El penúltimo largometraje del realizador estadounidense Noah Baumbach —una de las mayores cámaras de la escena «indie» norteamericana, en plena madurez artística— se encuentra protagonizado por Adam Sandler, Ben Stiller y Dustin Hoffman, y está disponible en la plataforma Netflix.
Por Horacio Ramírez
Publicado el 14.7.2021
“El Amor, que al Sol mueve y las estrellas”.
Dante
Miles de millones de años brillando en la oscuridad del espacio con su cortejo de cuerpos celestes: planetas, asteroides, meteoroides, cometas, planetas enanos… Brillando y ardiendo voluptuosa y violentamente en su reino sin más fronteras que años luz de Soledad.
Y de pronto, aquella estrella comienza a sentir que está sintetizando hierro en su núcleo, que ya no genera tanto calor y demás energías como antes. Que su color le está virando hacia el rojo. Que su tamaño aumenta, que se está volviendo enorme.
Ve con espanto que aquella lucidez astral de otrora, su esplendor, su fuerza, su virilidad, están desapareciendo y que ella se está convirtiendo en un esperpéntico espectro que enrojece día tras día… cada día más opaco, cada día más frío.
Cae Mercurio en un silencioso cataclismo. La estrella sigue creciendo. Cae Venus. En la Tierra la vida ya es imposible: la atmósfera hace tiempo que se esfumó. El agua abandona el planeta y se convierte en microcristales de hielo superduro bajo el frío absoluto del espacio sideral.
Cae la Tierra en la roja pasta del plasma Solar. Y el monstruo gigantesco y rojo sigue tragándose planetas hasta la órbita de Saturno. Es un estorbo mortífero, que acaba y desorganiza su propio imperio, pero sin tener culpa alguna, porque estaba escrito en su naturaleza. El lento acercamiento a la muerte va cobrándose la vida de sus mundos.
Tras alcanzar su máximo tamaño, la estrella comienza a colapsar sobre sí misma aceleradamente, mientras los planetas y demás cuerpos más alejados, quedarán abandonados a las derivas del espacio y a las distorsiones y caprichos gravitatorios de otras estrellas.
Nuestro Sol, moribundo, se asombra ante el triste espectáculo de asistir a su propia muerte y, finalmente, hecha ya un frío montón de ceniza oscura, se irá dispersando alimentando a otras estrellas que nada sabrán de ella.
Estrellas flamantes que tendrán sus propios planetas y sus propios nidos espaciales de vida, y que algún día tendrán sus organismos autoconscientes que verán de nuevo el Universo, pero que nunca sabrán nada del antiquísimo esplendor de aquella otra estrella, la que cedió su materia y su energía para un milagro ya olvidado en un mundo que tuvo alguna vez la gloria fugaz de su breve tiempo y espacio.
Esta es una manera de interpretar lo que la ciencia estima le pasará a nuestra estrella Sol en un futuro lejano, más allá de los cinco mil millones de años. Y, donde sea que lo leamos, encontraremos metáforas biológicas para este inexorable proceso: para los astrónomos es normal referirse al nacimiento y muerte de las estrellas.
Y lo que suele atrapar nuestra atención al primer vistazo es el grande y poético parecido que podemos detectar no sólo con los seres vivos que nacen y mueren sino con todas las cosas que pueblan este Universo. Y si pasa con todo, ¿cómo no iba a pasar con los seres humanos y sus creaciones abstractas?
Sus imperios, sus civilizaciones, sus reinos, todos nacieron, se desarrollaron hasta cierta magnitud como una estrella en el cielo y murieron sin dejar más vestigios que idiomas olvidados, esculturas rotas y un montón de fragmentos de vasijas que se exhiben en algún museo. Y, naturalmente, lo mismo que a la más brillante estrella o al más poderoso imperio, le pasa a un simple individuo.
Tal dinámica vital es lo que aparece representada a nuestro ver en la película The Meyerowitz Stories (New and Selected), que se presentó en español, a través de Netflix, como Los Meyerowitz: la familia no se elige, del 2017, filmada en súper 16 mm y escrita y dirigida por Noah Baumbach, con las excelentes interpretaciones de Adam Sandler (Danny), Ben Stiller (Matthew), Dustin Hoffman (Harold), Grace Van Patten (Eliza), Elizabeth Marvel (Jean) y Emma Thompson (Maureen).
Historias gravitacionales
Nuestra historia natural de la muerte de las estrellas, relatada al comienzo, aplica en principio a la vida de Harold, un artista plástico que comenzó a transitar el camino del olvido, como artista y profesor universitario.
A lo largo del filme sus tres hijos, de dos de los cuatro matrimonios que tuvo, presentan los respectivos desacoples de sus propias vidas en la que Harold había sido el indiscutido centro gravitatorio del grupo familiar.
Todos girando alrededor de la vida del padre, aunque su particular visión de sí mismo le hace tomar su vida más como la trayectoria de una luciente estrella sobre un cielo social y moral en tono menor, antes que como una vida más entre otras y que ha hecho ciertas cosas.
Los personajes desarrollan un guión fluido en espacios reducidos, atiborrados de objetos, libros y láminas en los muros que obligan a los dialogantes, precisamente, a fluir como un curso de agua entre rocas.
Y es este efecto del diálogo urbano, que circula velozmente entre recriminaciones, preguntas, respuestas y retruques, lo que hace que en numerosas ocasiones, parezca que estamos ante escenas extraídas de alguno de las películas de ambientes neoyorkinos de Woody Allen, con una cámara siempre a la saga del devenir intelectual de los actores.
No obstante, el montaje, la división en historias —vinculadas inteligentemente entre sí— y la excelente actuación de todos los actores consiguen que disfrutemos de la vida de esta familia dejando rápidamente atrás tal parecido.
La estrella de Harold es tomada en la cinta en el momento en que comienza a agigantarse para estorbar al sistema planetario que supo girar a su alrededor, con cierta doliente fidelidad, en tiempos ya lejanos.
Y de esos tiempos, sólo van quedando las esculturas, las anécdotas que perdieron su sabor como fotos desteñidas y una lejana constelación de reproches y amores de familia.
Sabemos que nos movemos en un ambiente artístico. Sabemos que en esa atmósfera hubo dicha, calor, entusiasmo. Que hubo exposiciones, reconocimientos y felicitaciones. Que hubo encandilantes vestidos de gala y todo el glamour del intelectualismo neoyorquino… Pero el calor y la luz de aquella estrella se están apagando.
Harold, en las manos de Dustin Hoffman, es, ahora, un rígido muñequito que viene y va entre rabietas y caprichos de vieja “etoile”, de vieja estrella que, a partir de su distanciamiento emocional y disposición egocéntrica en todo, pone en situación de crisis recuerdos y experiencias personales de los hijos y de su esposa, Maureen… aunque ella ya puede salirse del poder atractivo de la veterana estrella y en vez de caer en su campo gravitatorio, viene de una viaje y se vuelve a otro, llevada por la alfombra mágica del alcohol.
Matthew —el hijo menor— es un hombre de negocios que parecería estar distante respecto del Sol agostado, y cuya misión en la vida pareciera resumirse en la voluntad de superar al padre. Mientras Danny y Jean —hijos del primer matrimonio— sufren lo que han sentido como un marco de desamor por parte del padre, a lo que se le sumó una cierta cuota de autoritarismo… algo propio de un astro joven que aplica su energía a los hijos como una estrella a sus obedientes por atrapados mundos.
Danny, un papá a la medida de un sorprendente Adam Sandler inaugura el primer episodio con su hija Eliza (Grace Van Patten), en plena lucha para estacionar su auto. Insultos, gritos, música, risas y lucha contra el duro caparazón de Nueva York.
Un corte abrupto en medio de un exabrupto nos lleva a Mathew, el hermano menor, emergiendo del polvo de una obra en construcción, tratando de domeñar al desubicado y joven millonario Randy (Adam Driver).
Matthew parece querer acabar con la estructura gravitacional del padre, pero a medida que su personaje evoluciona va entendiendo su necesidad de responder al llamado de la sangre, y específicamente al llamado del hermano mayor: la gravedad del sistema familiar.
Danny, con su vestimenta vulgar y sus pantalones cortos, sigue siendo ese planeta manso que se dejó arrastrar toda su vida por el pozo de miradas y gestos ambiguos de afecto y autoridad de Harold.
Jean, por su parte, es un personaje de menor trascendencia en la historia y que, en su fragilidad, tampoco pudo desprenderse del todo del ya menguado enjambre familiar.
En el mundo del arte
Resultan evidentes dos cosas en la trama: que tanto Danny como Jean y Matthew —a pesar de sus relativas independencias— van reconociendo su observancia como condición de existencia frente a la figura paterna y que —en un más que interesante logro de Baumbach— la figura patriarcal de Harold no es gratuitamente bastardeada sino que es tratado con respeto por el guión como un Harold total o parcialmente consciente de su declinación: la estrella reconoce su declive y el director logra imponerle los angustiosos gestos de zozobra que a duras penas si llegan a aparecer en su rostro inexpresivo.
Dustin Hoffman no despierta tanto humor como compasión. Casi como el Rain Man que le tocara interpretar en 1988, sus desplantes, equívocos y rabietas no hallan sitio en su cara.
Un chiste, un error, un gesto afectuoso son, sin embargo, un reconocimiento y los diferentes anzuelos que inconscientemente parten de Harold y que se prenden a la memoria y el afecto de los tres hijos como señales de un paradójico pedido de auxilio henchido de orgullo.
Sitios emblemáticos de la cultura neoyorkina, como lo son el Museo de Arte Moderno y el Museo Whitney, enmarcan el escenario de las viejas glorias de Harold. Asiste a la muestra de su viejo amigo L. S. Shapiro (Judd Hirsch —el padre del Dr. Malcolm en Jurassic Park de 1993—) junto a Danny, vestidos por insistencia del padre, de etiqueta cuando la reunión no lo era, en un evidente intento de brillar a pesar de todo.
Harold le murmulla a Danny, en secreto, una ácida crítica acerca de lo que él considera la decadencia creativa de su amigo y que, desde ya, parece no querer ver en sí mismo.
En un momento de la muestra es saludado por Sigourney Weaver, en su cameo de aporte al filme, y para Harold aquel breve saludo de compromiso de la actriz es como una medalla que tratará de exhibir en cuanto pueda para tratar de recrear vitalidad.
Al mismo tiempo, acompaña al conjunto familiar la presencia de un fantasma: una obra de Harold que había sido adquirida por el Museo Whitney.
Aunque todos consideran que la pieza —por pequeña y de mediano valor—, había terminado extraviada extraviada, Harold insiste en que está en el depósito del gigantesco edificio. Se trata de otra herramienta que el sostiene en alto para confirmar que aún persiste su presencia en el mundo del arte.
Liberación final
Se le propone realizar una muestra retrospectiva de su obra, hecho que lo revitaliza, lo entusiasma y moviliza, pero un accidente que había sufrido cayéndose por culpa de su perro, le pasa factura a su cerebro y lo deben internar y operar.
La presentación se lleva adelante con los hijos sincerándose ante todos en las palabras de inauguración: Matthew y Danny viven sus respectivas catarsis y donde una escultura —“Ala dorada”— sintetiza la naturaleza ambigua del vínculo padre e hijo. Tras la operación y tras ciertos inconvenientes, el miedo, el dolor y el amor afloran ahora descarnadamente en Danny, Matthew y Jean.
Al mismo tiempo, comienza la disputa entre Danny y Matthew acerca de la venta de la casa de Harold con todas sus obras. Matthew, por supuesto, quiere superar la instancia paterna y Danny quiere conservarlo todo como un remanente edípico, pero Jean y Matthew logran venderla.
Harold supera su operación y se recupera. La tormenta de su decadencia va dando paso a una suerte de resignación y los hijos alcanzan su liberación final a sus propios espacios aceptando, los cuatro, el poder inexorable del tiempo que está por encima de sus vidas.
En la breve escena final, su nieta Eliza y su novio son autorizados a revisar los vastos almacenes del Whitney para tratar de dar con la obra extraviada de su abuelo…
No diremos, por supuesto, si la encuentran o no, pero sí diremos que la película nos deja la enseñanza, la tierna moraleja de que, si bien los seres humanos seguimos todos el mismo camino de extinción que las estrellas, existe un elemento que no se sintetiza en sus ardientes cuerpos, sino en la superficie de algunos de sus mundos, y ese elemento es, naturalmente, el amor… amor que había dinamizado de modos diferentes, entre sonrisas compartidas y peleas, las vidas de los cuatro.
La superación de sus instancias infantiles no resueltas y hasta la posibilidad de una salida afectiva para Danny en su encuentro con una antigua amiga Loretta (Rebecca Miller) le ponen el sencillo broche de cierre a nuestra historia.
Una tragicomedia íntegra, redonda, dinámica, entretenida y que enseña que a pesar de las ruindades y mezquindades de las que los humanos no podemos liberarnos nunca del todo, contamos con ese lazo más espeso que el agua que es la sangre de la familia.
Es el amor que mueve al sol y a todas las estrellas, al decir del Dante, y que, gracias a esa cualidad tan divina y humana, sembramos en un jardín del más allá lo que parece ser el final inexorable de cada pequeña estrella que es cada Hombre.
***
Tráiler:
Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.
“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.
“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.
Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.
*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: The Meyerowitz Stories (New and Selected) (2017).