La verdadera potencia estética en la obra del autor noruego Jon Fosse, está en su forma más que en su fondo: se trata de una plegaria continua, una escritura libre de puntos, una sintaxis singular y torrentosa, que no por eso sacrifica la precisión ni la delicadeza artística.
Por Alfonso Matus Santa Cruz
Publicado el 19.4.2024
Un hombre observa el fiordo desde la ventana de su hogar, se enfoca en un punto del mar en movimiento continuo, un punto focal que lo ayuda a orientarse, a situarse en el mundo y oír los susurros de su memoria, esa conversación secreta que vincula distintos pasados a su presente.
La escritura, sobre todo la ficción narrativa, es una forma de trabajar la memoria, de interpelarla, de investigarla y reinventarla. Eso lo tenemos claro desde Platón. Escribir es traicionar a la memoria, extraerla de la mente y depositarla en las hojas en blanco. Ese acto es, acaso, un modo singular e idiosincrático de meditar, de purgarnos y hacer de nuestra mente una hoja en blanco, un vacío que sea posible habitar.
Son pocos los libros en los que es posible cosechar algo que se asemeja a la paz, algo que no podemos nombrar pero que nos sostiene como una madre en su regazo. Y nos dejamos arrullar y el trance nos contagia y nos sumergimos en un mar transparente y una luz distinta nos baña.
Esa es la luz y la prosodia que infunde la lectura de la gran obra del escritor noruego Jon Fosse, Septología, publicada en castellano por Seix Barral en colaboración con la editorial De Conatus.
Una novela en siete partes, o siete novelas que forman una unidad, como quieran decirlo: hay algo en esta obra que parece hecho en otro mundo, quizá la forma en que está construida, la prosodia continua que forma una plegaria, el silencio de los fiordos y la soledad y la nieve que caen dentro nuestro.
La respiración del texto que aspira a ser música
La trama es lo de menos, es acaso un mapa para orientarnos y permitir una experiencia más profunda. Si realizamos el ejercicio de resumir los hechos, personajes y escenarios principales, quizá podríamos lograrlo en un párrafo.
Se trata de la vida de un pintor noruego, un artista solitario o un místico moderno que rememora su vida durante una semana en vísperas de Navidad y una de las exposiciones anuales de sus pinturas en la galería de arte principal de Bjorgvin. Esto mientras un amigo con su mismo nombre, Asle, se debate entre la vida y la muerte por el delirium tremens de una crisis etílica.
Y la memoria de su difunta mujer retorna en varias ocasiones hasta casi ser una presencia y el hombre va y viene por las rutas nevadas entre su casa y la ciudad observando el paisaje sobre todo interior: una película no lineal donde las secuencias principales e intercambiables son algunas escenas de su infancia, su primer amor, sus inicios en la pintura, sus mudanzas y la amistad con su tocayo; todo esto con el temblor de la adicción alcohólica de fondo y la fe y el rezo como un acto de defensa ante la oscuridad y la desolación que provoca estar de paso en este mundo y ver partir a los seres queridos.
La potencia verdadera de la obra está en su forma más que en su fondo: se trata de una plegaria continua, una escritura libre de puntos, una sintaxis singular y torrentosa que no por eso sacrifica la precisión y la delicadeza; no hay exuberancia descriptiva, más bien una prosa impresionista, evocativa, en que los paisajes sirven como espejos del interior, porque el discurso aquí es un flujo de conciencia, una forma difícil de describir que logra articular la fluidez de la percepción y los fogonazos de la memoria, todos los tiempos el presente.
Desde las vanguardias del siglo pasado, especialmente en la novela, con ejemplos como Joyce o Faulkner, quedó claro que si hay un terreno a explorar en la literatura de envergadura más que la diversidad de las formas es la prosodia. La respiración del texto que aspira a ser música, poesía a gran escala, como pensaba Flaubert que deberían ser las grandes novelas.
Esto es lo que hace Fosse, quien inaugura una forma de componer un discurso interno que no es un simple monólogo sino un fluir de consciencia con varios movimientos y desembocaduras. Al fin y al cabo, nuestra memoria es caprichosa y los traumas y las creencias juegan con ella, la reinventan y nos levantan escenas del pasado en el momento más impensado.
Asle, nuestro protagonista, no está demás decirlo, es una suerte de alter ego difuso de Fosse. Su preocupación por el arte y la religión, sus dudas y misticismo cotidiano, su amor por su difunta esposa y su ancha soledad lo hacen un hombre distinto a muchos, pero un humano como cualquiera, con temores y esperanzas similares a todos los mortales que reflexionan sobre su condición. Aquí no se eluden los grandes temas, dios y la muerte son los polos que tironean el drama interior de Asle.
Más allá de los grandes monólogos o de la espléndida y peculiar manera de capturar la fugacidad y fragmentación de las memorias, el resplandor de la obra se sostiene sobre todo gracias al pulso narrativo, al flujo que a veces recae en loops o en mantras para refrescar su potencia.
Un debate sobre la experiencia mística y la fe
Este pulso narrativo se impone en la experiencia lectora como las corrientes oceánicas a los barcos en altamar: parecemos estar a la deriva, pero en lo invisible una corriente nos lleva a una orientación unánime y eso es gracias a que la prosa aquí se torna plegaria. El mismo Fosse ha declarado, y en la obra también lo expresa, que Meister Eckhart es uno de los místicos que más lo ha influenciado, y los ecos de su pensamiento se hacen sentir.
La fe de Asle, tras sobreponerse al alcoholismo gracias al apoyo de su mujer, Ales, y a la religión católica, parece remitir a uno de los grandes adagios del místico renano: «Solo en la fe tenemos conocimiento verdadero. De hecho, una fe verdadera es todo lo que necesitamos».
Leamos, pues, uno de los pasajes en que la práctica artística de Asle, la pintura, es descrita como una forma de aproximarse a la divinidad o de aceptar el vacío que somos y permitir que una fuerza invisible actúe a través nuestro:
«En esos cuadros hay una especie de luz, una especie de oscuridad luminosa, una luz invisible que habla calladamente, y que dice la verdad, y entonces, cuando he entrado en esa mirada, o en esa manera de mirar, ya no soy yo quien mira, sino que hay algo que mira a través de mí, por decirlo así, y entonces siempre encuentro una manera de seguir con el cuadro que me está dando problemas, y lo mismo pasa con todos los cuadros pintados por otra gente que me gustan, es como si no fuera el pintor quien mira, sino que hay algo que mira a través del pintor, y ese algo se queda en el cuadro y habla calladamente a través de él, y puede ser un simple trazo lo que hace que el cuadro hable de esa manera, y no hay quien lo entienda, pienso».
Ese verbo en activo, la frase «y pienso», es una de los mantras que sirven de engarce para explorar las derivas mentales de Asle, como esta, en que la luz y el silencio, como en la mayoría de la obra, son las piedras angulares que sostienen sus reflexiones sobre la fe y el arte.
Con todo, es cada vez más extraño encontrar una novela que no sea solo un ejercicio de manejo de la técnica, una arquitectura narrativa prolija en que la trama y los personajes, la interrelación de los caracteres y la precisión en la descripción de los escenarios y la repetición de estructuras dramáticas sean los únicos sostenes de la obra. Y más extraño aún es hallar una novela en que la luz y el silencio, en vez que el bullicio del mundo y sus miles de estímulos y distracciones modernas, sean la columna vertebral de la experiencia humana.
Más allá que acá el protagonista se debata en reflexiones sobre la religión católica, el valor profundo de poner en primer plano este tipo de reflexiones apunta hacia un debate sobre la experiencia mística y la fe en un sentido más desnudo y liberado de doctrinas e historia contaminada por los propios humanos y las instituciones.
Fosse logra escribir una especie de tratado místico idiosincrático en forma de novela, de flujo de la conciencia, y así recobra uno de los temas centrales a la condición humana: el de nuestra naturaleza profunda y contemplativa, ese fondo que emerge cuando nos ausentamos de las demandas banales de la contingencia y la gravedad de la vida material, allí donde brota la gracia y la ambigüedad luminosa del no saber.
Ese no saber si hay algo más allá de la muerte y reflexionar sobre el alma y el espíritu en vez de simplemente acatar el encarnizado y poco imaginativo materialismo que ha dominado la cultura durante los últimos siglos.
La respiración de esta obra, su potencia transparente, su voluntad de contagiarnos un vacío luminoso y un trance que nos otorga solaz, son agua para los sedientos en este desierto moderno. Forma y fondo conjugados con esta maestría es lo que lleva a un libro a transformarse en un clásico.
Pocas veces el premio Nobel ayuda a expandir la órbita de lectores de un escritor que busca con tanta potencia descubrir las raíces y dinámicas de la conciencia humana hasta el punto de crear una forma y una prosodia que expande un poco el campo de nuestra percepción y el relieve de la experiencia humana, acaso rescatando algo que siempre ha estado, que nos es común a todos, esa luz y ese silencio que son nuestra verdadera madre.
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Alfonso Matus Santa Cruz (1995) es un poeta y escritor autodidacta, que después de egresar de la Scuola Italiana Vittorio Montiglio de Santiago incursionó en las carreras de sociología y de filosofía en la Universidad de Chile, para luego viajar por el cono sur desempeñando diversos oficios, entre los cuales destacan el de garzón, el de barista y el de brigadista forestal.
Actualmente reside en la ciudad Puerto Varas, y acaba de publicar su primer poemario, titulado Tallar silencios (Notebook Poiesis, 2021). Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Jon Fosse.