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[Entrevista] Juan Mihovilovich: «La luz es la verdadera apuesta del espíritu humano»

El escritor chileno que reside en la ciudad de Linares —la hermosa capital del Maule Sur—, dialoga con el Diario «Cine y Literatura» acerca de su novela más radical en esa particular apuesta suya de profundización esotérica y narrativa, y en cuyas páginas se debaten la inconsciencia de un ritual amoroso, propio de una naturaleza casi divina, ante las formas de una belleza indescriptible.

Por Nicolás Poblete Pardo

Publicado el 21.8.2024

«Tuve la intuición de estructurar un universo en que lo nuevo se enfrentara a lo viejo de un modo no confrontacional», confiesa el experimentado fabulador  de la generación de 1980, al instante de definir su nuevo texto de ficción. Uno más, de una larga y cautivante lista, que lo tiene como uno de los narradores chilenos con mayor prolificidad creativa de la hora actual.

Con todo, El amor de los caracoles (Simplemente Editores, 2024) es la última publicación del abogado, juez rural, poeta, cuentista y novelista, Juan Mihovilovich (1951), oriundo de Punta Arenas. Entre algunas de sus publicaciones se cuentan Restos mortales (2004), El contagio de la locura (2006), Desencierro (2008), Grados de referencia (2011) y Yo mi hermano (2015).

En esta ocasión, Cine y Literatura dialogó con el autor sobre su última publicación, una novela que, según plantea Cristián Montes Capó en su presentación, en su afán indagatorio: «desmantela las certezas construidas por la sociedad y relativiza la materia del mundo con interrogantes, tales como: ¿qué define la realidad? ¿Dónde radica la grandeza del ser humano? ¿Cuál es el sentido de la vida y cuál el de la muerte? ¿En qué consiste poseer una identidad? ¿Cómo estamos experimentando los avances de la modernidad?».

Mihovilovich expande estas cuestiones, permitiendo al lector acceder a: «personajes que conforman una genealogía familiar», gracias a una: «escritura reflexiva y reposada».

De esta manera, Montes Capó enfatiza un rasgo fundamental de la novela, centrada en las: «tradiciones locales, historias familiares ocultas», así como aquella: «simbiosis cultural entre variadas creencias».

Así, la nueva entrega del escritor chileno se presentará oficialmente el próximo miércoles 28 de agosto en la Librería del GAM, en la ciudad de Santiago.

 

«El regreso a una niñez como imprescindible vehículo de salvación»

—Se hace evidente una visión generacional, que sugiere el conflicto usualmente denominado «guerra de las generaciones». Vemos la muerte de Laura, la conciencia progresiva respecto a la muerte y la decrepitud, el deterioro de los ancianos, vistos a través de la figura de los abuelos; la enfermedad de la profesora Filomena, la muerte del padre. ¿Cuál fue tu móvil a la hora de plantear estos eventos, más allá del aprendizaje que se desprende de los personajes enfrentados a estos dilemas?

—La creación literaria, y lo sabes bien, tiene un componente misterioso que muchas veces no obedece a los patrones comunes de una ordenación previa o concienzudamente elaborada.

Sin embargo, tuve la intuición de estructurar un universo en que lo nuevo se enfrentara a lo viejo de un modo no confrontacional, sino esclarecedor sobre la manera en que la adultez coarta la libertad y la pureza infantil, de qué modo se constriñe el desarrollo de un espíritu libre, cómo el dominio social limita o destruye en los niños y en los adolescentes la necesidad de un mundo nuevo.

En esa perspectiva la construcción de cada ‘personaje niño’ rompe, de alguna forma, las barreras casi infranqueables del poder omnímodo adulto; y el intento de ruptura es grupal, trascendente, es un llamado de atención que se confabula con la sabiduría natural de un ser como Laura que ‘ve’, desde otra dimensión, que la vida no es únicamente una caja cerrada, donde se coarta ese vuelo de libertad, ese vuelo que Clarita y el narrador ven simbólicamente en la ascensión del pueblo entero de Curepto hacia unos cielos supuestamente imaginarios donde caben todos: niños y adultos, en una comunión de encuentros.

Y donde, además, el abuelo Laureano, con el aprendizaje de una vida de sufrimiento es capaz de ensamblarse, al final de sus días, con ese regreso a una niñez que percibe como imprescindible vehículo de salvación, por sobre las miserias mundanas.

 

«La idiosincrasia que aun se niega a ser vapuleada por el progreso»

—La naturaleza y el paisaje chileno, la cordillera, el mar, los cuerpos arrojados a su salvajismo y belleza; la influencia de la Iglesia Católica en convivencia con el organismo indígena componen un retrato particular. ¿Hay una conformación de una identidad chilena, de una idiosincrasia?

—Vivir por quince años en Curepto me hizo consolidar una ‘visión de mundo’ que subyace bajo las coordenadas del desarrollo moderno.

Existe una ruralidad que tiene un historial de vida común: una belleza del entorno envolvente, el mar lejano del pueblo y sin embargo propio, como es la playa de La Trinchera, donde la leyenda señala que Lautaro derroto más de una vez a los españoles y por ende consolidó una gallardía lindante con el orgullo de una raza indomable.

La edificación de la iglesia o capilla de Huenchumalli erigida en el siglo XVI, sobre el sufrimiento de los lugareños, según la novela y parte de la historia, ese reacomodo de la religión católica que sigue urgiendo a una feligresía que acepta una divinidad como sustento del abandono pueblerino, la conformación de un inquilinaje que todavía hace que algunos de sus personajes doblen la cerviz ante el orgullo patronal, la ascendente pérdida de la pequeña propiedad rural sustituida por el vasallaje forestal, etcétera.

Y por encima de ello, o en ese entramado socio cultural, el imperativo de una sobrevivencia todavía apegada a los ritos rurales como las carreras a la chilena, la irrestricta celebración de la épica independentista, las procesiones de la virgen del Carmen, en fin, la conformación de una identidad propia, de esa idiosincrasia que, como interrogante, aun se niega a ser vapuleada por un progreso alejado del concepto profundo de más humanidad y apego a las tradiciones seculares.

Todo ello está en la novela de un modo implícito, como acostumbro a desarrollar mi narrativa. Entre líneas, o con ellas, se deja entrever una cosmovisión que los niños advierten y desde la cual erigen una probable salvación, en la medida que comprenden la naturaleza de unos caracoles que son capaces de amarse sin la necesidad de un cerebro de por medio.

 

«Ese misterio insondable que es la creación literaria libre»

—El paisaje pueblerino revela personajes como «El Monguito» («Mongo»), «El monje loco», y expone determinada endogamia. Aquí se percibe el peligro que acarrea el aislamiento y la alienación. Este es un universo rico en personajes, creencias y supersticiones: gitanos viriles que cuentan con Yumbina, una bruja en el villorrio, Amalia, en realidad una santiguadora, la idea de que un niño muerto al nacer se convierte en ángel. Háblanos de la creación de este universo.

—En alguna medida, se contestó antes, pero claro, el aislamiento acarrea una contradicción vital, si cabe el término; por un lado, la preservación ancestral de las costumbres y, por otro, el choque inevitable con los vicios del mundo moderno.

La observación infantil es una caja de pandora desde la que emergen los personajes como extraídos de una dimensión paralela. No obstante, como suele ocurrir en el universo infantil, esos personajes son reales, existen, están allí al alcance de la mano, solo que los niños les otorgan el sitio que su propia naturaleza les exige.

Por ejemplo, la existencia del ‘Monje Loco’, tiene un sustrato evidente de realidad, la conformación de un poeta maldito registrado por la historia que procura vengarse de la desidia humana arrojando ‘esporas de hongos’ sobre el poblado es una alegoría por el paraíso perdido, así se les exija a sus habitantes pasar por una oscuridad periódica para que comprendan, desde la óptica presuntivamente alienada del poeta, que la luz es la verdadera apuesta del espíritu humano.

Claro, entremedio, las supersticiones, los mitos, las fábulas, el niño ángel que se resiste a reencarnar como el nuevo Lautaro que sacará a su pueblo de la sumisión y el despojo, son todos elementos que la narración hace crecer desde ese misterio insondable que es la creación literaria libre y su necesidad de superar las cadenas de una memoria dominante.

Es un intento, obviamente, y el lector dilucidará con qué se queda. Eso ya es indescifrable por el autor. Tampoco le compete, me parece.

 

«La vida trasciende a una materialidad atosigante y espuria»

—En el capítulo «Hacia la cueva de los caracoles» se habla sobre sentimientos encontrados, «sentimientos que chocan entre lo que dejaremos y lo que comenzaremos a vivir». En «El amor» se perfila esta postura mística («Me pareció tan extraordinario saber después que los caracoles no tienen cerebro y que, sin embargo, son capaces de amar»). En el capítulo final, «La cueva de los caracoles», vemos a Clarita recordar su sueño, diseñado por la cueva de los caracoles que, «desde una estancia inmaterial, decidía cualquier futuro». ¿Cómo llegaste a la imagen de los caracoles como vector simbólico?

—Esta pregunta es esencial para inmiscuirse en los intrincados (y no tanto) laberintos de la novela.

Aproximadamente el año 2005 me encontraba leyendo en el patio de la casa colonial que ocupé por largo tiempo en Curepto. Era un día intensamente soleado y de pronto percibo que unos rayitos de sol pasaban entre el follaje y alumbraban a un par de caracoles que se acercaban mutuamente. Ese ritual amoroso, porque de eso se trataba en el fondo y en la forma, era de una belleza indescriptible.

Sentí que existía un respeto reverencial en esa unión casi divina y que la energía solar los nutría con una fuerza vital maravillosa. Podrá argumentarse que aquello es algo común, sólo que lo que es común para unos no lo es para todos.

Allí ‘algo’ indescriptiblemente trascendente nació de mi observación de casi media hora o más. ‘Sentí’ que allí nacía el núcleo central de una novela, de una historia, de una narración, ignorante aun de su desarrollo total.

Y después o concomitante con su elaboración descubrí que los caracoles carecían de cerebro, y que por extensión tenían una forma de amor tan diferente de la humana que, cerebro incluido y con todas sus complejidades, era incapaz de amarse como esos seres diminutos plenos de luminosidad.

Por supuesto, la imaginación luego se expande en anillos concéntricos y va naciendo paulatinamente una novela. Y lo paradójico es que la novela quedó en sus primeras 40 páginas archivadas en el ordenador a la espera de ser desempolvada.

Una persona muy querida después lee esos capítulos y me dice, ‘pero si esto es una historia bellísima, ¿por qué no la continuas?’. Entonces la retomé el año 2021 y la terminé de escribir este año.

Naturalmente, la imagen de los caracoles y su íntima relación con Clarita, una protagonista fundamental de la novela, es el detonante de un mundo nuevo, de un reino escondido que, sólo los niños pueden descubrir para que los adultos entiendan que la vida trasciende una materialidad atosigante y espuria.

Este resumen disperso quizás te da una idea aproximada, de las motivaciones ocultas de la novela.

 

 

 

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Nicolás Poblete Pardo (Santiago, 1971) es periodista, profesor, traductor y doctorado en literatura hispanoamericana (Washington University in St. Louis).

Ha publicado las novelas Dos cuerpos, Réplicas, Nuestros desechos, No me ignores, Cardumen, Si ellos vieran, Concepciones, Sinestesia, Dame pan y llámame perro, Subterfugio, Succión y Corral, además de los volúmenes de cuentos Frivolidades y Espectro familiar, la novela bilingüe En la isla/On the Island, y el conjunto de poemas Atisbos.

Traducciones de sus textos han aparecido en The Stinging Fly (Irlanda), ANMLY (EE.UU.), Alba (Alemania) y en la editorial Édicije Bozicevic (Croacia).

Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

«El amor de los caracoles», de Juan Mihovilovich (Simplemente Editores, 2024)

 

 

 

Nicolás Poblete Pardo

 

 

Imagen destacada: Juan Mihovilovich.

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