El autor nacional acaba de lanza su thriller «La casa del espía» (Planeta), novela inspirada en un hecho policial que remeció a la élite hace justo una década (2008): el llamado «Caso Rocha», protagonizado por un poderoso empresario dueño de un grupo educacional de colegios y de universidades, y quien asesinó por celos a un ex amante de la que en ese entonces era su pareja. En esta entrevista con «Cine y Literatura», el narrador también se refirió a los últimos acontecimientos sociales que sacudieron al país, y al impacto que la ideología neoliberal tuvo en la nación de los 90, cuando inclusive se llegó a pautear un estilo de creación escritural para el consumo de la sociedad, impuesta desde los medios, la academia y la crítica especializada.
Por Joaquín Escobar
Publicado el 2.11.2019
Pese a que en este diálogo sostenido con nuestro Diario, él mismo aclara que se encuentra fuera de la monumentalidad autoral exigida por el canon a fin de trascender en el tiempo y en los recuerdos de la memorabilia, el escritor chileno Luis López-Aliaga (Parral, Región del Maule, 1968) es una de las firmas literarias de mayor prestigio y resonancia creativa en las letras nacionales: cofundador y socio de la editorial Montacerdos, de su amplia bibliografía destacan los volúmenes de cuentos Cuestión de astronomía, El bulto, y Bazar Imperio, y las novelas Fiesta de disfraces, El verano del ángel, Primos, y La imaginación del padre. Y en razón de esos méritos bibliográficos es que ha sido reconocido con el Premio Municipal de Literatura de Santiago, y en dos oportunidades con el Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura.
A principios de octubre, López-Aliaga acaba de publicar la novela La casa del espía (Planeta, 2019), una obra de ficción basada en las minucias existenciales y dramáticas que constituyeron al recordado caso policial -de índole criminal y pasional- protagonizado por el desaparecido empresario Esteban Gerardo Rocha Vera (1952 – 2008), y donde mediante el desarrollo de su retorcida trama, el autor aprovecha de exponer los imaginarios sociales y culturales que le permitieron a un hombre de clase media, oriundo de San Bernardo, que no finalizó estudios universitarios alguno, se transformara en el dueño de un poderoso holding educacional en el Chile forjado luego de la implementación del neoliberalismo económico, durante la segunda mitad de la década de 1970.
En esta entrevista, asimismo, el escritor nacional aborda las consecuencias que tuvo dicho modelo de ingeniería social en el campo de la creación literaria, con la imposición mediática de las figuras de la Nueva Narrativa Chilena (en su mayoría personajes vinculados a la derecha política, y liderados por el novelista Arturo Fontaine Talavera) y de sus herederos en el noventero suplemento mercurial de la Zona de Contacto (en cuyas páginas se iniciaron nombres como los del periodista Felipe Bianchi Leiton y del cineasta Nicolás López Fernández, amadrinados en ese entonces por la actual y poderosa editora de revistas del denominado Decano de la prensa escrita, Paula Escobar Chavarría).
En un diálogo profundo y abierto a innumerables tópicos e interrogantes culturales e históricas, López-Aliaga igualmente se refirió al estallido social acaecido durante el último mes de octubre en el país, y de cómo las convicciones simbólicas propias de ese país nauseabundo, también se expresaron en el onanismo creativo de la «literatura del yo», y en la adhesión a esa controvertida corriente estética, por gran parte de los escritores nacionales de la hora presente.
-¿Cómo fue el proceso de investigación para la novela? Si bien es cierto que en su tiempo el caso Rocha fue sumamente bullado, asumimos que hubo que ir bastante más allá de los archivos de prensa para elaborar esta narración.
-Aunque el hecho de sangre fue cubierto bastante por la crónica roja, hubo de todos modos un sesgo de clase en la forma de abordarlo. Aparte de evitar las especulaciones sensacionalistas, sobre todo al comienzo, y actuar con extrema cautela en el terreno que supone la presunción de inocencia, se eludió el morbo más extremo, el del detalle grotesco, con el que se suele complementar este tipo de crímenes pasionales cuando ocurren en los sectores populares.
Algo se escondía ahí y esa pesquisa también fue un incentivo para mí al momento de ponerme a recopilar información.
Había una verdad a la que me interesaba acceder, pero solo quería y podía hacerlo con los recursos que conozco y manejo, los de la ficción, sus prerrogativas epistemológicas, digamos. Hubo investigación, claro, acceso a los archivos judiciales y a algunos libros sobre el tema, pero no fue algo sistemático previo al proceso mismo de la escritura, sino un complemento necesario que me permitió proyectar, recrear, imaginar esos espacios de intimidad en los que no hay documentación posible. No entrevisté a los involucrados, por ejemplo, primero porque dos de los tres protagonistas ya están muertos, y después porque temí que ese contacto con los vivos se convirtiera en algún tipo de compromiso que me iba a impedir llegar a la verdad. Tiene que ver con la paradoja de la ficción: mentir (ficcionar) para decir la verdad. Una verdad tan válida como la de la historia y el periodismo.
-La casa ardiendo de la portada es Chile en estas últimas semanas. Si bien el lanzamiento de la novela fue el 15 de octubre, es decir, tres días antes de que todo estallara, pareciera que detrás de ello había un guiño a lo que vendría.
-Un guiño involuntario, por supuesto, aunque hay algo en esa idea que reconozco como la chispa que encendió mi propio afán narrativo: imaginar una casta que arde en el fuego de sus propias pasiones e inoperancias. La pasión del poder que se vuelve incontrolable y que termina consumiendo a los mismos que, sin preverlo, esparcieron la bencina y provocaron el cortocircuito.
Tradicionalmente la pasión es representada por el fuego y, para los cristianos, la pasión es, sobre todo, muerte. Un desenlace predecible entonces y hasta deseado para los personajes involucrados en esta novela, que comparten esa cosmovisión, sobre todo el empresario, que es un cristiano ferviente, supernumerario del Opus Dei, autoflagelante, de rezos diarios. Para la alquimia el fuego es representado por un triángulo, que se convierte en Espíritu Santo en los cristianos, y resulta paradójico que sea un triángulo amoroso (difuso, deforme, desequilibrado) el que gatilla en esta historia la explosión fatal.
Algo más personal es mi propia fascinación por el fuego. Puedo quedarme horas contemplando una fogata, por ejemplo, y quizás si eso también está en el origen de mi interés por esta historia, algo que se traduce luego en un tono y una mirada de los acontecimientos, asociada a la dimensión carnavalesca del fuego, como en esas quemas de muñecos grotescos, en algunas ciudades, que son fiesta y purgación una vez al año.
-En la novela, Chile es retratado como un país apocalíptico. Acá no hay espacio para las impostaciones ni las caretas, en todo momento observamos la monstruosidad de una realidad infernal: curas que escapan de la ley, ex torturadores que andan impunes, traficantes de distintos tipos, pautas televisivas burdas. La novela más allá de un ejercicio literario es un puente de reflexión e interpelación.
-Hay una escena, en la novela, cuando el empresario está solo con Olivos, el operador judicial, maniatado de pies y mano, sobre su cama. El empresario se le acerca con la linterna encendida bajó el mentón. Es un juego pendejo, ridículo, pero con un efecto aterrador infalible. Las sombras deforman el rostro y lo vuelven algo esperpéntico.
Creo que esa imagen es más cercana a la verdad (no a la realidad, periodística o histórica), que las fotos que al empresario le gustaba exhibir de sí mismo, todas representaciones estilizadas de su poder económico, político y espiritual.
Esa idea la podemos extender sobre el conjunto, el Chile que interesadamente ha querido proyectar nuestra elite: una foto en la que se resalta el orden, la paz y el crecimiento. La foto que, como el papelito de los 33 mineros, se muestra majaderamente al mundo.
La interpelación de la novela, si la hay, es desde la misma pulsión carnavalesca que decía antes, la subversión que implica exponer a los poderosos en su dimensión grotesca; lo esperpéntico como forma de acceder a una verdad.
–Editorial Planeta publicita el libro como el thriller chileno del año. ¿Te gustan este tipo de rótulos? ¿Te parecen necesarios?
-En general no me gustan los rótulos. Sirven para ordenar con cierta facilidad las cosas, pero son imprecisos, omiten los matices. Entiendo y espero que lo que se pueda decir de la novela venga de distintos lugares y tenga más aspectos e intereses que los de un departamento de marketing.
–La casa del espía es una novela atrapante que más allá de entretener nos narra la forma en que se ejerce el poder. ¿Te parece que detrás de ello hay un giro sociológico?
-Procuro mantenerme alerta frente a al influjo sociológico. Se corre el riesgo de convertir el relato en algo unidireccional, demasiado programático, panfletario. Prefiero dejar que las dimensiones temáticas afloren libremente, con todos los matices de lo inesperado, como obsesiones que se agitan informes en el inconsciente. Lo que no quiere decir que uno no reflexione antes, durante y después del proceso de escritura sobre estas dimensiones, como parte de una búsqueda, como ensayo. Es lo que estamos haciendo ahora, durante esta entrevista ¿no? Especular, indagar, rememorar. Recuerdo, por ejemplo, que durante el proceso de escritura descubrí, con asombro, algo que no había visto antes: que los resortes del acontecimiento de sangre, que estalla como patología en febrero de 2008, estaban todos asentados en los 90, en una forma de mirar el mundo y de ejercer el poder, que era herencia de la dictadura. Una ética que tiene ver con la obsesión por el éxito (económico, social) que elude el cuestionamiento sobre los medios, y lo fija como un fin en sí mismo. Eso está muy presente en los tres personajes principales (hombres) de esta novela, el empresario, el operador judicial y el espía.
–Mundo salvaje, tu anterior libro, es muy distinto a La casa del espía, de hecho, parecen textos escritos por dos personas diferentes. ¿Te gusta posicionarte en este lugar híbrido? Quizás es una forma de huir de las consignas académicas que pretenden encasillar todo.
-Hay algo de temperamento, de carencia y también de azar. Estoy en una edad en la que puedo evaluar cierto recorrido irremediable. Ya no hice carrera literaria y tampoco tengo una obra, en el sentido de coherencia interna, de programa y monumentalidad, que se le suele atribuir a esta idea. Es un defecto, una carencia, pero en la práctica se ha vuelto para mí un campo amplio de libertad que me permite escribir sobre lo que se me da exactamente la gana.
Imagino, de todos modos, un hilo invisible que traza un mapa póstumo e inútil en torno lo que he escrito; es un hilo de voz entrecortada, la voz de un muerto.
–¿Qué opinión te merece los estallidos sociales de las últimas semanas? ¿Te parece que la literatura chilena había anunciado lo que está sucediendo o la autoficción solo se quedó en el ombliguismo?
-La palabra estallido es precisa. Da la idea de algo acumulado que, finalmente, termina por reventar con estruendo. La élite política y económica se encargó de reprimir sistemáticamente una energía festiva, dionisíaca, comunitaria, con un discurso majadero entorno al trabajo, al consumo, al individualismo y el sometimiento. Hay algo telúrico, volcánico, que se expresa como erupción, como lava que se despliega por las calles y arrasa con algunos símbolos paradigmáticos del discurso dominante.
Si la literatura tiene una dimensión premonitoria, opera con señales veladas, profundas, fuera de control. Transferir esta dimensión al autor(a) genera monstruos, la administración oportunista de esas posibles señales. He visto a varios que en las redes se autocitan, cuelgan fragmentos de sus novelas, para hacernos ver que ellos ya habían anunciado lo que vendría.
El ombliguismo autoficciónal, por otra parte, también puede ser leído como señal de algo, quizás como representación del espacio al que se nos ha querido confinar, el del onanismo y la atomización extrema. Desde ese malestar también estalla una rebelión impensada.
–Nos parece que La casa del espía es una novela que habla sobre la construcción de sujetos seriales mediados por el libre mercado. Ese producto elaborado en torno a la figura del ganador, del jaguar latinoamericano, muy al estilo de lo que fue, es y pregona el Chino Ríos.
-Fue la imposición funcional de un discurso hegemónico, planeado en dictadura y ejecutado con cierta maestría en los 90. Nadie escapó a eso, también en el campo literario se dio una expresión bien notoria a través de la Nueva Narrativa y sus hijos directos de la Zona de Contacto. Ellos pregonaban una idea de juventud funcional al proyecto político y económico dominante: jóvenes satisfechos, hedonistas, descarados, hombres casi todos; inteligentes o, al menos, astutos, socialmente despectivos, ambiciosos, ilustrados en el ámbito restringido de sus intereses pop, ignorantes altivos de todo lo demás. Era también una respiración, un martilleo en la cabeza, la sintaxis del telégrafo enviando mensajes de admiración a Bret Easton Ellis. El punto seguido como ideología y como coartada de la pereza, de la liviandad, el ritmo ansioso del que aspira al éxito rápido.
El Chino Ríos se utilizó casi como referente filosófico para afianzar el famoso “no estoy ni ahí”, pero en su defensa habría que decir que, en el nivel de sus competencias, él es una celebración de la meritocracia, en tanto sus logros son el producto de méritos reales y no de la utilización de negociaciones confidenciales, estrategias y contactos espurios, que fue lo que predominó en aquella época.
-¿Qué autores y autoras han influido en tu escritura?
-Quisiera creer que no son los autores los que han influido, sino los textos.
La figura odiosa del autor -en masculino primero, ese peso patriarcal del “hombre de letras” que se erige como guía y oráculo- nunca tuvo un influjo significativo sobre mí.
Los textos, en cambio, como una voz dialogal que viene, sobre todo, del “más allá”, son muchos, diversos y se han manifestado en momentos distintos de mi vida. Una dispersión coherente con la incoherencia de lo que he escrito.
–¿Qué lees en estos momentos?
-Estoy con Levrero, con Irrupciones, que son una serie de artículos publicados en una revista uruguaya, en los que demuestra de qué se trata eso que te decía de la voz que habla desde el más allá, ya libre de la figura fastidiosa del autor.
Cumplo también algunas deudas súbitas, improvisadas, libros que llegaron a mí por aparente casualidad. Apegos feroces, de Vivan Gornick, que refresca esa fuerza subversiva que puede tener la autoficción, en este caso desde el vínculo problemático madre-hija. También El adversario de Carrère, acercamiento indagatorio al monstruo, ese monstruo impostor que todos llevamos dentro.
Y una lectura que, de pronto, adquiere particular contingencia: Crear en peligro, de la haitiana Edwidge Danticat, ensayos-crónicas en torno al arte en momentos de convulsión política y social, en una traducción realizada por la nueva editorial Banda Propia.
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Joaquín Escobar (1986) es escritor, sociólogo y magíster en literatura latinoamericana. Reseñista del diario La Estrella de Valparaíso y de diversos medios digitales, es también autor de los libros de cuentos Se vende humo (Narrativa Punto Aparte, 2017) y Cotillón en el capitalismo tardío (Narrativa Punto Aparte, 2019).
Asimismo es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Crédito de la imagen destacada: Mónica Molina.