[Ensayo] «Sin aliento»: Nace el mito de Jean-Luc Godard

A dos años de la autoinfringida muerte sufrida por el icónico realizador francés, repasamos las claves culturales, políticas y audiovisuales que hicieron de este filme —pese a los vacíos dramáticos y evidentes absurdos de su argumento central—, uno de los largometrajes de ficción capitales en la historia de la industria cinematográfica del pasado siglo XX.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 5.10.2024

El retrato de Lisa Gherardini, esposa de Francesco del Giocondo, y más conocido como La Gioconda o Monna Lisa, es, seguramente, el cuadro más famoso del mundo. Adquirido por el rey Francisco I de Francia en el siglo XIX, la Gioconda (la «jocosa», la «alegre») quedó resguardado en el museo del Louvre en París.

Un 21 de agosto de 1911, Vincenzo Peruggia, exempleado del museo, llegó a las 7:00 de la mañana, vestido con su blusón blanco de trabajo para pasar como personal de mantenimiento, descolgó el cuadro y, ya en la escalera, separó la tabla del marco y se la llevó a Italia, escondida en una valija. ​ Al rato, el pintor Louis Béroud dio la alarma a la policía por la ausencia. Se cerró el museo por una semana mientras se seguía con la investigación.

​A poco de conocerse la historia, grandes cantidades de personas comenzaron a llegar al Louvre con el fin de ver el hueco que el robo había dejado en la pared. Cientos de personas se agolpaban para poder ver ese vacío, batiendo todos los récords de visitantes. El cuadro faltó por dos años y 111 días hasta que llegó la captura de Peruggia. Y la historia sigue y seguirá con muchos otros vericuetos pintorescos, pero lo que queremos destacar es que el comienzo de la fama de La Gioconda fue un hueco en la pared.

El retrato de esta mujer («de carne de molusco» diría años después Ortega y Gasset) no sea quizás el mejor cuadro de Leonardo. De hecho, «Santa Ana, la Virgen y el Niño» es para muchos muy superior artísticamente. Sin embargo, aquel robo sirvió para aumentar la mística alrededor de La Gioconda. Es que estamos asistiendo al momento en que se generó un mito, aquel momento en que la gente iba a ver una pared vacía.

Con todo, el cuadro tenía, desde ya, su importancia artística, pero aquel hueco comenzó a valer de algún modo más que el cuadro mismo. Y cuando el cuadro ocupó nuevamente su espacio, la pintura ya poseería sobre sí la fuerza mítica de una Gioconda como heroína de su propia ausencia, y las ausencias son invencibles: se puede robar una presencia pero no una ausencia: ella termina imponiéndose en el individuo y a veces —como en el caso que nos ocupa—, se impone también en toda una cultura.

Su robo la marcaría para siempre con una connotación extra. Aunque muchos de los que la ven se enteran por folletería o comentarios de que alguna vez había sido robada, la devoción del turista y de Occidente en general por esa figura ha crecido por el mito original del hueco en la pared que ya tenía vida propia, como pasa con toda historia que explica casi religiosamente un hecho casi inimaginable: que La Gioconda pueda ser algo «desaparecido», y tal ausencia potencial genera un camino cognitivo de deriva impredecible, por ejemplo, amplificar su presencia.

En otras palabras: en la complejidad de la mente de un hombre, entrelazada directa o indirectamente con miles y miles de otras complejidades humanas (folklóricas, culturales, etcétera), pueden tejerse historias de una incidencia coincidente con lo que solemos tomar como real y así empezamos a creer hasta en una escala de valores distorsionada por esa misma creencia.

Así, este fenómeno nos habla de la fragilidad del tejido cognitivo humano y tomaremos como ejemplo de ello, el mito que se tejió alrededor de una película y, por extensión, de su director: Sin aliento (A bout de soufflé) de Jean-Luc Godard (1930 – 2022), el «alma revolucionaria de la Nueva Ola francesa».

 

Un «cambio profundo» respecto de las líneas de poder

Yo había visto el filme en mi juventud y recordaba que no me había gustado. Ahora, al verla muchos años después, lo he confirmado: es una película, a mi ver, mal hecha. Pero el tejido mítico la había envuelto desde que vio la luz allá por 1960.

El filme de un autor «revolucionario» en un ambiente cultural «revolucionario» debía exponer alguna clase de «revolución», y de hecho, estamos a escasos quince años de haber terminado la Segunda Guerra Mundial, a poco más de un año de la revolución de Fidel Castro en Cuba y hundidos a medio camino en la Guerra Fría entre el capitalismo norteamericano y el pretencioso comunismo de su exaliado en la II GM, la Unión Soviética.

Tenemos mucha propaganda y un uso y abuso de la palabra «revolución» y su metástasis local francesa: la Nouvelle Vague, traducida en español como Nueva Ola, esto es, como un movimiento de «cambio profundo» restringido, por ahora, al ámbito del cine.

El problema con estos «cambios profundos» sociopolíticos (porque hay muchos tipos de «revoluciones») es que adolecen de un incontrovertible dilema lógico. En efecto: vemos líderes revolucionarios que «ven» la necesidad del cambio y que desde tal epifanía dedican su vida —con mayor o menor sinceridad— a fogonear ese cambio y que, para ello, apelan a la propaganda: escándalos, declaraciones, libros, revistas, etcétera, propios de aquella época, pero no entienden —ningún autoproclamado «revolucionario» quiere entenderlo— que es el contexto el que genera los cambios y no los revolucionarios.

Que tales cambios son permanentes y que ellos mismos y su «voluntad de cambio» son el resultado del cambio del contexto. Por eso no perdamos de vista el contexto: Francia vivía su mito particular de haber sido un «faro de luz» para el mundo.

Aún hoy, la Torre Eiffel reedita ese mito, encendiendo por las noches una luz «guía» para que el mundo de la cultura «no se extravíe» o que, por lo menos, no choque contra las rocas de lo rústico. El socialismo ruso, por su parte, había intentado, desde su rol de resistencia a las fuerzas del Eje en Francia, copar la política local y, aunque no lo logró plenamente, sí había captado la visión de un «cambio profundo» respecto de las líneas de poder en muchos jóvenes y adultos jóvenes.

Los adolescentes del «amor libre» y su proverbial oposición al status quo ante, respondían a las condiciones sociopolíticas vividas cuando habían sido niños en la segunda posguerra francesa de ruinas, miseria y mutilados.

Una posguerra de hambre, intemperie y escombros que desencadenarían los discursos «revolucionarios» que trataban de reducir a escombros los patrones culturales actuales para «reconvertirlos» en el pasado que habían forjado sus mentes en sus primeros años de vida y de consciencia.

Va de suyo que cualquier gesto que busque la descomposición social nace de un lenguaje de descomposición que, en algún lugar de sus mentes se había aprendido previamente: no se puede hablar un idioma que no se conoce. En alguna dimensión de nuestra mente cultural se hablaba el lenguaje que organiza las «revoluciones», de modo que en una «revolución sociopolítica» no hay novedad alguna.

Parafraseando a Voltaire en su Diccionario filosófico, si un hecho sociocultural se produce es porque se podía producir, de lo contrario no se hubiera producido, es decir: no hay revolución que signifique un cambio consciente de nada en algo diferente que acabe con lo anterior.

Tal plusvalía del tiempo es el caldo de cultivo de los mitos de ayeres puros, presentes revolucionarios y futuros de gloria. Cuando mucho, podemos decir que los «emergentes revolucionarios» enseñan que el proceso estaba en marcha, aunque no sepamos desde dónde y desde cuándo ese proceso se había iniciado.

 

El «laissez faire» como patrimonio de la juventud

¿Qué hay en Sin aliento? Una historia simple (de cuyo guion participaron François Truffaut —bosquejando la idea general—, Claude Chabrol como «consejero técnico» y el propio Godard): Michel (Jean-Paul Belmondo) es un delincuente de vuelo corto que roba un automóvil en Marsella, emprendiendo un viaje a París para cobrarse una deuda y volver a ver a su amiga estadounidense Patricia (Jean Seberg).

En el camino, perseguido por la policía de tráfico, mata a uno de los oficiales. Llega a París, pero no tiene dinero, por lo que recurre a varios amigos y amigas para pedir e, incluso, robarles. Pasa su tiempo con Patricia en una muy larga escena, intentando convencerla de volver a acostarse con él y que la acompañe a Roma.

Los dos van de un lugar a otro, mientras Michel trata de recuperar su dinero y se oculta de la policía. Patricia duda acerca de sus sentimientos hacia él. Cuando descubre que lo están buscando, empieza por ayudarle. Pero al final, para obligarse a alejarse de él, lo denuncia a la policía. Michel, cansado y enamorado, se niega a huir. Un oficial lo mata y listo: se terminó la película.

En efecto, las actuaciones en algunos tramos son más o menos verosímiles, pero en su mayor parte son pobres. Godard hizo que la actuación de Belmondo se acompañe con el reiterado gesto de pasarse el pulgar por los labios, imitando a Humphrey Bogart y que sobre el final, repite la Seberg.

También la actuación era reforzada con algunos movimientos artificiosos que le daban cierto toque teatral y de presencia gratuita en el devenir de la trama. Para conseguir más naturalidad, Godard les daba los diálogos e indicaciones un poco antes de cada escena. E incluso negaba información: cuando Patricia entra a su habitación, por ejemplo, se encuentra sin saberlo con Belmondo en esta, lo que la sorprende realmente.

En cuanto a la estética general del filme, Godard apeló, entre otros recursos, a la moda en todas sus facetas que comenzaba a generarse en Europa para imperar a lo largo de la década que se iniciaba. El poder del cero en la cifra 1960 connota un reinicio que eclosionaría en el Mayo Francés del 68 y puntualmente en París como faro cultural —lo repetimos— que concentraba la mirada sobre la faz intelectual de aquellos años.

La idea de «juventud» como valor casi superior a todo lo demás —nuevamente, el mito de lo temporal— se asoció —y el filme de Godard no escatimó este recurso— a la moda que surge a fuerza de contrabajos, guitarras eléctricas, saxofones, batería, y anteojos de sol en plena noche, no ya como meros entretenimientos sino como una metáfora de un cambio importante tanto en lo musical como en el contenido de las letras y, en el fondo, del pensamiento y el sentir de la nueva generación.

Moda, a su vez, que escalaría hasta la filosofía existencialista de Sartre o una conferencia de prensa a la que asiste Patricia, interpelando al periodista y escritor rumano, entre existencialista y espiritualista, Jean Parvulesco, a quien le preguntan sobre Rilke, la mujer moderna, ambiciones ocultas, erotismo y amor.

En este mismo sentido, Michell y Patricia se cuestionan valores abstractos como los relativos al dolor y la nada en Faulkner, el existencialismo, después de todo, no es más que destacar el valor del ser como un hueco en la pared donde antes hubo algo decadente que merecía ser eliminado. De hecho, a menudo los diálogos de ambos rozan el existencialismo en tanto que filosofía de moda de la época.

Por su parte, la juventud de la despreocupación está presente, por ejemplo, en el gesto ampuloso de una de las atléticas carreras de Michel: leer el diario, ver las noticias acerca de su persecución y rebajarlo al nivel de un trapo para limpiarse los zapatos: algo que implicaba metafóricamente, que las estructuras de poder —en este caso, el periodismo y la policía aunados en la noticia— debían ser demolidos —y pisoteados— porque, en el fondo, se trataba de una realidad reaccionaria que enfrentaba un tratamiento revolucionario que nos parece que Godard mismo sentía encarnar, realidad en la cual, también, se pretendía la libertad sin orden: un laissez faire como patrimonio de la juventud.

El cigarrillo sería otro protagonista permanente en el filme apoyado en la iconología de la época. Los permanentes y gruesos —vulgares— Gitanes de Belmondo están no sólo entre sus prominentes labios —quizás feos pero determinantes en su «máscara» actoral— sino que están también presentes en el humo que atraviesa insistentemente muchas tomas y que es como una marca de agua que debemos atravesar para ver lo que pasa por detrás.

Incluso, tras su carrera destartalada del final, cuando cae para morir, gira -sin que se le caigan sus modernos anteojos de sol-, suelta el cigarrillo y exhala —a modo de último aliento— una bocanada de humo.

Para algunos analistas y críticos, ese gesto era dramático. Para otros, esa búsqueda dramática del final terminó siendo un cierre ridículo para una escena de muerte no menos ridícula que se podía haber acabado piadosamente media cuadra antes con otro tiro por parte de la policía.

 

Un rodaje de iluminación natural que impactara a la industria

Centavos aparte, es cierto que Godard introdujo elementos fílmicos novedosos que servirían para el desarrollo de futuras líneas creativas cinematográficas en adelante.

Los movimientos de cámara en la cinta están a la base de la trama narrativa en Godard: un lenguaje poco convencional para la época, con un tropo metanarrativo que rompe con la sintaxis tradicional del montaje invisible: y serán esos «costurones» los que definirán la estética conflictiva del filme.

Aparecen en los paneos de acompañamiento, como cuando huye a campo traviesa tras matar al policía o en el montaje de cortes sucesivos y ásperos cuando Patricia dialoga con el periodista en el café, de camino a la conferencia de prensa.

La libertad de la filmación estaba en la espontaneidad, y esta se logró, en parte, con las escenas filmadas con una cámara Cameflex Compacta Standard CM3, francesa, de 1946. Podía manejarse con una sola persona y usando lentes gran angulares para un encuadre de mayor amplitud. Facilitaba el trabajo en exteriores e interiores y en los travelling.

Sus lentes de alta sensibilidad luminosa, mejoraban la calidad lumínica para prescindir de la iluminación artificial y lograr lo buscado entre Godard y Raoul Coutard, su director de fotografía: presentar un rodaje de iluminación natural que impactara al público y, en especial, a la industria.

Godard presenta numerosos planos generales para asegurarle la comprensión narrativa del contexto al espectador, clarificando de paso, la autenticidad de las diferentes locaciones. Se alternan primeros planos de los protagonistas, que expresan el aspecto psicológico de la trama. Pero la relevancia de ciertos planos incluidos dentro de la película nos la traen los planos secuencia y travelling de acompañamiento: algo nuevo para la época que «revolucionarían» el cine futuro.

Pero en cuanto a lo revolucionario, volvemos a Voltaire: si se hizo era porque se podía hacer y nada se «revoluciona», nada es milagroso. El verdadero cambio, en última instancia y como siempre sucede, está en el que da la pincelada novedosa al cuadro de lo real: no en el «aplastamiento» de lo real sino en su enriquecimiento. No en destruir lo existente sino en superarlo, creando realidades nuevas.

Se podrá considerar a Sin aliento un gran aporte al cine venidero, pero también es válido considerar al filme en sí, como deficiente en muchos aspectos. Así, cuando Belmondo le habla a la cámara-espectador o cuando tanto la Seberg como su impresentable amante, ya moribundo, hacen muecas, muestran —a nuestro entender— la principal debilidad del director.

Godard se deja ver buscando lograr ese toque maestro que lo haga pasar a la historia grande, pero que termina exhibiendo las miserias inevitables de toda creación, y sorprender al director de orquesta en calzoncillos antes de que salga al escenario, es, siempre, algo frustrante para el espectador que no cree en el gesto como representante válido de una «revolución».

Seguir la moda en la música, en las muecas o en la vestimenta no es más que apostar a los ropajes de un pensamiento autorreferencial: una revolución «en contra de» que le da identidad a aquello que pretende eliminar.

La ilusión de poder cambiar la realidad apelando a una ambiciosa eliminación de contenidos, y dejando en su lugar un enjambre de gestos auto validados en el marco de una determinada ideología, es como el hueco en la pared que hubo de dejar La Gioconda cuando se la robaron del Louvre.

Se trató, nada más, que de una sensación de necesidad y una necesidad de sensaciones en la oquedad que deja el cero en el cambio de década, y es de ese hueco lógico que nace —presumimos— el mito Godard, y todos los mitos en general.

Por último, consignamos que Sin aliento se encuentra disponible para su visionado en la plataforma de streaming MUBI, dentro del ciclo Godard por siempre, que ofrece el citado medio en el contexto de su programación de contenidos habitual.

 

 

 

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Tráiler:

 

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:

Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras.

Pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo, y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban.

La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno. La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía.

Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social.

La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma.

He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: Sin aliento (1960).