirán una secuencia aparte —aunque nunca divorciada— de planos detalle que acompañarán insistentemente a Ripley desarrollando una narración que se entreteje con el suspenso y el devenir del protagonista, tomando un cariz casi literario a través de una fotografía que, definitivamente es espectacular: belleza enancada, principalmente en la potencia del blanco y negro con cierta mezquindad respecto de los matices de gris que son reducidos a un mínimo.

El objetivo está condicionada con el progresivo acercamiento entre la vida disipada y tumultuosa de Michelangelo Merisi da Caravaggio y del minúsculo Tom Ripley y el tenebrismo que aquel elevara a un máximo estético inigualable, tenebrismo que Ripley aprendería a manejar para disfrazarse como el inspector de la policía, que va tras la estela de desapariciones y crímenes que el delincuente va dejando tras de sí, sin dejarse reconocer.

Y uno de los mayores méritos de la miniserie consiste, precisamente, en este trabajo minucioso sobre paisajes urbanos, decadentes por el tiempo a la vez que embellecidos por este, pero que no permiten en ningún momento alejarse del eje principal de la historia: que Ripley atrapa por su villanía y su habilidad, su sangre fría y por el manejo calculado con sumo cuidado de Scott de cada sonrisa para que ninguna de ellas parezca sincera.

No sólo sabemos que su sonrisa es falsa, sino que todo en ellas debe ser vista como falso mientras presenciamos cómo la gente con la que interactúa pueda ser embaucada: el placer de ver como se dejan enredar para descansar en su telaraña, el perverso placer del mal total o parcialmente triunfante en la obra de arte.

Solo muestran fuerza propia la novia de Dickie, Marge (Dakota Fanning) y el inspector Pietro Ravini (Maurizio Lombardi) como quien no sabe, en definitiva, a quién está persiguiendo. Y solo llegan a sospechar de las sonrisas de Scott, pero finalmente terminan también ellos cayendo en su red.

La sucesión de paisajes urbanos y especialmente de esculturas, es no solo un paseo en paralelo al relato, sino una especie de metáfora del propio público que contempla inactivo y placer la sucesión de aberraciones.

Scott, Zaillian, Elswit son los responsables de que el rostro entre perverso y burlón (o, directamente perverso y burlón) de la dupla Scott-Ripley, termine decantando en la memoria del espectador que sigue sus evoluciones amorales, como un rostro pasible de ser adjudicado al mismo diablo, con ojos negros y la palidez de sombras marmóreas, como la de las esculturas y la bella infinidad de recovecos sombríos, arquitectónicos y de obras de herrería, así como su sonrisa que intuimos de sardónice que acompañan con seguridad sus movimientos mentales.

Alerta de spoiler: hay un solo, pálido y brevísimo toque astutamente colado de color en alguno de los ocho episodios.

El final de la miniserie es un corto y brusco viraje del guion, que desde el blanco y negro y con cierto perfume a Hitchcock, hace especular a muchos acerca de abrir las puertas a una segunda parte que esperemos no se produzca.

Se trata no sólo de una ambientación muy acertada de los 60, sino que Ripley ha podido ser filmada «modernamente» pero que logra adaptarse a la estética cinematográfica de aquellos años que los cinéfilos reconocen en rara y brillante síntesis, un viaje en el tiempo arquitectónico y cinematográfico que sostiene en vilo el inagotable derrotero por la eternidad del mal.

 

 

 

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Tráiler:

 

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:

Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras.

Pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo, y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban.

La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno. La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía.

Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social.

La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma.

He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: Ripley (2024).