El filme del director estadounidense Gus Van Sant —protagonizado por Matthew McConaughey y Naomi Watts— es un hermoso filme, subvalorado al momento de su estreno (2016), y el cual aborda desde códigos de representación cinéticos, la problemática del misterio de la vida, en el contexto del deseo y de la autoimposición nihilista, de querer evadirla y abandonarla (a la existencia) por nuestros propios medios.
Por Jordi Mat Amorós i Navarro
Publicado el 21.11.2020
«La vida no tiene opuesto… Lo opuesto de la muerte es el renacimiento… La vida es eterna».
Eduard Tolke
Tabúes
El bosque Aokigahara japonés es el “mar de árboles” en el que transcurre la acción de este filme trascendental, un poético título —que visualizamos bellamente en la danza arbórea al viento a vista de pájaro— sustituido por el convencional y desacertado El bosque de los sueños en la versión española.
Aokigahara es un territorio enigmático fuertemente arraigado en la tradición local como “buen lugar para morir” y que en estos tiempos de información globalizada es visitado por desesperados de todo el mundo.
De la desesperación de tantos humanos que encuentran en el suicidio su única salida nos habla esta bella y valiente película. Pocas son las obras en torno a ese tabú social, de ahí su valentía y el realizador estadounidense lo hace en un bello retrato pausado e íntimo donde los sentimientos reprimidos afloran.
No obstante el filme fue vapuleado por gran parte de la crítica y del público entre otras cosas por su sentimentalismo (otro tabú social, triste ese extendido rechazo a los sentimientos y especialmente al amor).
Antes de proseguir debo advertir de los inevitables spoilers en el análisis que sigue.
De muerte a renacimiento
El norteamericano Arthur (Matthew McConauhgey, perfecto en un personaje nada fácil) que acaba de enterrar a la mujer de su vida se adentra en ese bosque de muerte, ha decidido suicidarse allí. Se mueve como un zombie, tras el trauma es más un autómata que un humano.
Gus Van Sant nos muestra cómo deja el coche aparcado con la llave en el contacto en el aeropuerto antes de volar al Japón, el coche como imagen de la vida que uno conduce en la búsqueda del propio camino, el coche que Arthur nunca más va a conducir como imagen de su voluntad de abandonar esa búsqueda, como imagen de su deseo de morir.
Al poco de adentrarse aparecen grandes rótulos con todo tipo de mensajes disuasorios como “Piensa en tus padres, en tu familia” o “Por favor, piénsalo de nuevo. Sólo tienes una vida, cuida de ella”. Mucho que decir de esos mensajes, de esos “piensa” a gentes desesperadas a las cuales les es muy difícil pensar más allá de su ensimismamiento.
Llama la atención que ante una realidad como la de ese bosque de suicidio donde van a morir más de cien personas cada año, las autoridades pretendan poner remedio con esos carteles, unas pocas cámaras y algunas vallas fáciles de saltar.
Servicios mínimos —maquillaje del “quedar bien”— para un gran problema social que es de todos. Porque el suicidio —tan escondido en noticias y estadísticas de todo los países del mundo— es fiel reflejo de que demasiadas cosas no funcionan en nuestras falsas sociedades del “bienestar”.
Entiendo que no es el acallar conciencias propias con el fácil “son ellos” los que se adentran a la muerte, “nosotros” ya se lo advertimos. Nada se soluciona desde esa abismal distancia, sólo es posible ayudar a través del “darse cuenta” del ser doliente gracias a la empatía del que lo escucha y lo abraza en su desesperación humana. Difícil ese atender individual para un Estado, pero sin duda muy mejorable ese despersonalizado e inútil advertir.
Así que —como tantos otros antes— Arthur sigue adelante con su último objetivo, no le disuaden los cadáveres que va encontrando de otros que como él han escogido ese lugar para morir. Y empieza a tomar las pastillas de su suicidio —las que recetaron a su mujer, las que le evocan su indeseada muerte—.
Pero decide interrumpir su ingesta al observar a otro hombre que deambula —tan abandonado como él— sumido en llanto desesperado. Aún en las puertas de la muerte, aflora en Arthur su corazón noble y acude en ayuda de ese desconocido.
A partir de ese salir de su ensimismamiento doliente se produce una transformación gradual en Arthur gracias a ese hombre —japonés— cuyo nombre es Takumi (Ken Watanabe). Él decidió no seguir viviendo —que no es lo mismo que el desear la muerte de Arthur, un sentimiento más poderoso— por la frustración de quien ha perdido el empleo y no puede mantener a su esposa e hija.
O el arquetipo anacrónico del hombre cuya función es salir al mundo para ganar el sustento de los suyos, un arquetipo que en algunas culturas —al parecer la japonesa— aún tiene su peso. Pero tras fracasar en su intento de suicidio, Takumi quiere regresar al hogar.
Así, lo que en un inicio es la ayuda de Arthur para que ese hombre lesionado encuentre la salida al bosque, acaba siendo la sabia ayuda de Takumi a su noble acompañante. En ese transitar buscando la salida física, el japonés desnuda su sentir y expresa sus creencias animistas.
Le escucha un Arthur que nada explica de sí mismo y que —como hombre de ciencia que es— sólo cree en lo que es demostrable científicamente.
Ayudando a caminar a Takumi en ese denso bosque de claroscuros espléndidamente fotografiados, Arthur se muestra más despierto pero con las fuerzas mermadas no puede evitar caer en distintas ocasiones.
Las caídas que —entiendo— simbolizan la progresiva caída del personaje científico y controlador que él adoptó hace demasiado tiempo, personaje que le alejó de Joan.
Mediante flashbacks vemos cómo era Joan (espléndida Naomi Watts) y cómo era su vida en común. Ella estaba disgustada con Arthur por una infidelidad no confesada y por su obsesiva dedicación a su trabajo científico mal remunerado. En gran parte por todo ello Joan se refugiaba en la bebida, su punto débil. Discutían, pero él seguía cuidándola con el mismo amor de siempre.
Todo cambia tras el diagnóstico del tumor cerebral de Joan, tumor que requiere intervención quirúrgica. El dolor y el miedo a la muerte los acerca, vuelven a ser una pareja unida pero a los dos les sigue costando desnudar sus almas y abrazarse en el perdón.
Arthur queda impactado —y los espectadores— por su repentina muerte, estaban conversando y en un juego de preguntas él no supo identificar cuál era el color favorito de la mujer de su vida.
Así lo explica a Takumi en la bella escena junto a un reparador fuego en plena noche de ese poderoso bosque. Por fin deshace su protectora armadura con sentidas lágrimas y desnuda su alma.
Cuenta que acudió allí no a causa de la pérdida, ni por el luto, él vino por la culpa. Y roto, confiesa su error al tratar a su esposa de la forma como la trató, e igualmente en sentido inverso: “ahora ninguno de nosotros va a tener la oportunidad de decir: lo siento”.
La incapacidad para pedir perdón y perdonar que convierte los —a menudo inevitables— errores de uno en pesadas piedras de dolor que cargamos a nuestras espaldas (la culpa) o lanzamos a los que se nos acercan (el resentimiento, la intolerancia).
Takumi le ofrece esperanza desde su sentir animista. El hombre cree que Joan está escuchando ahora en ese bosque de almas en tránsito: “Es en nuestros momentos más oscuros que nuestros seres queridos están más cerca, incluso aquellos que han fallecido”, Arthur dice no entenderlo así, “se ha ido” solloza y a continuación arroja el tarro de pastillas al fuego en un acto de afirmación de vida “a pesar de” el gran vacío que le ha dejado la muerte de Joan.
Con fuerzas renovadas —renacido— Arthur asume salir de ese bosque de almas —salir de su bosque anímico— prometiendo a su compañero —demasiado debilitado— que volverá con ayuda. Así lo hace tras lograr su objetivo una vez recuperado físicamente y a la vista de que extrañamente nadie ha sido capaz de encontrarlo.
Se adentra de nuevo en ese bosque y —como han hecho otros antes— ata un hilo que le sirva de ayuda para regresar. El lugar está lleno de cintas y cuerdas de distintos colores que —cual hilo de Ariadna en el laberinto mítico— han dejado los que no estaban plenamente convencidos de poder o querer matarse.
Arthur da con el lugar donde dejó a Takumi cubierto por la gabardina que le regalara Joan (las dos personas a las que ha arropado en su vida) y descubre que bajo la prenda se halla una bella orquídea…
Más allá de la ciencia
La orquídea que crece casi sin tierra como la que encontraran los dos amigos en su búsqueda de la salida a ese bosque de desesperación. Takumi entendía que Aokigahara es una especie de purgatorio de almas en el que la orquídea simboliza que una de ellas ha cruzado ese lugar de tránsito y por extensión —añado— este extraño mundo nuestro cuya comprensión nos es tan difícil.
Palabras que Arthur antes refutaba y que ahora van calando en su sentir. De ahí que con respeto se lleve esa planta a su hogar americano. Se lleva la planta que le vincula a su amigo y se lleva también un simbólico libro que Joan encargó y que nunca pudo leer.
Un libro oculto en el sobre que llegó tras su muerte, el sobre que Arthur llevó consigo y abandonó en su travesía por el bosque, el sobre que encuentra en esa nueva visita como renacido, el sobre que por fin abre —ahora sí plenamente despierto— descubriendo que contiene el mítico cuento Hansel y Gretel.
El cuento del que “casualmente” hablaron los dos desesperados en aquella bella noche de amistad, el cuento que es la historia de dos niños abandonados en un bosque, de dos niños desamparados y perdidos como en el fondo son ellos y es Joan —y en mayor o menor medida somos todos—. En definitiva, el cuento —sea cual sea este— que nos vincula a la niña o el niño que siempre anida en nosotros y que desafortunadamente a menudo no atendemos.
La pasión de Joan —desconocida por Arthur hasta el día de su funeral— por los libros de cuentos. Nada sabía el Arthur de antes sobre esa preferencia de su chica, ni sabía cuál era su estación del año favorita o su color predilecto… Todos esos detalles los conoce —a su pesar— cuando ella ya no está.
O, ¿está de otra manera? Ese es el planteamiento de la obra al mostrarnos al final del filme y el modo en que Arthur averigua gracias a un alumno el significado de dos palabras japonesas, los supuestos nombres de las mujeres —esposa e hija— de su amigo Takumi. La traducción de uno es Invierno y la del otro es Amarillo.
Demasiadas casualidades, el libro de Joan que muestra la realidad que vivenciaron después ellos dos, los nombres de esas mujeres que Takumi menciona y que son un color y una estación. Precisamente un color y una estación, las preferencias de su chica que él creía que nunca podría averiguar.
Todo ello como un sugerir, un sentir, un percibir misterioso y poético que apunta hacia una mirada distinta de la vida, una mirada que ve en donde otros eligen —consciente o inconscientemente— no ver, una mirada que se da cuenta de las múltiples conexiones existentes que no alcanzamos a comprender. Conexiones y explicaciones que —entiendo— están más allá de lo científico.
El Arthur de antes respondía como tal a la pregunta que le hiciera Takumi sobre la existencia de Dios, una a mi entender engreída sentencia “hay respuestas para todo en la ciencia” y añadía que Dios “es más nuestra creación, más que nosotros la de él”.
El Arthur renacido sonríe al saber el significado de esos nombres y vive con mayor confianza. Él creía que Joan se había ido para siempre pero ahora entiende que no es así, la siente y la ve en todo. Bello.
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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Tráiler:
Imagen destacada: The Sea of Trees (2015).