El mapuche se hermana inseparablemente con el chileno que ha sido sistemáticamente excluido y condenado a vivir languideciendo en los pasillos de la miseria: esa experiencia común, hay que “agradecérsela” a quienes controlan el poder y la mayor parte de las decisiones.
Por Diego Ancalao Gavilán
Publicado el 3.3.2021
Los desafíos del próximo tiempo, las metas señaladas, se ven difíciles, por un hecho indiscutible, y es que hay un desajuste brutal entre las visiones y acciones del sistema político, y la realidad cotidiana del chileno y los indígenas.
Pero no se trata simplemente de esto, sino también de la distancia que hay entre los ideales que profesan quienes conducen Chile y la realidad que contemplamos cada día, siendo lo más complejo ese espacio casi inabarcable entre los grandes desafíos a los que nos enfrentamos y la pequeñez de quienes hoy administran el poder y la democracia.
«Llega un tiempo en que el silencio es traición», decía Martin Luther King, y ese tiempo ha llegado para nosotros. Estamos llamados a hablar en nombre de los débiles, de los segregados y condenados a la pobreza, de los sin voz, de las víctimas de la política y para los que el epicentro del poder llama “enemigos”. En ese segmento estamos los mapuche en particular y los indígenas en general.
Más allá del origen étnico, condición social o credo, la vocación política que me inspira, también me mueve a buscar la fraternidad no solo entre hermanos, sino también con aquellos con los que, aun sin comprendernos o valorarnos, en definitiva convivimos en una casa común.
Como ya lo he expresado claramente, creo que el mapuche se hermana inseparablemente con el chileno que ha sido sistemáticamente excluido y condenado a vivir languideciéndose en los pasillos de la miseria. Esa experiencia común, hay que “agradecérsela” a quienes controlan el poder y la mayor parte de las decisiones.
Estoy profundamente concentrado en identificar aquellos puntos que nos unen y no los que nos dividen. He llegado al convencimiento que aquellos elementos que compartimos, son los esenciales y lo demás es definitivamente marginal o accidental.
Me esfuerzo en buscar y alcanzar una unión más perfecta de todos aquellos que, de una u otra forma, conocen y experimentan la dolorosa vivencia de la discriminación y el desprecio, pues sé que ese es el único camino posible para salir del gueto esclavizante en que nos han puesto.
Liberarse de las cadenas, es otra experiencia humana profundamente revolucionaria. Para que ese acto de liberación se pueda concretar, lo primero y más básico, es que el encadenado, deje de creer que nació en esa condición y descubra que es posible recuperar la libre disposición de sí mismo.
Cuando esa conciencia se transforma en voluntad de cambio, nada ni nadie puede detener esa liberación, que resulta ser tanto material como espiritual.
Unión política y social del pueblo excluido
Pienso en este instante, en el injusto y gratuito sufrimiento de un niño indefenso y marginado, que en la búsqueda de refugio y protección, no pregunta por la raza, la religión o el pensamiento político de quien puede ayudarle.
Esto, una vez más, no lo digo desde una especulación teórica, sino desde la experiencia misma de haber vivido al “amparo” de un establecimiento del Sename. Mi lucha emana desde el convencimiento más completo, que esto no nos puede seguir ocurriendo, como si fuera un destino inexorable. Escribo este ensayo con cada uno de esos niños y niñas en mi pensamiento y en mi corazón.
En Chile ya no es una utopía pensar en esta unión política y social del pueblo excluido. En efecto, el chileno se ha dado cuenta de que quienes protagonizan la represión al mundo indígena, son los mismos que hoy reprimen y golpean a profesores, profesoras y estudiantes, cuando reivindican sus derechos.
También son los mismos que derechamente ignoran a los adultos mayores cuando marchan por pensiones dignas y una mejor previsión. Son los mismos que atacan a los trabajadores cuando buscan mejoras salariales. O los mismos que menosprecian las demandas de los pescadores, cuando luchan por cuotas de pesca justas.
Las cosas comienzan decididamente a cambiar. El segundo reporte del Centro de Estudios Interculturales e Indígenas de la Universidad Católica, sobre relaciones entre pueblos originarios y el resto de la población, entregó resultados muy importantes y reveladores.
Esto principalmente porque en dos años las personas que se consideran mapuches aumentaron de un 12% a un 23% y la adhesión de no mapuches a la causa indígena, creció en seis puntos porcentuales, pasando del 33% al 39%.
Como sabemos, el modelo que impera, busca reproducirse a sí mismo y perpetuarse. El modo de hacer esto, es recurrir al sistema de instrucción escolar (para distinguirlo de la verdadera educación), que ha tendido a conformar una sociedad apática, individualista y consumista, con el aditivo de lo que podríamos llamar un “analfabetismo ético”, caracterizado por su carácter discriminatorio.
A pesar de todo ello, la verdad termina siempre imponiéndose (aunque muchas veces, tarde). En efecto, hoy gran parte de la sociedad mayoritaria ha tomado conciencia de la violencia de Estado hacía el pueblo mapuche, y de su intento de aniquilación. De ello deriva una solidaridad que se manifiesta cada vez con mayor fuerza.
Pero también tengo la convicción de que hay algo más. Esta situación que especialmente el pueblo mapuche ha vivido es, al mismo tiempo, la experiencia cotidiana de todos los excluidos de Chile.
En efecto, ¿qué diferencia hay entre el maltrato sufrido por un mapuche solo por el hecho de llevar un apellido indígena y la permanente humillación de cualquier chileno que está matriculado en esa nómina siniestra del “DICOM”?
¿Y qué hay con esos cientos de miles de chilenos que, luego de haber trabajado toda su vida y haber hecho una contribución al desarrollo del país, reciben como recompensa una pensión indigna, incapaz de solventar hasta las más básicas necesidades?
Los ejemplos que muestran esa similitud entre los pueblos indígenas y los pobres y excluidos del desarrollo, son demasiados. Tal vez la única diferencia es que los mapuche, como pueblo, nunca hemos dejado de luchar y jamás nos hemos entregado a la resignación de creer que las cosas no pueden cambiar.
Es muy importante a considerar que el chileno está reconociendo la consistencia del pensamiento y estilo de vida indígena. Quien primero defiende el medio ambiente, quien antes que otros se oponen a las centrales hidroeléctricas, quien defiende las cuotas marinas o quien ha dado la vida por defender la madre tierra, es el pueblo mapuche.
Una sociedad para el “buen vivir” de la mayoría
El medio ambiente hoy está en grave peligro no solamente por el calentamiento global, sino también por el modelo extractivista que en poco más de un siglo ha destruido todo el ecosistema que por miles de años han cuidado los pueblos indígenas. Una parte importante de la sociedad chilena está observando que nuestra defensa también ayuda a que Chile pueda tener un mejor futuro para las próximas generaciones.
Nuestro lenguaje de recuperar derechos y alcanzar una sociedad para el “buen vivir” de la mayoría y no para el “buen funcionamiento” del mercado, expresado en constantes movilizaciones, es el mismo de los sectores oprimidos, de los sectores no escuchados y de los sectores agredidos.
La convocatoria para un compañerismo entre chilenos y mapuche que eleva la preocupación de vecindad más allá de la tribu, raza, clase y nación, es en realidad un llamado para un alcance global de todas las personas. Este concepto se ha convertido en una necesidad absoluta para la supervivencia del conjunto de los seres humanos.
Qué duda cabe, el cambio climático, la privatización del agua, la sequía, la pérdida irreparable de la biodiversidad o la sobre explotación de los recursos naturales, no son producto del azar o de la casualidad, sino expresiones evidentes de la irresponsabilidad humana y, en muchos casos, de una ambición sin límites. Esto, nos determina y obliga, al largo camino de la lucha política para tomar decisiones por nosotros mismos.
Este camino está acompañado indiscutiblemente de todos los medios de lucha que se enmarquen en la defensa irrestricta de la paz, la buena democracia y el bien común, y que pueden incluir la protesta, la concertación de voluntades, la oposición frontal a decisiones injustas, la no-violencia activa, el convencimiento, los acuerdos y la misión de trabajar por la salud de nuestra madre Tierra.
¿Qué nos está pasando? ¿Por qué hemos olvidado ese compañerismo humano que nos hace cuidar lo que nos da vida? Hay gente que vive como si no tuviera madre, me refiero a la madre tierra (Ñuke mapuche). Jamás los mapuche asesinaríamos a nuestra madre, más bien nos hemos dedicado a respetarla y protegerla, por miles de años.
En cambio, el mundo occidental, se ha obsesionado en aniquilar sistemática y deliberadamente las fuentes de la vida. Hay que recordar que la tierra, es muchísimo más que suelo agrícola; para nosotros es un todo, aire, agua, pu ñen (espíritus), dentro de los cuales se encuentra el Che, el humano.
Este humano, es parte del todo y siempre será un encargado esporádico de bienes que son universales y puestos al servicio de las generaciones pasadas, presentes y futuras. El humano nunca debe entenderse a sí mismo como dueño absoluto del espacio natural y mucho menos de otros seres humanos. Como se aprecia, el muy reciente concepto de sustentabilidad, tiene raíces muy antiguas, que se instalan en las primaras naciones indígenas y su sabiduría ancestral.
¿No resulta obvio que es necesario recuperar este vínculo con la tierra? ¿No será que estos pueblos, que una cierta oligarquía de Chile ha buscado asimilar y hacer desaparecer con la ilusión de conformar una sola nación, en realidad tienen las claves para la regeneración y cuidado de un modo de habitar el mundo, que asegure nuestra sobrevivencia?
Solo nos dieron un mundo y lo estamos destruyendo, debemos despertar, y reconocer que este mundo, por ahora, es todo lo que tenemos.
Como le ocurre a cualquier indígena que reconoce sus raíces, siento el peso en mis hombros de una tarea cada vez más compleja, mientras me hago más viejo. Veo que hay gente que no se conmueve por el dolor de la Tierra y se pone más fría.
Parece haber una mayoría solo preocupada de acumular dinero, cosas, artefactos y un bienestar egoísta, que muchas veces se agota en los límites de lo que estiman es “su propiedad”.
Esa mirada autorreferida y cerrada a la idea de la comunidad humana, nos separa e impide que encontremos puntos de convergencia. La gravedad de esto, es que la unidad es el único camino a evitar la destrucción de la humanidad y el medio ambiente.
El estatus de colateralidad
Sin la intención de no reconocer los logros de la democracia chilena, resulta evidente que quienes nos han gobernado, nos han arrebatado el medio ambiente a nosotros y las próximas generaciones.
Y junto con políticas que han ayudado a mucha gente a salir de la pobreza extrema, también han enviado a mucha otra a la peor de las precariedades, que es la incerteza del futuro. Hoy mucha gente envejece en la miseria, ya sin fuerzas para luchar contra un sistema indolente y depredador.
Nuestro actual modelo de “desarrollo”, crea un crecimiento para los ricos, a costa de la destrucción del planeta y una gran masa condenada a la subsistencia. Algunos un tanto más sofisticados —que no son pocos—, seguramente se dan cuenta que guardar silencio es acomodarse del lado de los ricos y seguro que, mientras escribo, otros no perciben que son cómplices de crear un infierno para los pobres.
La verdadera solidaridad es más que arrojar una moneda a un mendigo o hacer una donación a una obra de beneficencia. Como bien lo decía el Padre Alberto Hurtado, “la caridad comienza donde termina la justicia”.
Una sociedad justa es solidaria, por antonomasia. Entonces, no se trata de arrojar monedas mediante el asistencialismo a los pobres, se trata de ver que un sistema reproductor de mendigos, necesita una reestructuración oportuna y urgente.
Estoy convencido de que se acerca una verdadera revolución de valores y un cambio civilizatorio de grandes magnitudes. Ese nuevo escenario se encargará de diseñar una ética mundial acorde a la dimensión de los problemas que enfrentamos, entre ellos, ese enorme contraste de la pobreza y la riqueza en Chile y el mundo.
De hecho, podemos decir que hay un Chile que vive en la opulencia: se trata del 10% de la población que concentra todo lo que el país produce, con ingresos promedio de más de 60 mil dólares per cápita, lo que es superior, por ejemplo, al promedio de Estados Unidos y Singapur.
Por otro lado hay un Chile postergado que vive en la indigencia y en la pobreza; las cifras así lo demuestran: el 60% de la población subsiste con ingresos equivalentes a países como Angola y el Congo.
Y el ingreso per cápita del 1% más rico es 40 veces mayor que el ingreso per cápita del 81% de la población, según un estudio de la Universidad de Chile.
El problema, es que estos dos mundos conviven en un mismo espacio territorial, muy cerca el uno del otro. Como lo señalaba el gran pensador polaco Zygmunt Bauman:
“Estoy seguro de que el compuesto explosivo que forman la desigualdad social en aumento y el creciente sufrimiento humano relegado al status de ‘colateralidad’ (puesto que la marginalidad, la externalidad y la cualidad descartable no se han introducido como parte legítima de la agenda política) tiene todas las calificaciones para ser el más desastroso entre los incontables problemas potenciales que la humanidad puede verse obligada a enfrentar, contener y resolver durante el siglo en curso” [1].
Chile no puede seguir como está, pues las groseras diferencias en su interior, estallarán en conflictos inevitables. Esto lo digo, no porque me interese promover un conflicto generalizado, sino porque la tolerancia y la paciencia de la gente tiene límites que es necesario tener en cuenta.
Nuestra opción siempre será el diálogo, la búsqueda de entendimiento y el logro de acuerdos, pero comprendemos que la indignación no es un capricho, sino el resultado de reiterados abusos y maltratos, que son actos de violencia amparados por un sistema injusto.
Citas:
[1] Bauman, Zygmunt. Daños colaterales. Desigualdades sociales en la era global. Fondo de Cultura Económica, 2011.
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Diego Ancalao Gavilán es licenciado en educación de la Universidad de La Frontera de Temuco, analista político mapuche y presidente de la Fundación Instituto de Desarrollo del Liderazgo Indígena.
Crédito de la imagen destacada: AFP.