Uno de los destacados poetas de la joven generación de autores chilenos que se asoman a lanzar sus primeras publicaciones, analiza –al modo de un saludo hacia el futuro, que dentro de 50 años será referido como el inicio de «todo»–, al esperado poemario bautismal del escritor venido desde el horizonte quebradizo, un lugar a partir del cual también arribaron, alguna vez, los imberbes Rolando Cárdenas y Aristóteles España.
Por Nicolás López-Pérez
Publicado el 13.2.2020
Cuando se trata de estaciones, en el equívoco del ruido, las posibilidades son un tránsito. Estamos hablando de una cosa y de la otra. Vicente Oyarzún Cartagena (Punta Arenas, 1992) en su primer long-play hace la vida montaje y le quita el nombre al tiempo solo dejándolo a merced de lo que marca un hecho, de lo que marca un acontecimiento. Habla de cosas que han sucedido, de cosas que van sucediendo. El poema en gerundio. El verbo se muestra como sujeto y objeto de fotografía, a partir de sutilezas que delinean el contorno de las figuras que participan de una escena: el acto poético.
Estaciones, de parte del año; de tiempo, de temporada; de paradero, de buses, de trenes, de transmisiones, de esquí, de bencina; espaciales; estancias, moradas, asientos; paradas en el curso de una procesión. Transiciones, con certeza. Algunas love stories embadurnadas de ternura: Unx de los dos se inclina hacia el otrx / es el único dato que tenemos. Estamos en un lugar posterior. Estamos viendo la escena, así –como las cursivas– termina el texto “variaciones de nitidez”. Y un poco buscar la nitidez entre las cosas: No sirve confiarse en la visión / para especular / pero así seguimos / reconstruyendo / se encuentran afuera de un café / cuota exacta de azar y anhelo. Continúa el habla de la página doce: nos sentamos cerca de la orilla la noche / del último día de carnaval / confundidxs con las guirnaldas / contentxs de estar en el muelle. Un salto a la treinta y tres: los rastros que seguimos / sin esperar nada / a cambio. Y al cierre, los primeros versos: mientras encuentres el sonido que necesitas / no le des un nombre a tu técnica.
En el discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura 2018, titulado “El narrador tierno”, la ganadora Olga Tokarczuk se preguntaba, por una parte, si hoy es posible encontrar una nueva narrativa que sea universal, comprensiva e inclusiva, enraizada en la naturaleza, llena de contextos y a la vez entendible. Por otra, si puede darse un relato que vaya más allá de la prisión incomunicada del uno mismo, que revele un amplio rango de realidad y que muestre las conexiones mutuas. En Estación adversa (Editorial Aparte, 2019) los pronombres personales se deslizan dando forma al verbo como pequeñas tentativas en que el mundo va y viene en las moléculas que dialogan para poblar –con fugacidad– el espacio.
Estaciones, partes de un concierto. Y una adversa. Una, contra toda esperanza, de lo imperecedero que se va con un soplo. Ningún espejismo. Ninguna ilusión. Lo que es visto y desaparece a los ojos, naufragando en el otro extremo de las palabras: una emoción, el sistema nervioso que va leyendo y que va siendo abrasado por la ternura de los instantes que el poeta dibuja en sus composiciones, en sus pequeñas esculturas que cristalizan el detalle y lo liberan para que sus notas refuljan como un parque de juegos en la playa. Los protagonistas que no lo son, como ficciones de carne y hueso, avanzan entre la ternura buscándose entre el azar, inaugurando una parcela en la que permanecerán hasta que el rollo del verso cabalga hasta la siguiente página.
“La ternura es el arte de la personificación, del compartir sentimientos y de descubrir las similitudes que no tienen fin”, dice Tokarczuk. Y en una telepatía literaria, Vicente consigue editar una película imaginaria. Una que hace personalizados los momentos, que acerca las partículas subatómicas del mundo, haciéndolas posibles entre un verso y otro. Insisto con Tokarczuk: “la ternura es la forma más modesta de amor, es el tipo de amor que no aparece en las escrituras o en los evangelios, nadie jura por ello, nadie lo cita. No tiene emblemas especiales ni símbolos, ni tampoco lleva al crimen ni a la envidia inmediata. Aparece donde miramos de cerca y con cuidado a otro ser, a algo que no es nuestro ‘yo’. La ternura es espontánea y desinteresada; va mucho más allá de la empatía simpática (…) La ternura percibe los lazos que nos conectan, las similitudes y similitud entre nosotros.”
Con la ternura, paisaje y habitante a la intemperie de una suspensión tan parecida al tacto de las voces: Ya no cabe mirar atrás ni descubrir / una sensación distinta / hasta que un día reaparece. La ternura es mucho más hábil con los silencios que el amor. Tiene una mesura envidiable. Estación adversa tiene un continuum de escenarios que exploran el más acá del poema, exploran esa realidad que abre una sensación. Una que sigue sucediendo en la cabeza y la deja en medio del camino. Un poco como estos versos de “amor a primera vista” de Wislawa Szymborska: Todo principio / no es más que una continuación, / y el libro de los acontecimientos / se encuentra siempre abierto a la mitad.
Nicolás López-Pérez (Rancagua, 1990) es poeta y abogado de la Universidad de Chile. Codirige la microeditorial & revista Litost, administra la mediateca de poesía “La comparecencia infinita” y sus últimas publicaciones son Coca-Cola Blues (Ciudad de México: Vuelva Pronto Ediciones, 2019) y Escombrario (Santiago: Contraeditorial Astronómica, 2019).
Crédito de la imagen destacada: Editorial Aparte.