Texto leído en el contexto de la Segunda Feria Internacional del Libro de Valparaíso, ocurrida en el reciente mes de diciembre de 2018, en una presentación -del volumen que reúne los tres libros de la poeta nacional- efectuada en el concurrido bar El Playa de la ciudad porteña.
Por Matías Ávalos
Publicado el 25.1.2019
Hay una forma de aproximarse al poema de la que prefiero alejarme, esa aproximación es la contenidista, es decir, aquella que discute con el texto por lo que dice, en lugar de concentrarse en lo que hace.
Quiero aproximarme al texto de Florencia por lo que hace. La lectura que voy a hacer de Estética del tajo (Pez Espiral, 2017) es más parecida a la biología que a la crítica literaria, sobre todo porque en este tipo de eventos, como lo demuestran algunos libros de ensayos que recopilan artículos o presentaciones, no hay posibilidad para la crítica sino para la venta. Y yo no quiero vender un libro, si no devolver el hermoso gesto de la autora de invitarme a leerlo. Y no me parece que un gesto hermoso se devuelva de manera lisonjera, sino con seriedad. Y para mí la biología es más seria que cierta crítica literaria, ni hablar de algunas presentaciones de libros. Imagínense la presentación de un cetáceo, una ballena, donde en lugar de hablarnos de su constitución muscular, de sus hábitos de alimentación, de describirnos las formas de aparearse, nos digan todo el tiempo que es un tremendo animal, que es uno de los animales importantes de la nueva fauna chilena, etcétera.
Evidentemente, este libro no es un animal, sin embargo, tiene partes, para las partes físicas voy a exaltar el hermoso trabajo gráfico de Daniel Madrid, a quien no conozco pero, aprovecho de felicitar por sus decisiones formales de edición, los libros de Pez Espiral son preciosos. Ahora sí, voy a concentrarme en las partes textuales. Para estas, voy a usar tres herramientas distintas, una para cada libro, ya que Estética del tajo reúne los tres libros de la autora desde 2008 hasta 2015.
Empiezo con Chomsky: «El lenguaje humano es el producto de descifrar un programa determinado por nuestros genes”, dice en su Gramática universal. Para el viejo, sin conocimientos previos, el lenguaje simplemente aparece gracias a la capacidad que tenemos los seres humanos de reconocer y asimilar su estructura básica, estructura que constituye la raíz esencial de cualquier idioma.
Esto que dice Chomsky me sirve para leer, de una manera no-contenidista, el primer libro que abre Estética del tajo, llamado El margen del cuerpo. Mi lectura generativa la intuí con el primer poema.
Hay algo de esa niñez que se encuentra de golpe con el lenguaje, que dentro del libro son las palabras, pero que, gracias a la descripción del caos que tiene como límite el margen, podemos afirmar que no son tanto las palabras como el sistema de relaciones que existe entre ellas, de lo que se habla. Y se elige esa figura, la de una niña que se encuentra de golpe con eso, y arriesgo a leer en ese margen, en ese tajo de sentido, el corte donde lenguaje y mundo, donde lenguaje y su propio origen, se escinden, y por lo mismo, se conectan. Es la crisis, el corte, el margen, el límite, el trauma, el único lugar posible de conexión entre lenguaje y cuerpo, país, memoria, etcétera.
Como dice Jan Koneffke, en su Escribir, recordar, inventar: “Yo me acuerdo del lenguaje cuando escribo. El recuerdo lo relativiza, aniquila los significados fijos. Las palabras empiezan a tropezar. El recuerdo no busca un lenguaje que podría romper el muro hacia lo real”. O en palabras de la autora: “Quiere narrar el haber aprendido a interpretar determinadas letras aunadas en una misma fibra, pero primero tendría que vengarse de un lenguaje que no tiene nada de áspero, que le prohíbe cualquier síntoma ajeno”. (Pág. 31).
Ese lenguaje del cuál vengarse es aquél ingenuo que cree que comunica lo que quiere y no lo que puede; el poema, sordo y ciego como es, y por eso mismo sabio, no busca comunicar, sino afectar, aunque tampoco busca, más bien espera del lector que eso suceda.
Para decir más sobre la forma, para volver a la biología de la que casi me alejo por psicoanalista, vale aportar que estos poemas en prosa usan el desplazamiento de la tercera persona, del narrador omnisciente, esa auto ficción tan popular hace algunos años, pero acá esa narradora, en lugar de hacer una épica de sí misma, tiene otras intenciones, esa idea me lleva a la siguiente sección.
En este caso, la herramienta elegida es Marc Augé, el francés que acuñó el concepto del no-lugar.
La ciudad no, segundo libro de la autora compuesto por tres prosas densas, avanza a fuerza de rimas asonantes internas, que desenvuelven la voz de un sujeto que es todos los sujetos a la vez. A diferencia de la gran ciudad objetiva que leemos en Millán, acá la ciudad es un coro de voces, que terminan volviendo presencia ese tipo de puntos geográficos que produjo el capitalismo en los países de nuestra región.
Las grandes conurbaciones, San Antonio en el caso de la autora, el conurbano bonaerense en mi caso, hacen posible una apropiación del concepto de no-lugar que menciono más arriba. El francés piensa que los lugares de transitoriedad, que no tienen suficiente importancia para ser considerados como «lugares», son justamente no-lugares. Él, de primer mundo, piensa que los lugares de tránsito son los obvios, porque él no puede ver las consecuencias que tiene el capitalismo en otros lugares menos privilegiados, digo, piensa en shoppings, aeropuertos, etcétera. Son lugares sin identidad, donde la comunicación es superficial.
Yo propongo otros no-lugares, los producidos por las migraciones internas del campo a la ciudad, en países como los nuestros donde ciudades hay, con suerte, una o dos, y el resto son pueblos tapados de cemento: Qué metro, si aquí nunca hubo metro, diría Gonzalo Rojas.
En Buenos Aires, los migrantes del campo que deciden irse a la ciudad alrededor de la década del 60′, se empiezan a dar cuenta que no hay espacio para todos, entonces se ubican en los bordes, en las orillas, y esos no lugares que quedaron lejos de la ciudad, crecen hacia afuera, entonces no son más que anillos que alimentan de mano de obra y servicios al núcleo del capital, pero que no gozan de sus privilegios.
Estos no-lugares no es que sean carentes de identidad, es que la producción de lenguaje, de palabras, de épica, sale desde el centro hacia fuera, es decir, a estos no-lugares les es prohibida la construcción de esa identidad. Entonces intentar escribir una identidad de estas no-ciudades, no es posible sino con la forma del trauma, que como señalo más arriba, es también la forma del tajo, del margen, de la crisis, la forma del excedente. Esta sección, densa, concentrada, es un desquicio. Se pasa de la tercera a la primera persona, para hablar de cuerpos, calles, destrucciones y construcciones, trazos con mal pulso que son planos, etcétera.
Hay sí, algo que quiero retomar sobre lo omnisciente y es que, como sabemos, hubo un no-lugar por excelencia, introducido hace unos 600 años por inmigrantes ilegales, que es la Iglesia.
Ese lugar donde somos ingresados a la fuerza y que, en muchos, muchísimos casos en la literatura universal, marcó el ritmo de la escritura poética. Estos poemas, que avanzan a fuerza de rimas asonantes, de oraciones diría yo, con ritmo de rezo, como ritmo de rezo tenían algunos poemas largos de los beat, o del romanticismo alemán, aportan a una apropiación sudaca del no-lugar francés o gringo ya que, malls tenemos hace poco, pero ese otro mall, ya lo dije, 600 años como mínimo.
Para el tercer texto que compone Estética del tajo, llamado La velocidad de la caída, como fui muy arbitrario en los casos anteriores, ya que hablé de trauma, de excedente, de esa lectura cuántica que posibilita el poema más que cualquier otro género, de esa necesaria participación del lector en el poema sin la cual no tendría sentido, o peor, el poema tendría el sentido limitado que quisiera darle el autor, pero que yo mismo no hice otra cosa que proponer lecturas tajantes, prefiero callar.
Podría decir que es mi libro favorito, que tiene un título hermoso, que es el único en verso, que sus versos tienen el ritmo y precisión que se lee en los dos ya tratados, pero que el verso como unidad mínima tiene ese no sé qué, que lo vuelve especial. Que estos tienden a la uniformidad, la gran mayoría de ellos tienen nueve o diez sílabas, que la inmediatez de las palabras que se usan no está puesta en función de la comunicación sino de esa opacidad que le permite, a uno como lector, completar la lectura, participar en el sentido del poema.
Pero prefiero callar de la mejor forma que se me ocurrió, callar cantando. No literalmente, sino aprovechar que es el único libro en verso y que sean los versos que digan lo que hace falta saber para leerlos. Que si va a haber una lectura contenidista, formalista o embrionaria, impresionista, sociológica o darwiniana, mejor sea de la autoría del público y no mía, que si no fue fome, fue limitada por subjetiva.
Matías Ávalos (Quilmes, Argentina, 1989). Estudió filosofía en la Universidad de Buenos Aires y dramaturgia en La SEDE, espacio de investigación escénica, de esa misma ciudad. En el año 2013 escribió y montó su primera obra dramática: Niñitos furiosos. Radicado en Chile publicó Todos juntos estamos solos (Hojas rudas, poesía, 2018) y recibió la beca de creación del Consejo de la Cultura por su libro de cuentos Todo lo que queda. Vive y trabaja en Valparaíso donde escribe reseñas y ensayos para el suplemento literario Grado Cero, inserto en El Ciudadano.
Crédito de la imagen destacada: Libros del Pez Espiral.
Crédito de la fotografía a Florencia Smiths: John Uberuaga.
Crédito de la fotografía a Matías Ávalos: Paz Olivares-Droguett.