Cristián Brito Villalobos añade a su obra una intensa cercanía a los precipicios que miran dentro de nosotros —después de verlos a la cara— y que nos interpelan sobre cómo nos planteamos con el deceso de los otros y con la sobrevida de las metáforas que fragilizan nuestra visión de mundo.
Por Nicolás López-Pérez
Publicado el 2.8.2021
Desde el poema de Gilgamesh, la muerte es uno de los primeros tópicos de la poesía escrita y, me temo, será también el último. Con el duelo por el fallecimiento de Enkidu, se inaugura un nuevo ciclo en la historia de la ausencia, quizás uno de los hilos en que la humanidad iba moviéndose al establecer los márgenes de la memoria, la filiación y el amor.
Cristián Brito Villalobos (Antofagasta, 1977) se inscribe en ese diálogo entre haber sido, estar siendo y dejar de ser, con un sensible y sentido racimo de poemas que le dicen a la muerte, tu reino no es de este ni de otro mundo.
Desde la epístola de San Pablo a los Romanos (en especial, 6:9) a los pastizales y matorrales galeses donde Dylan Thomas popularizó la voz “Y la muerte no tendrá dominio (o señorío)”, Todo es sobre la muerte brilla y se abre paso desmembrando esa marca indeleble de la finitud humana, de ese memento mori que toca a la puerta de a quienes se ama y cuya partida inminente asoma en el horizonte mental.
No hay como un pensamiento de la muerte ajena. Te quiebra en mil pedazos, te lleva en una nave —a toda velocidad— a un lugar donde fuiste feliz con quien muere en la imaginación. El poema, con sus medios, modula la materia prima de la tragedia, en un canto de amor.
Al comienzo, dos breves textos que concentran la energía del poemario de Brito Villalobos. Por una parte, la vida como parte de la muerte, en la idea de la poeta Soledad Fariña. Por otra, no se está solo, ¿dónde, Yanko González? ¿En el poema? ¿En la vida?
Recuerdo un adagio del estratega romano Flavio Vegecio Renato en su Compendio de técnica militar: “Igitur qui desiderat pacem, praeparet bellum”. En español: el que desee la paz, que prepare la guerra. Y lo interesante es que bellum tiene tanta cercanía con “bello”, pero también con “bélico” que es donde suele la traducción pertenecer.
Las angustias en materia sentimental
¿Cuán equivalente puede ser un “arte de la guerra” a un “arte de lo bello”? Susan Sontag en su ensayo Illness and its Metaphors (1978) nos habla de los tropos marciales que la oncología intercambió con la política. Por ejemplo, cuando se dice “la batalla contra el cáncer”, “no te curas, lo combates hasta exterminarlo o te extermine”.
Las metáforas, en general, se pueden observar en distintas dimensiones. Me interesa, en esta oportunidad, pensar en qué le hacen esas palabras al lenguaje y a nuestras maneras de hablar. Una dimensión —digamos— anatomopoética.
La extensión del lenguaje militar al lenguaje común implica asumir ciertas actitudes frente a la visión de mundo. Lo que nos puede llevar a polarizar la lengua, el cáncer se asume como lo antagónico y lo que es preciso destruir. Lo bueno y lo malo se ven trastocados dependiendo la naturaleza del tumor (benigno o maligno).
Conocida es la expresión de Gustavo Leigh respecto de la misión de la Junta Militar: “extirpar el cáncer marxista”. Alimentar el término con los tropos bélicos, le entrega un peso adicional y confunde nuestra comprensión de la enfermedad y la vida con esta última.
Es más, quiero traer una cita de ese libro de Sontag: “Nuestros modos de ver el cáncer, y las metáforas que le hemos impuesto, denotan tan precisamente las vastas deficiencias de nuestra cultura, la falta de profundidad de nuestro modo de encarar la muerte, nuestras angustias en materia sentimental”.
Por otra parte, más allá de un nivel simbólico o inconsciente, la forma en cómo el lenguaje participa en la vida propia. De la resiliencia a la lucha, o leitmotivs que pueden manifestarse en distintas superficies. Una de ellas está en provecho de lo que los lingüistas rusos llamaron “la función poética” del lenguaje.
Brito Villalobos zurce una página de la poesía chilena con la tensión de los tropos que suelen alimentar nuestra comprensión de una vida con el cáncer a flor de tejido. Los poemas sugieren esa experiencia límite del testigo que está en frente del horror inenarrable, esto es, la muerte misma.
La muerte, con todo, está muy lejos de la palabra muerte. Y el nombrar involucra un horizonte donde la vida sigue siendo posible. El poeta nos dice: “Convivir / en armonía con la muerte” (p. 17). Y en adelante, inaugura una serie de espacios epigramáticos, que se abren, se cierran, estallan. El uso de recursos inteligentes para redondear los versos se entrelaza con una educación espiritual que ocurre en el pensamiento poético.
Cómo la poesía participa del lenguaje de uno. Es probable que mediante la visión de mundo en reconfiguración. Así también, a partir de la forma en que la experiencia de ser parte del mundo se desenvuelve: “Llegamos y nos vamos / como el sol” (p. 20).
La expresión de la poesía en Todo es sobre la muerte se funde con un lenguaje que implota en todos los tiempos; y recurre a la sintaxis y, en algunos puntos, a la referencialidad que produce una imagen que habla.
En los pasillos de esta escritura, a ratos parecida a una bitácora de quien es merodeado por la muerte, las palabras que van, que vienen, suturan las hendiduras de una especie cuya distancia entre los afectos y las ideas es problemática. La vivencia compartida es nuestro modo de acceder al lenguaje.
Ahora bien, el cuerpo es el mediador. El cuerpo como el trozo de carne (viviente) y como la suma de experiencias (vivido). El poeta escribe: “Quieta la noche / pienso en ese cuerpo” (p. 23); “tu cuerpo tranquilo / descansa” (p. 51).
Después de exhibirnos las grietas por donde ingresa la luz, el tacto y la vista, la imagen del cuerpo es la representación de esa presencia o ausencia del dolor que serpentea en el tiempo posterior de una pérdida o en la órbita de lo irrecuperable.
El poema como resistencia y porvenir
Brito Villalobos nos presenta un registro vital e indeleble: “Todo es sobre el amor” (p. 81). Aunque somos principiantes en eso, en la vida y en la muerte, el lenguaje nos da la posibilidad de regresar a ese lugar conocido o de peregrinar a un paraje desconocido. Y en el recorrido, la soledad no tiene dominio: “Levanta una piedra / yo estaré ahí” (p. 54). Tal vez la piedra del risco a la que aferrarse para no caer al abismo. Incondicional: si se muere o no.
La belleza de esa imagen en ese pasaje del libro de Isaías que el poeta cita en el interior, en materia: “Destruirá a la muerte para siempre; y enjuagará Jehová el Señor toda lágrima de todos los rostros…” (25:8). Que la muerte no tenga dominio. El poema aquí es resistencia y porvenir.
El poeta, desde otro ángulo: “el asesino, el hombre / que buscó / el significado y su existencia” (p. 29). La muerte aparece de golpe para hacerse del sujeto poético que desafía las posibilidades tropológicas de la palabra muerte y, de sobrevenir, a ese incierto tramo entre no ser y dejar de ser.
El poeta también es un árbol. Por sus pulsiones, el ciclo de la vida. Las palabras provienen del centro de la tierra, donde las raíces se vuelven una con su matriz; fluyen como savia por las ramas que crecen y crecen; florecen y con su verdor se sientan a esperar marchitarse, cambiar de color y tener una lenta caída hasta deshacerse con la vida que transcurre.
La metáfora de los poemas como parte de las ramas (p. 69) y el tránsito como un acompañamiento amoroso, buscando los intersticios del sufrimiento por donde embriagarse con un trago de felicidad por al menos un minuto.
“Todo ya pasó. Y sigue / pasando” (p. 95) nos sugiere un tránsito que no acaba, un camino de rosas espinosas que enrostran el memento mori del ser amado, un instante en que se pide a cualquier cosa o a Dios el fin del dolor ajeno.
La vulnerabilidad es una de las características de los pedacitos de imágenes que son proyectados en el mundo multimedia de la Internet y en los medios de comunicación. La velocidad de los datos también produce más angustia al ver cercano el sufrimiento o el dolor.
El dolor propio se escoge, parafraseando la cita (p. 103) de Layne Staley, en “River of Deceit” (Mad Season, Above, 1995). Y también ese dolor nos construye y resulta insoslayable. Quizás estos versos se agudizan hoy: “Cuando cargué tu ataúd / supe que toda mi vida / cargaría con la muerte a cuestas” (p. 99).
Todo es sobre la muerte tiene un par de imágenes oníricas que desvelan ese cuerpo vivido que está en plegaria y súplica de más vida. “El girasol se detiene / aspiro profundamente lo último del cigarro / rezo una vez más / la tomo de la mano / todo estará bien / y sé que solo soy esto / un hombre aterrado / que escribe poemas” (p. 85).
La poesía se torna en un ejercicio de concentración para exprimir la ternura de un tacto que no se sabe si volverá. El último como el primero. Hay un cáncer en el cuerpo —que no se explica ni su causa ni su manifestación— para que se escriba ese cuerpo. De alguna manera. La muerte existe. Sin embargo, el poema resiste en este mundo donde todo ya parece muerto.
Una elegante aproximación a los abismos
Brito Villalobos escribe desde la vereda de quien acompaña, piensa, siente, ama y teme. Pienso en una escritura que es la otra mitad, el canto de vida y cáncer de la poeta peruana Teresa Orbegoso en Abre el miedo (2019).
Y en el delirio de urgencia que carcome la vida de Gonzalo Millán en Veneno de escorpión azul (2007). Todo es sobre la muerte se relaciona con esas poéticas contraoncológicas, al dejar que el poeta prepare sus exequias.
Lo que escribió el poeta Héctor Hernández Montecinos refulge detrás del sepulcro vacío: “todo poeta es póstumo”. Cristián emerge, junto a Marcela, en un friso barroco donde el amor resplandece entre las heridas y cicatrices. La vida es inevitable y hermosa. Una vez más.
Y la poesía zarpa a una zona vertiginosa entre las metáforas marciales y la lucha por la propia vida. El destino es una escena parecida a la que César Vallejo boceta en el poema “Masa”. Un cadáver que al abrazar a un hombre deja de morir y resucita. El viaje es el triunfo sobre la muerte.
Cristián Brito Villalobos añade a su obra, una elegante e intensa aproximación a los abismos que miran dentro de nosotros —después de verlos a la cara— y que nos interpelan sobre cómo estamos viviendo con la muerte de los otros y con la sobrevida de las metáforas que fragilizan nuestra visión de mundo.
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Nicolás López–Pérez (Rancagua, 1990). Poeta, abogado & traductor. Sus últimas publicaciones son Tipos de triángulos (Argentina, 2020), De la naturaleza afectiva de la forma (Chile/Argentina, 2020) & Metaliteratura & Co. (Argentina, 2021). Coordina el laboratorio de publicaciones Astronómica. Escribe & colecciona escombros de ocasión en el blog La costura del propio códex.
Imagen destacada: Cristián Brito Villalobos.