Como si se tratara de una novela del inmortal José Maria Eça de Queirós, en esta tercera entrega de la serie basada en los documentos que el cronista recibió salvados del fuego hambriento, el abuelo Cándido describe su vida en La Habana, cuando intentaba convertirse en un hacendado isleño, para poder llevarse a su prole gallega hasta el Caribe.
Por Edmundo Moure Rojas
Publicado el 27.4.2020
El resto de las cartas parecía no poseer mayor interés ni novedad narrativa. Pero había tres de ellas, en un sobre más grande, de varias páginas manuscritas cada una. La primera, fechada en noviembre de 1919, era del abuelo a su mujer, la abuela, escrita desde La Habana. Es presumible que fuese despachada alrededor de un año después de arribar a Cuba. Las otras dos son, una de enero de 1924, escrita en Buenos Aires por el primogénito de los siete hijos, instando al abuelo a vender la casa, dejarlo todo y marchar, con la abuela y el resto de los hijos, a la promisoria Argentina, donde aquél había obtenido un buen puesto de trabajo, en una incipiente agencia de turismo que iba a fundar, años más tarde, filiales en Valparaíso y Santiago de Chile. La última carta es de mayo de 1924, donde el abuelo responde a la exhortación filial y comunica su decisión:
La Habana, 20 de noviembre de 1924
Querida y recordada esposa.
Los días vuelan veloces, como las golondrinas. Como te conté en las anteriores cartas, el primo Basilio me ha acogido con gran amabilidad y no me ha faltado nada en su vieja casa de La Habana, donde vive con una mulata que le sirve y cuida en lo doméstico. No tienen hijos.
Como parece que te había dicho, Basilio tenía varias ideas de actividades económicas para emprender aquí. Desde mi primera semana en Cuba, nos abocamos a desarrollar la primera de ellas, en la que trabajamos hasta hace dos semanas.
Consistía en fabricar unos pequeños barriles de madera, de dos galones de capacidad, para envasar cerveza, un producto muy apetecido en toda la Isla. Los cubanos la beben muy fría, pues la consideran eficaz paliativo contra el calor húmedo y la sed apremiante.
Basilio tiene acá un taller de carpintería, donde fabrica piezas y partes para diversos objetos comerciales. La madera es muy usada aquí, es abundante y barata. Pues bien, construimos —lo digo así, porque participé directamente— cien barriles. Tardamos tres meses en concluir la estructura de madera y las huinchas metálicas de sustentación. En esta última faena, me corté el índice de la mano derecha, pero sanó rápido.
Lo más complicado fue fabricar los tapones, que son de corcho con un reborde metálico y una pequeña llave o billa, como decimos allá, para verter el líquido sin que se pierda el gas de la cerveza, pues sin ese componente, sabe como si fuera agua de borrajas. Hace quince días concluimos con el envasado de los primeros cincuenta barriles. Las pruebas fueron satisfactorias.
Basilio consiguió reuniones sucesivas con tres importantes distribuidores de cerveza que son, a la vez, propietarios de los principales bares de La Habana y Santiago de Cuba. Cada uno pidió cinco barriles para examinarlos bien y probar su mecanismo. Habíamos calculado, Basilio y yo, que con una producción de entre dos mil y tres mil barriles mensuales, podríamos ampliar el taller en menos de un año y hacernos de una gran fábrica. Hermoso proyecto. Ya pensaba yo en enviarles los billetes para el vapor, que tarda entre doce y catorce días entre A Coruña y La Habana, y recibirles en una casa blanca de altas columnas.
Bueno, mujer, concurrimos, hace trece días, a la primera reunión, con un tal Méndes, de origen portugués, cazurro y desconfiado como una comadreja. Es un auténtico cacique en el comercio de cerveza, licores y vinos de Cuba. Llevamos cinco de nuestros barriles. Él nos esperaba con un supuesto socio y un empleado, al parecer el contable. Basilio comenzó a explicarle nuestra propuesta de negocios, con mucho detalle, como es su costumbre… Méndes lo interrumpió, diciéndole, con su pastoso acento lusitano: —Menos palabras. Veamos cómo funcionan estos tarros.
Basilio maniobró la válvula de entrada y colocó la billa de madera. Hasta ahí, todo bien. Dispuso un vaso cervecero y abrió la pequeña llave. No salió ni una gota de cerveza y por la boca de la billa se escuchó una especie de pitido, como la válvula de una caldera cuando expele vapor. De pronto, una especie de explosión; el barril reventó, empapando a los concurrentes con el espumoso líquido. Basilio pidió disculpas, pero en medio de sus explicaciones atolondradas, el portugués gritó: —¡Manda carallo, váyanse a tomar por culo!
En las dos reuniones siguientes no nos fue mejor. Aunque los barriles no reventaron, ninguno funcionó según lo previsto. Días más tarde, un tonelero de ron, especialista en fabricar grandes toneles, le explicó a Basilio que la madera utilizada para nuestro modelo no servía; que para ese tamaño había que usar la de un árbol que crece en Sierra Maestra, cuya madera es tan escasa como costosa. No iba a ser comercial fabricarlos, por ningún motivo.
Ahora Basilio está ideando otro proyecto. Se trata de un receptáculo para mantener las carnes y otros productos perecibles a baja temperatura. Es una especie de cajón de hojalata, revestido por dentro con cortezas de palma adheridas, las que son un buen aislante natural. A ver qué sale de esto. No hay que perder la fe, dice Basilio, por algo los gallegos somos tan pertinaces y creativos: inventamos la brújula, para no perdernos en las calles de Compostela, y la palanca, para mover las piedras de nuestras moradas…
Les extraño mucho, echo en falta a todos, también el calor de nuestro lar… Bueno, y las tertulias en Chantada, con los amigos. Acá, Basilio me introdujo en el Centro Gallego, que es de veras fastuoso. Tienen un bar y restaurante, donde se juega al tute y a la brisca rematada. Voy dos veces a la semana, solo, porque Basilio se queda encerrado en el taller, trabajando en lo suyo.»Las ideas nacen en el taller, no en el bar», me ha dicho, con algo de retranca gallega.
Agarimos e bicos para ti e mais aos rapaces (Caricias y besos para ti y también para los muchachos). Pronto volveré a escribirte. Díctale una carta a N para que la escriba por ti. Son necesarias tus palabras, querida.
Tuyo siempre.
También puedes leer:
—«Epistolario de ultramar»: Un sorpresivo agasajo.
—«Epistolario de ultramar»: Los gallegos descienden de los barcos.
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Edmundo Rafael Moure Rojas nació en Santiago de Chile, en febrero de 1941. Hijo de padre gallego y de madre chilena, conoció a temprana edad el sabor de los libros, y se familiarizó con la poesía española y la literatura celta en la lengua campesina y marinera de Galicia, en la cual su abuela Elena le narraba viejas historias de la aldea remota. Fue presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, y director cultural de Lar Gallego en 1994.
Contador de profesión y escritor de oficio y de vida fue también el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile (Usach), Casa de Estudios superiores donde ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas».
Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Chile y seis en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes (Editorial Etnika, 2017).
Asimismo, es redactor estable del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: El Parque Central de La Habana (con el Capitolio en construcción) en 1928.