«Espacios intemporales»: Los pueblos de González Vera, Rulfo y García Márquez

En los villorios literarios de Alhué (Chile), Comala (México) y Macondo (Colombia), respectivamente, renacen las voces de los muertos, diciéndonos que también somos parte de los relatos que seguirán escribiéndose en la biblioteca infinita, donde lo real y lo ficticio dejaron ya de discutirse, para devenir en ámbitos o espacios estéticos de una definitiva conjunción.

Por Edmundo Moure Rojas

Publicado el 22.1.2020

«Nada sugiere, como el silencio, el sentimiento de los espacios ilimitados. Yo entraba en esos espacios. Los ruidos colorean la extensión y le dan una especie de cuerpo sonoro…»
Rainer María Rilke

Alhué es antes que Comala, y éste precede a Macondo. Tres espacios sin tiempo en la ficción construida por sus autores: José Santos González Vera, Juan Rulfo y Gabriel García Márquez. Chileno, mexicano y colombiano, articulan sus narrativas en tres pueblos que han tenido y tienen una existencia real, cartográfica y localizada, pero que han sido reinventados para cobijar otra vida, la de la ficción, más perdurable aún que la de seres vivos de carne y hueso, que han vuelto hace mucho al polvo de la tierra y cuyo rastro no va más allá de una lápida desvaída. La buena literatura es capaz de revivir a los muertos y darles una nueva y más perdurable existencia.

Ese proceso creativo de reinvención, nos remite a la Poética del espacio, de Gastón Bachelard, cuando nos dice:

«La imaginación, en sus acciones vivas, nos desprende a la vez del pasado y de la realidad. Se abre en el porvenir. A la función de lo real, instruida por el pasado, tal como se desprende de la psicología clásica, hay que unir una función de lo irreal igualmente positiva… Las condiciones reales ya no son determinantes… pues con la poesía, la imaginación se sitúa en el margen donde precisamente la función de lo irreal viene a seducir o inquietar al ser dormido en su automatismo…».

En cuanto a los nombres de aquellos lugares, sólo Macondo es fruto de la invención, aunque su espacio corresponde al poblado de Aracataca, donde nació el novelista; quizá evitó, merced a su buen oído, incurrir en la cacofonía de su nominación, inclinándose por Macondo, cuya resonancia parece convocar al misterio, con un sonido como campana en medio de la lluvia del trópico.

Y si de resonancias hablamos, la de González Vera es algo opaca al lado de Rulfo y García Márquez, autores consagrados por el boom latinoamericano, por la crítica universal y por el impacto sin tregua de las ventas. (Esta palabra, “impacto”, con su connotación masiva, mercantil y estruendosa, figura como uno de los cuatro conceptos clave para otorgar en Chile los famosos “fondos del libro”, aportes estatales para incentivar –se supone- la creación literaria).

Si hoy concursara a esta menesterosa ayuda cultural, González Vera sería rechazado por su incuestionable “falta de impacto”. Así le ocurrió con los críticos y escasos lectores, en medio de la fauna literaria de su tiempo, aunque en 1950 -un año antes que Gabriela Mistral- recibiera el modesto Premio Nacional de Literatura de este “macondiano” Chile, galardón que se le otorgara a la insigne Gabriela seis años después de obtenido el primer Premio Nobel de Literatura de Iberoamérica.

Dos libros –“apenas”- dirían los críticos acerbos; “su obra completa cabe en un cuaderno escolar”, argumentaría, envidioso y cáustico, el novelista Luis Durand. Bastaron Vidas mínimas y Alhué para inclinar el veredicto a favor del parco anarquista, amigo entrañable de la Mistral. Sin duda, fue una de las decisiones estéticas más acertadas para una esquiva recompensa que algunas veces ha premiado luces ajenas a la literatura de creación.

Juan Rulfo está cerca de la austeridad lingüística de González Vera y de su modestia proverbial. Pero la fortuna le sonrió de distinta manera, pese a que esquivó homenajes y consagraciones faranduleras, con su mutismo provinciano y estoico. Le bastaron un libro de cuentos, El llano en llamas (1953) y una novela, Pedro Páramo (1955) para ingresar de lleno en el Parnaso de las letras universales. El propio Rulfo afirmaba que no podía escribir sobre lo que veía, acerca de esos hechos que son clave para los “realistas” literarios. Su frustración la calmaba acudiendo a los cronistas antepasados, que nunca creyeron que iban a ser leídos por sus coetáneos, como suele ocurrir con los grandes escritores…

Gabriel García Márquez, en cambio, es el triunfador por antonomasia, el que cumplió en su carrera literaria los presupuestos del “sueño americano”, obteniendo un éxito fulgurante de premios y dinero, de sobra conocidos para detallarlos aquí. Y que además se llenó de imitadores oportunistas, como le ocurriera a Neruda en la poesía; y como le sigue ocurriendo a Nicanor Parra…

Como informa el diario El País, a propósito del extraordinario archivo epistolar de Pedro Lastra: “Unos meses más tarde, el 26 de diciembre de 1967, García Márquez le escribe a Lastra lo siguiente: ‘Cien años de soledad ha sido la salvación: gracias a sus ventas espectaculares, tengo por delante unos años de paz doméstica que pienso dedicar minuto tras minuto a escribir. Ahora estoy metido en un cuento que puede ser muy largo y muy divertido, y que llevará el pretencioso título de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Es, más que nada, un recurso para calentar motores antes de zambullirme, quién sabe durante cuánto tiempo, en El otoño del patriarca. Después no sé qué haré’”.

Nosotros, ahora, hablaremos de aquellos espacios donde viven las mejores ficciones de estos tres escritores: Alhué, Pedro Páramo y Cien años de soledad; lugares que nos hablan desde el más hondo silencio en que se forjaron sus historias.

Las toponimias dicen mucho, guardan un significado misterioso que suele emparentarse con mitos y leyendas, pero hay que saber desmenuzarlas para que cumplan, una y otra vez, su convocatoria simbólica… Alhué significa, en mapudungún, “morada de muertos”. Comala es, simplemente, “lugar donde hay comales”, esas sartenes chatas que se utilizan en México para las frituras… Macondo es un árbol corpulento, de hojas grandes y flores rojas, cuyo tronco sirve para construir canoas, un milagro de la ubérrima floresta colombiana, con su alarde vital y su desmesura:

«En Alhué nadie tenía idea del porvenir. Los días no traían angustias, pero tampoco eran portadores de mensajes alegres. Llegaban y se extinguían sin ningún suceso. Y los meses, …se hubiese creído que transcurrían de noche.

Apenas sonaban las ocho de la noche, cada uno ganaba su lecho. Y las ánimas abandonaban el suyo para entregarse a movimientos e inquietudes de sentido impenetrable.

El ánima del viejo Albornoz, como cuando éste era dueño de un organismo viviente, hacía toda la parodia del hombre que se desviste. Se quitaba el calzado, abría la cama y después dormía. Sin embargo, amanecían las cosas en el mismo estado anterior.

Las mujeres hablaban de las ánimas sin emocionarse- Ni siquiera les temblaba la voz…».

La conciencia espacial de Alhué es fantasmagórica. No pasa nada más de lo que ocurre en cualquier lugar recóndito, olvidado por completo del tráfago citadino, de la existencia urbana que marca nuestra civilización bullanguera, pero los sucesos cotidianos parecen atrapados en un ámbito que se agita, padece, muere y revive como sus propias ánimas, enmarcado por un silencio moroso y hondo que va agitándose desde su levedad fantasmal.

Esos personajes, como los de Comala y Macondo, no podrían habitar ningún otro sitio que el que les asignó su creador literario, en la genialidad de una ficción perdurable, porque sus componentes esenciales son los caminos sin pausa que van de la vida a la muerte, y de ésta a la vida, en el ciclo inacabable del dolor humano, enfrentado al absurdo incomprensible de una existencia destinada a la propia consunción.

La atmósfera de Comala es muy similar a la de Alhué. Podemos apreciarlo en la lectura de Pedro Páramo:

«Pasado un rato y al ver que no volvía, me levanté yo también. Fui caminando a pasos cortos, tentaleando en la oscuridad, hasta que llegué a mi cuarto. Allí me senté en el suelo a esperar el sueño.

Dormí a pausas.

En una de esas pausas fue cuando oí el grito. Era un grito arrastrado como el alarido de algún borracho: ‘¡Ay vida, no me mereces!’.

Me enderecé de prisa porque casi lo oí junto a mis orejas; pudo haber sido en la calle; pero yo lo oí aquí, untado a las paredes de mi cuarto. Al despertar, todo estaba en silencio; sólo el caer de la polilla y el rumor del silencio.

No, no era posible calcular la hondura del silencio que produjo aquel grito. Como si la tierra se hubiera vaciado de su aire. Ningún sonido; ni el del resuello, ni el del latir del corazón; como si se detuviera el mismo ruido de la conciencia. Y cuando terminó la pausa y volví a tranquilizarme, retornó el grito y se siguió oyendo por un largo rato: ‘Déjenme aunque sea el derecho de pataleo que tienen los ahorcados!'».

Los muertos están vivos, quizá en un plano contiguo a esta existencia que se nos revela como raro sueño de huidizo sentido, pero en ningún caso presente en ese utópico paraíso inventado por las religiones en su ficción truncada y a la vez utilitaria para los fines de su escatología. No, estos seres que partieron antes que nosotros padecen también la angustia y la desazón de hechos y situaciones no resueltos, como si pugnaran por regresar para el ajuste de cuentas, en ese merodeo abisal que el imaginario popular concibe como la aparición de las ánimas, desde la Santa Compaña gallega hasta la procesión marítima de los espectros del “Caleuche”, el velero que cruza el mar de los canales chilotes, empavesado en noches de plenilunio, mientras sus tripulantes acechan a los ribereños que contemplan, sobrecogidos, la nave fantasmal, atraídos por el riesgo irreparable de reemplazar a esas ánimas, para regresarlas a la vida pedestre del diario padecer.

Macondo ofrece diferencias con Alhué y Comala. Sus cien años de soledad no están exentos de esperanza, a pesar de tantos fracasos y peripecias trágicas. Hay una fuerza distinta que palpita y se advierte en ese espacio tropical donde la feracidad de la tierra parece vencer a la decrepitud y a la muerte. Macondo está más cerca de la magia y los prodigios, quizá sustitutos eficaces de la ansiada inmortalidad que los seres humanos buscan, aun a ciegas, en el perpetuo e inconsciente apremio de la voluntad, ese móvil inextricable que intuyó Schopenhauer, gran escritor de la filosofía… Para García Márquez, la muerte no es más que el imperio absoluto del olvido. Macondo se transforma así en el espacio mítico donde la memoria es recuperada, una y otra vez, como el ritual más seguro contra el extravío en la nada… Su clave de permanencia son las palabras, en especial aquellos monólogos que parecen conjugados sin un destinatario tangible, porque: “mientras alguien hile y deshile el lenguaje, se hace imposible el imperio de la muerte”:

«Derrotado por aquellas prácticas de consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces construir la máquina de la memoria que una vez había deseado para acordarse de los maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las  mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida.

Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situado en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las nociones más necesarias para vivir. Había logrado escribir cerca de catorce mil fichas, cuando apareció por el camino de la ciénaga un anciano estrafalario con la campanita triste de los durmientes, cargando una maleta ventruda amarrada con cuerdas y un carrito cubierto de trapos negros. Fue directamente a la casa de José Arcadio Buendía…».

Escribimos, a partir del silencio de la página en blanco, esperando recuperar los sonidos imprescindibles, las voces esenciales, aventando la vocinglería de un mundo alienado; guardamos luego esos trazos ávidos, que recomponemos con palabras que creemos únicas y propias, en las publicaciones de la memoria, aquellas que quisiéramos hacer perdurables, para que cada cierto tiempo se lleve a cabo el maravilloso rito de recuperación, cuando abramos un libro como Alhué, o como Pedro Páramo o como Cien años de soledad, y volvamos a vivir en esos espacios donde renacen las voces de los muertos, diciéndonos que también somos parte de los relatos que seguirán escribiéndose en la biblioteca infinita, donde lo real y lo irreal dejaron ya de discutirse, para devenir en ámbitos o espacios estéticos de una definitiva conjunción.

 

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Edmundo Rafael Moure Rojas nació en Santiago de Chile, en febrero de 1941. Hijo de padre gallego y de madre chilena, conoció a temprana edad el sabor de los libros, y se familiarizó con la poesía española y la literatura celta en la lengua campesina y marinera de Galicia, en la cual su abuela Elena le narraba viejas historias de la aldea remota. Fue presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, y director cultural de Lar Gallego en 1994. Contador de profesión y escritor de oficio y de vida fue el creador del Centro de Estudios Gallegos en la Universidad de Santiago de Chile (Usach), Casa de Estudios donde ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas».

Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Chile y seis en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es Memorias transeúntes (Editorial Etnika, 2017).

Asimismo, es redactor estable del Diario Cine y Literatura.

 

Edmundo Moure Rojas

 

 

Imagen destacada: El escritor chileno José Santos González Vera (1897 – 1970).