El novelista nacional dialoga con el Diario «Cine y Literatura» acerca del título de su autoría —recién lanzado a circulación— y explica el imaginario urbano, popular y artístico que dio origen a su formidable texto narrativo, inspirado tanto en la ficción como en la biografía criminal del célebre y mítico hampón santiaguino, apodado «El Cabro Carrera».
Por Nicolás Poblete Pardo
Publicado el 27.8.2018
Desde la primera página, Matadero Franklin (Planeta, Santiago, 2018) nos ofrece un mundo duro, oscuro, extremo, a la vez que familiar. Matadero se posiciona literariamente como un exponente de una literatura con tintes de marginalidad: Llegan a la memoria referencias como Eloy, de Carlos Droguett, con ese impactante delincuente emboscado por la policía en los momentos previos a su deceso; un hombre que es, principalmente, una conciencia que habla, libre y delirante, en ese vértigo narrativo tan característico de la ficción de Droguett (Todas esas muertes, Matar a los viejos, Patas de perro); El río, novela de Alfredo Gómez Morel, con su vívida escenificación del río Mapocho y los seres que se cobijan en él, calificada por Pablo Neruda como un “clásico de la miseria”, y Las tumbas, del argentino Enrique Medina, novela que muestra la violencia disciplinar operando en el cuerpo y psiquis de un niño que logra ser domesticado, para luego retratar el círculo vicioso que permite la reproducción de esta misma violencia, ahora ejecutada por el ya mayor protagonista, como celador de un correccional.
Esteban Echeverría con el relato fundacional “El matadero”, que acuña cierto tipo de costumbrismo, viene más nítidamente al escenario como el intertexto más certero de Matadero Franklin. En el relato del escritor argentino, considerado pionero en el ámbito de la ficción latinoamericana, vemos una representación del régimen de terror de Juan Manuel de Rosas, donde la carne, incluso la antropofagia, devienen parlantes símbolos de un sistema que comienza a mostrar las fisuras de su propia empresa depredadora. “El matadero”, que acusa signos de racismo en una célula jerarquizada y exponencialmente tóxica, muestra un perfil brutal y vívido en su gráfico retrato de un cierto tipo de idiosincrasia argentina, reflejada en descripciones porteñas, en su habla popular.
El matadero de Soto nos hace adentrarnos en un mundo delictual típicamente chileno. Acá hay mucho alcohol, apuestas hípicas, narcotráfico; es el universo del Cabro Carrera, emblemático narcotraficante con una vida de película. O de novela. Consistente en tres partes, la narración se ordena cronológicamente: 1930, 1945, 1946—cada cual presta atención a detalles epocales en un juego que mezcla ficción con dato histórico, siempre (con)centrando la tensión en su protagonista, al cual accedemos a través de una voz narrativa omnisciente que revela su intimidad psíquica:
“El vértigo que el Cabro experimentó durante esos días, pero por sobre todo esta noche, no se parecía a ninguna sensación previa, ni siquiera a las veces que tuvo que arrancar de la policía por las calles del centro de Santiago, tras robar una billetera o una cartera de mujer, con los pacos más hábiles y rápidos pisándole los talones, la posibilidad cierta de ser alcanzado, derribado, detenido, golpeado; nada de eso, piensa, tendido en la cama, en penumbras, acariciándole el brazo y la espalda tersa, se parece a esto, a lo que ocurrió la noche previa, tras esa semana de movimientos sigilosos, observando para todas partes, identificando y recordando las caras, los nombres, los vínculos, las lealtades”.
—¿Cómo surgió la idea de trabajar con este personaje histórico? ¿Cuándo diste por terminada la investigación (que es extensa)?
—La idea nace de un hecho anodino. Por 2005 o 2006, no recuerdo con claridad, apareció en la prensa una noticia sobre Mario Chico, el nieto mayor del Cabro Carrera (quien había fallecido en 1999). Mario Chico protagonizaba un confuso incidente en el complejo Imago Mundi (un condominio de edificios muy característico de la clase media aspiracional de los noventa). Bajo los efectos de la cocaína, el nieto del Cabro había golpeado a su conviviente, llegando a lanzar muebles a través de las ventanas. Los vecinos llamaron a carabineros y se llevaron a Mario Chico a la urgencia, porque estaba al borde de un ataque al corazón. Yo recordaba al Cabro Carrera y su imperio narco, sus funerales, su aura. Todo eso había terminado en esto, en esta decadencia con ribetes de un arribismo muy vulgar, también. El Cabro me quedó dando vueltas, y poco a poco empecé a buscar información sobre él. A lo primero que llego es a una de las pocas biografías que existen: Los cien rostros de don Mario, del periodista Ignacio González Camus. Allí se hablaba del nexo de Silva Leiva con el barrio Matadero Franklin y con todo el cuerpo social que habitaba ese lugar, específicamente los matarifes, hombres de gran fuerza y habilidad en el uso del cuchillo. Luego encuentro en la Biblioteca Nacional un pasquín editado en los años treinta, en el propio barrio, llamado El Matadero, y descubro la enorme identidad y orgullo que existía allí, y también la abundante oferta comercial, desde bares hasta sastrerías, pasando por chinganas y casas de niñas. Después aparecen los referentes literarios e historiográficos de rigor, que fueron importantísimos: las novelas La mala estrella de Perucho González, de Alberto Romero; Hijuna, de Carlos Sepúlveda Leyton; el libro histórico Por la güeya del Matadero, de Luis Castro, Karen Donoso y Araucaria Rojas. También leí mucho sobre cueca y la escuché (la sigo escuchando) obsesivamente. Hay tres libros que fueron muy importantes: Chilena o cueca tradicional, de Fernando González Marabolí y Samuel Claro; La cueca, de Antonio Acevedo Hernández y La fiesta sin fin del roto chileno, de Pablo Padilla y Daniel Muñoz. Hay, por supuesto, mucho más, sobre todo en cuanto a referentes literarios (Manuel Rojas, Droguett, que tú mencionas al comienzo, Méndez Carrasco, Luis Cornejo y muchos más), pero ese fue el centro del proceso investigativo.
En 2012 perdí un primer manuscrito de la novela. Antes, había escrito cuentos y relatos de mediana extensión sobre el Cabro y su entorno. Sin embargo, el mundo que narraba era más reducido. Durante todos estos años seguí ahondando y comprendiendo que la novela tenía que ir mucho más allá del Cabro Carrera. Y quizás podría haber dilatado el proceso de investigación por años y años, pero le doy un cierre cuando Juan Manuel Silva Barandica, el editor (que además me había escuchado por años transmitir sobre el personaje, el mundo y la historia), me ofrece ponerme a trabajar para darle forma a la historia y publicarla. Ése fue el final del proceso de investigación. Si no, quizás habría sido eterno.
—La edición advierte que la novela está basada en hechos reales, pero motivada por la ficción, y a la vez explica: “Por respeto a la historia, el relato ha buscado ser fiel a la realidad”. ¿Cómo compensas todos estos registros?
—Siempre he pensado en Matadero Franklin como en una historia arquetípicamente mafiosa, pero plagada de elementos chilenos. Alguna vez quise escribir una historia más costumbrista, más cercana a algo naturalista, pero pronto me di cuenta que yo, en realidad, no quería narrar algo así. Lo que quería era contar una historia muy clásica en términos de estructura, donde los personajes se desplegaran y transitaran enérgicamente a través del relato. Además, me importaba mucho incorporar elementos que para mí eran relevantes: el mundo de los matarifes, el box, la hípica, la cueca, el crimen. Quería una historia vertiginosa pero con elementos propios del barrio en aquella época (todo lo que había descubierto en la investigación). Y para eso era inevitable manipular todo lo que fuera necesario. Para mí, la ficción tiene esa licencia, y decidí torcer todos los materiales sin pudor alguno, todo en función y al servicio de lo que me interesaba contar. Por eso también el personaje es El Cabro y no Cabro Carrera, y por eso es Mario Leiva y no Silva Leiva. Es una forma de expresar que esto no busca retratar la realidad, sino alimentarse de ella para construir un relato.
—Narrativamente optas por un omnisciente en tercera persona. ¿Cómo decidiste esta estrategia?
—Simplemente probar un narrador que no había utilizado en profundidad antes (en los dos libros de relatos que publiqué previamente, Cielo negro y La pesadilla del mundo, impera el narrador en primera) y que, pienso, está muy relacionado a una forma clásica de la novela que a mí me interesa mucho. Deseaba probar el desafío de la forma clásica, de ver cómo me resultaba ecualizar el narrador en tercera persona del estilo indirecto libre. Jugar, de alguna manera, a la narración decimonónica. Porque, ante todo, quería escribir una novela donde la estructura estuviera muy pensada y desarrollada, donde hubieran varias tramas y personajes corriendo de forma paralela, donde el narrador expusiera los hechos con cierta distancia, donde importara también el volumen del conflicto, de las cosas que les ocurren a los personajes y de las decisiones morales que estos toman en el transcurso de la historia.
—Aunque usas una cita de Marina Tsvetayeva para comenzar, el universo es extremadamente masculino/masculinizado. ¿Qué importancia le das al discurso de género?
—Creo que a la hora de escribir no le doy importancia a nada que no tenga que ver con los recursos de estilo que le son inherentes a la literatura. Ahora, sin duda que las percepciones del mundo van a moldear ciertos materiales, pero aún así, el escritor debiera tensar esas impresiones del mundo, con el fin de salir de su lugar de confort y escribir algo más original, menos esperable.
Considero que también tienes razón en que el universo de la novela es muy masculino, pero eso era necesario para retratar con cierta verosimilitud ese Chile de aquellos años. Ahora, también quise darle una vuelta al retrato de las mujeres que iba a aparecer en la novela. Porque, ¿qué era lo esperable? Retratar el mundo de las prostitutas, o de mujeres cuyo único horizonte y perspectiva de vida era estar subordinadas a los hombres, bajo su yugo. Por eso decidí contar la historia de una fugitiva, que consigue establecerse en el barrio con su propio esfuerzo, sola, y que padece una tragedia por culpa de los hombres que la rodean. O la historia de la China Riquelme, una mujer de trabajo duro, que se integra al mundo de los hombres desde una condición similar a ellos. Pero ahí la decisión tiene que ver con la construcción dramática de la historia, no con un afán discursivo.
Sobre la cita, la encontré leyendo Diarios de la Revolución de 1917, de la Tsvietáieva, que me parece un libro extraño, terrible y fabuloso, y simplemente supe que iba a ser el epígrafe de la novela por todo lo que evoca. Es, otra vez, una decisión exclusivamente literaria, estética.
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Nicolás Poblete Pardo es escritor, periodista y PhD en literatura hispanoamericana por la Washington University in St. Louis, Estados Unidos. En la actualidad ejerce como profesor titular de la Universidad Chileno-Británica de Cultura, y su última novela publicada es “Concepciones” (Editorial Furtiva, Santiago, 2017).
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Crédito de la fotografía al escritor Simón Soto: La Tercera.