La artista y escritora nacional debuta en el género de la novela con su libro «Nosotros en la arena», una obra que inspirada en el duelo, el amor y las traiciones familiares —vividas a través de la intimidad emocional de su protagonista, la contradictoria y cautivante Sara—, también entrega en el desarrollo de su trama, una visión histórica y cultural en torno a la clase alta de nuestro país.
Por Nicolás Poblete Pardo
Publicado el 3.6.2024
Nosotros en la arena (Editorial Zig-Zag, 2024), de Francisca Izquierdo, es una novela sobre el paso del tiempo, sobre la guerra de las generaciones, los recuerdos del pasado que nunca dejan de penar. Y, más profundamente, sobre el complejo proceso de duelo.
La protagonista, Sara, se encuentra, con 49 años, en pleno luto por su padre, a quien ha cuidado con genuino cariño, aun cuando llega a sentirse como: «una estafa como adulta, una impostora, una niña que todavía está jugando al luche con sus amigas».
Así, gran parte de la narración gira en torno a la dificultad de madurar, a veces la imposibilidad o renuencia a crecer; a reivindicar u objetar decisiones pasadas; a criticar y también valorar el lugar social que representamos.
Explorando conflictos de roles sociales, de género, de clases, con conciencia crítica, Nosotros en la arena revela los múltiples intentos por apaciguar el dolor, los gestos de preocupación que, muchas veces, resultan banales y no alcanzan siquiera a rozar el campo magnético del dolor que encubre a Sara.
Varias preguntas se abstraen aquí: ¿Con qué educación contamos para lidiar con el duelo? ¿Es la pertenencia a una congregación religiosa útil o satisfactoria al momento de enfrentarse a la muerte? ¿Cómo valoramos los tics ceremoniales, tales como el empuñar un rosario o visitar un mausoleo cuando aparecen como meras formalidades, obligaciones para con una educación que se impuso pero no se enraizó profundamente?
¿Cómo concebimos la devoción cuando adopta la forma de fetichismo, como en el caso de Elena, la madre, que acumula santos y vírgenes en su departamento de Santiago? Y, ¿es posible evaluar a nuestros padres con la misma vara?
Si el padre, Ismael, es idealizado, descrito como una persona entrañable para Sara e interesante como persona, la figura materna, Elena, es vista con distancia y representa las limitaciones que aún viven las mujeres.
Un embarazo no deseado da pie para las reflexiones en torno a la maternidad, lo difícil de ser mujer, la imposibilidad de dejar el cuerpo en un segundo plano.
Pero la narración sí nos explica la diferencia entre los progenitores. Elena, la madre, ha provocado un trauma en sus hijos, principalmente en su única hija mujer.
Elena rompe el hechizo de la familia feliz y decide escapar. Ella representa a la madre que abandona, y por su rebeldía debe pagar un alto precio.
«El escritor debe profundizar en lo humano sin imponer moralidades»
—Parece que abrirse a una noción de sororidad o de reivindicación feminista es muy difícil. Aquí se acusan los estereotipos de género, porque no se han desarrollado las estrategias para vislumbrar una sociedad más igualitaria. Cuando su hija, Isa, le cuenta de su frustración amorosa con Matías, Sara proyecta el deseo de que el daño se dirija hacia otra chica: «que otra lo sufra, que a otra la engañen, que otra cargue con él». Y, sin embargo, Sara repara en los errores a los que puede conducir la superficialidad: «La belleza nos emociona, nos atrapa, sigo pensando. Es un problema; nos despista. Creemos encontrarla donde no la hay. No nos cansamos de buscarla, como niños fantasiosos, como si nos lograra proteger de la tragedia de la vejez. Pero eso, lo bello puede terminar siendo la tragedia de quien la tiene. Fue una trampa para mi padre. También para Elena. No quiero que Isabel caiga en lo mismo. Prefiero que use su cabeza. No quiero que mi hija pase toda su vida esperando que algún idiota la mire o la llame». ¿Cómo acoges todas estas preocupaciones en un mismo discurso? Háblanos de los matices que trabajas en tu novela.
—Me interesa escribir sin prejuicios, lo que implica situar a la literatura fuera de la moral y de la ley. Según Chéjov, un artista debe ser un testigo desapasionado, no un juez de sus personajes. La tarea del escritor no es acusar ni perseguir, sino defender al personaje, incluso cuando ya haya sido juzgado y condenado.
Se ha dicho que el escritor debe ser una como una «madre» del personaje lo cual no significa justificarlo, sino explicar su psicología y profundizar en su pasado, defendiendo así lo humano sin imponer moralidades.
En efecto, Sara se ha refugiado ante la pena en la casa del lago, en el sur de Chile. Ahí, en un ir y venir en el tiempo, Sara va reconstruyendo la memoria y saldando y abriendo cuentas con el pasado y el presente. En ese espacio privilegiado, intento profundizar en las complejidades de la vida, también presentes en las existencias de personas cuyas vidas comparten con otros los mismos dolores, dudas e incertidumbres del nacer y del morir.
Sara, tiene 46 años, se encuentra en un proceso de reflexión y duelo. No es propiamente de la generación de la sororidad; poner algo así sería forzar al personaje, creo yo. Las personas de la generación de Sara no tienen tan internalizados estos nuevos cánones. Están en transición; ya no se definen en relación con el hombre, son dueñas de sí mismas, trabajan.
No hay actividades vetadas para ellas y están más enfocadas en el imperativo de definir su propia vida y no un orden social que no implica la eliminación de todas las desigualdades, como las brechas salariales que aún subsisten. En este sentido, veo a Sara como una mujer entre dos mundos: el que encarna su madre patriarcal machista y el nuevo mundo de su hija más deconstruida, es, en este sentido, una mujer poco determinada.
Aunque es un personaje reflexivo y profundo, la respuesta a su hija puede ser un mecanismo automático desde una maternidad protectora, con rabia y exasperación. Recordemos que ella está en un momento en que está sufriendo, un hombre infiel aumenta la carga haciendo sufrir a su hija, y en Sara afloran así sus contradicciones, o sea, su humanidad, reflejando cómo actuamos la personas según nuestras experiencias y las circunstancias.
Quise mostrarla de carne y hueso, a través de matices, de sus contradicciones. Los personajes son lo que son, con su pasado y sus contradicciones, y no lo que debieran ser. Toda madre es egoísta cuando piensa en sus hijos. Actuamos según lo que hemos vivido y según las circunstancias que enfrentemos.
Creo que en la novela se plantea cuál es pasado que ha moldeado a Sara. Intenté crear a una protagonista honesta, porque las personas somos así de complejas y contradictorias.
«Crecemos identificándonos con los padres»
—La novela también aborda la guerra de las generaciones, y también un perpetuar inconsciente: «Sigo pensando que pasan generaciones y las mujeres seguimos con un poema en la cabeza, tenemos sobredosis de sueños. Como Elena, la Isa o yo misma». Por otra parte, vemos la importancia de los roles en los progenitores. Háblanos de las diferencias entre padre y madre, y de las heridas que estos dejan (Sara admite: «En algunos sueños aparecía el miedo y la tristeza que dejó la huida de mi madre, como las ruinas de un territorio extraño y terminal después de una bomba atómica»).
—Pienso que las diferentes etapas que hemos vivido están presentes en nosotros todo el tiempo; son capas que nos componen en el presente. La influencia de los padres durante nuestra infancia es muy importante, ya que afecta nuestra capacidad futura para enfrentar la vida, el trabajo, las relaciones de pareja y la crianza de nuestros propios hijos. Crecemos identificándonos con los padres, ellos forman parte de nuestra identidad, para bien o para mal.
Me parece que se sobrevalora la infancia como un tiempo de felicidad. En realidad, la niñez y la adolescencia son períodos difíciles, y ‘la casa familiar’ puede ser un refugio, pero también, un lugar lleno de peligros, miedos e inseguridades. Es un espacio que tiene un idioma propio, con sus ritos, sus claves y también sus traumas.
A menudo, volvemos a ese espacio, desempeñando el rol que jugábamos allí, aunque no queramos. Este regreso puede ser provocado por algo que se parezca a lo vivido, o un gesto, una conversación o un aroma.
En cuanto a los roles de los padres, en los primeros años de la infancia, la madre tiene un papel fundamental. El niño es como una esponja que absorbe cada gesto y la intimidad cariñosa con ella. La progresiva separación de la madre, con la frustración que ello implica, va creando en nuestro interior una forma de vínculo que nos influirá.
Por ejemplo, al enamorarnos, reviven estos sentimientos; miramos al otro y emergen todas las miradas afectuosas del pasado de manera inconsciente. Si no contamos con estos sentimientos de felicidad que nuestra madre provocó en nosotros en el origen, vamos a tener más problemas en nuestros vínculos.
Por su parte, el padre contribuye a ‘quitarle a la madre el hijo de los brazos’ para que no lo absorba y con el tiempo se logre una sana separación. Luego, en la adolescencia, el padre cumple un rol más importante porque pone los límites e influye en la mujer en la imagen masculina que internalice. La autoestima de la niña depende bastante de la mirada que su padre tenga de ella.
Hoy en día, los afectos y las emociones se consideran muy importantes, pero antes, solíamos ver a un padre ausente y más autoritario. Hoy estamos viendo otro tipo de padre más cooperador en la crianza y conectado con las emociones, y que logra tener una relación de intimidad con los hijos.
La simetría de roles en las parejas jóvenes ha ayudado en esto. Yo veo que los nuevos padres participan activamente en el día a día de sus hijos, desde cambiar pañales hasta ayudar con la tarea escolar y acompañarlos en sus actividades. Creo que la figura del padre está en proceso de redefinición.
Hablar de las heridas que dejan los progenitores es un tema subjetivo que depende de cada caso en particular. Hace unos días, en un club de lectura, leímos un libro que resalta la relación paterno y filial. Al preguntarnos cómo nos han marcado nuestros padres, no todos estábamos de acuerdo respecto a si nos marcaba más el papá o la mamá, y si había sido positivo o negativo en nuestras vidas.
En particular, Ismael, aunque ha dedicado su vida a sus hijos y los ha protegido, pertenece a una generación patriarcal. Es un buen padre, pero un poco distante, especialmente con su hija. No tiene una intimidad tan cariñosa con Sara y hay temas de los que no habla con ella.
Cumple el rol de poner límites, lo que hace que la hija crezca con un poco de miedo a los hombres, viéndolos como una especie de autoridad. Además, Ismael era un padre herido y Sara dice que la desgracia de su padre y sus hermanos apagó su posibilidad de rebelión en la adolescencia.
El párrafo que tú citas alude al sentimiento de abandono que provoca la madre en Sara, siente a su familia como un mundo en el que todo se derrumba y en el que se queda en soledad, una sensación de incertidumbre, de miedo e inseguridad que se lleva de por vida y se expresa en el inconsciente. En un estado de melancolía por el duelo como el que ella está experimentando, aflora con más intensidad.
Por estas mismas heridas, ella es muy consciente de la necesidad de ser muy cercana a sus hijos, estar disponible frente a sus penas y darles en el gusto, pese a que su estado la arrastra siempre a estar ‘hacia adentro’. Pero la herida es extensa y va a influir en sus relaciones amorosas.
‘Queremos de la misma manera en que nos han querido de niños, también queremos como no nos han querido — expresa Sara—, con la sensación de que no somos suficientes, de que tarde o temprano nos van a abandonar’.
A Sara le faltó la contención de su madre. Esta búsqueda fallida dejó una estela que no termina y que revive una y otra vez esa sensación de no contar con nadie, y tener que enfrentar las cosas sola, como lo hacía en su niñez.
Sin embargo, me parece que la protagonista, tuvo una reacción muy sana al quedarse con lo rescatable de sus experiencias familiares. Al actuar con sus propios hijos, ella los ha salvado del desamor materno. Es una madre con todas sus letras, pero además ha resignificado sus experiencias.
Ha construido una familia y una relación estable con su pareja. Ha aprendido que los hijos deben emprender su propio camino y que a veces hay que dejarlos sufrir sus derrotas y sus alegrías desde una distancia prudente, ha hecho experiencia y ha aprendido a ser una madre contenedora capaz de soportar la rabia, las rebeldías de su hija, para que su propia figura se diluya y la vida de su hija sea posible, permitiéndole encontrar su propia identidad.
«La muerte es un tema tabú»
—Sara recuerda un amor pasado, Andrés, un joven sensible y posiblemente herido, y reconoce que su posterior conquista es, por lejos, más satisfactoria, cuando no conveniente: «Tiene la dureza necesaria para enfrentar el mundo sin sentimentalismos ni angustias. Al contrario de Andrés, Max es un hombre que confía en sí mismo; un hombre feliz». Max es un marido convencional, deportista y dispuesto a ofrecer consejos toscos a su esposa en duelo. Le preocupa que fume mucho y expresa con sexo su afecto. Más adelante, cuando ella comparte su proceso de duelo, se expande a este personaje. Junto a él, y en particular cuando socializan con otros, Sara siente la necesidad de sonreír: «Adopto una sonrisa cuando estoy entre ellos, suelo sentir la necesidad de no aburrir a nadie. Creo que aburrir a la gente es peor que insultarlos». En ese momento, «Max inmediatamente empieza con sus bromas, es tan bromista que a veces es difícil conversar con él, todo lo transforma en un absurdo o en una carcajada». ¿Cuál es la importancia de mantenerse en un rol social incluso en un momento tan duro como un duelo? ¿Cómo planteas las sensibilidades masculinas? ¿Cómo ves la relación entre afecto, atracción y oportunismo?
—La atracción física, el interés inmediato por otro, es influido por factores inconscientes. Más allá de lo físico, la atracción emocional se basa en la conexión y en la compatibilidad emocional entre dos personas.
Creo que la atracción de Sara por Max está determinada por elementos inconscientes y no por oportunismo, que se refiere a un aprovecharse de otras personas para beneficio propio, a menudo sin considerar los efectos negativos sobre ese otro.
En cuanto al hombre sensible que ella deja por un marido convencional y feliz, me parece algo esperable. Sería extraño que una mujer que ha vivido lo que ella vivió aspirara a tener una pareja como Andrés. Ella necesita un hombre que revierta su vida, la haga más segura y alegre.
La condición inestable de las emociones de su familia, han hecho sufrir a Sara de niña, no olvida que eso es un peligro. Es como una fobia y también, una especie de instinto de supervivencia lo que la mueve. Ella quiere vivir lo que no ha tenido, evitar los bajones y encontrar a alguien que le permita superar sus traumas.
No creo que se case por conveniencia, se enamora de Max, y su inconsciente también la guía a no perpetuar su tristeza con alguien como Andrés, que podría haber sido más parecido a ella en sus sensibilidades, pero que es inestable y no sabe lo que quiere.
Sara tiene la sensación que la hipersensibilidad, los deseos muy intensos y la inestabilidad personal puede llegar a arrasar con un mundo, como la experiencia que tuvo con su madre de niña.
Obviamente, todo tiene su costo y, en un proceso como el duelo, Max queda en deuda, ya que le falta empatía. Él es de esos hombres a quienes les han enseñado a reprimir sus emociones para parecer fuertes y masculinos, a no mostrar vulnerabilidad. Es un buen amigo, un buen padre, pero le cuesta mostrar empatía y apoyo emocional.
Pero, con todo el tiempo que llevan juntos Sara y Max, sienten un amor genuino y han construido algo duradero: una familia.
(Es curioso, me llamó mucho la atención que algunas de mis lectoras deconstruidas, consideran que Max es, por lejos, lo mejor de mi novela. Incluso, han manifestado estar enamoradas de él).
Por otra parte, mantenerse en el rol social —hasta con una sonrisa no deseada— es una exigencia que la sociedad impone a las mujeres a todo nivel. No deben llorar en público, no deben hacer escándalos, todo debe seguir funcionando.
La muerte es un tema tabú, se trata de suprimir el miedo dejando de nombrarla, aunque eso no hace que el miedo desaparezca. Nos carga hablar de la muerte, es tabú. Los hijos a generalmente dicen: ‘mamá, no me hables de eso’, cuando el tema surge.
Pero cuando está sola, Sara recuerda repetidamente a su padre, trayéndolo a su conciencia a través de vivencias y fantasías: llora, sufre, sigue el camino que le permite enfrentar el dolor, la angustia y la pena.
La vida social no para, las obligaciones de la mujer en este espacio, siguen manteniéndose, debe estar bonita, funcional. El duelo es un proceso muy incomprendido. Debes seguir trabajando, debes seguir funcionando, hay otros que necesitan que tu estés bien.
Creo que en el libro se muestra esa sensación de que uno no puede creer que el mundo siga funcionando. A mí me pasó y la Joan Didion lo refleja super bien en su libro El año del pensamiento mágico.
Además, en Sara se reactiva un elemento inconsciente que le ha enseñado que los problemas los tiene que afrontar sola, como ha sido en su historia. También hay una arista de soberbia, al decir a ellos yo no les voy a hablar de mi duelo y seguir actuando el rol.
«El ser chileno parece remitir a la metáfora del imbunche»
—Chile es visto como una gran prisión, partiendo por el epígrafe de Enrique Lihn y pasando por las descripciones que se hacen de Ismael al experimentar la libertad norteamericana con Harper como compañía en su estadía como becado en ingeniería en Nueva York. «Con ella conoció una libertad que no tenía en Chile». Aunque habla de décadas atrás, esta imagen parece contemporánea. ¿En qué sentidos es nuestro país limitante, restrictivo?
—En relación con la falta de libertad, es evidente que la clase alta en Chile ha sido históricamente un mundo pequeño y casi provincial. Esto era especialmente cierto cuando Ismael era joven, y aunque ha cambiado, sigue siendo una realidad.
La clase alta sigue siendo un mundo cerrado, donde las marcas de clase están diseñadas para ser casi indelebles.
Chile y principalmente Santiago, en su esencia, tiene características de un pueblo pequeño. En esta ciudad, todos se conocen y los círculos sociales son muy limitados. Por ejemplo, es común que amigos del colegio sigan siendo amigos en la universidad y luego compañeros de trabajo.
Esta continuidad provoca que las personas crezcan sin innovar mucho en los caminos que toman, dificultando la creación de algo auténtico o la posibilidad de seguir una vía no prediseñada por la sociedad.
Además, en algunos sentidos, la sociedad chilena parece ser hermética a la evolución del mundo. Nuestros países vecinos se sorprenden con las tradiciones conservadoras de nuestra élite. Mientras en Argentina es común ver mujeres en posiciones de poder, en Chile aún hay personas que no están convencidas. Esto nos hace parecer como un círculo atrapado en el siglo pasado.
Percibo una especie de estancamiento en nuestro país, especialmente en temas de feminismo y el rol de la mujer en la sociedad. Aunque ha habido avances significativos, sigue impregnada en el ADN chileno, al menos en ciertas clases acomodadas, la idea de que la mujer encuentra su validación a través del matrimonio.
Un claro ejemplo es cómo en muchos eventos sociales, como matrimonios o reuniones familiares, se espera que las mujeres hablen sobre sus hijos o esposos más que de sus logros personales o profesionales. Toda realización individual de la mujer que no es madre o esposa se considera secundaria.
Por otro lado, el estereotipo del hombre proveedor prevalece en el inconsciente colectivo, y esto también afecta negativamente a los hombres, quienes todavía sienten una gran presión por ser los responsables del sustento económico de la familia.
Estas cargas culturales hacen que, aunque hoy en día la gente se atreva a tomar caminos más ‘audaces’, aquellos que rompen con lo tradicional en Chile no se sienten tan cómodos. Por ejemplo, una mujer que decide no casarse ni tener hijos puede sentir la desaprobación de su familia y amigos, quienes consideran esta decisión como un fracaso o una desviación.
Hay una crítica sutil en el subconsciente de la sociedad que, de alguna forma, mira con pena o desaprobación las formas de vida más originales.
Siempre he pensado que el ser chileno parece remitir en muchos aspectos a la citada metáfora del imbunche, que expresa ese habitar enclaustrado en sus creencias, amarrado y escondido en una cueva al final del mundo.
En este sentido, la sociedad chilena, está marcada por una falta de libertad que se manifiesta en la continuidad de círculos sociales cerrados, tradiciones conservadoras, y en la resistencia al cambio.
Esta falta de libertad afecta tanto a hombres como a mujeres, atrapados en roles predefinidos que limitan su desarrollo personal. Una sociedad atada a su pasado y temerosa de un futuro nuevo.
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Nicolás Poblete Pardo (Santiago, 1971) es periodista, profesor, traductor y doctorado en literatura hispanoamericana (Washington University in St. Louis).
Ha publicado las novelas Dos cuerpos, Réplicas, Nuestros desechos, No me ignores, Cardumen, Si ellos vieran, Concepciones, Sinestesia, Dame pan y llámame perro, Subterfugio, Succión y Corral, además de los volúmenes de cuentos Frivolidades y Espectro familiar, la novela bilingüe En la isla/On the Island, y el conjunto de poemas Atisbos.
Traducciones de sus textos han aparecido en The Stinging Fly (Irlanda), ANMLY (EE.UU.), Alba (Alemania) y en la editorial Édicije Bozicevic (Croacia).
Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Francisca Izquierdo.